relato por
Miguel Rodríguez Otero

 

C

uando por fin llegó, inevitable y vencida, me pilló con la taza del desayuno aún por la mitad y en pleno temporal; entró con beso, como siempre sin peinar y hoy extrañamente sin preguntas, casi sin hablar. Sigo el aire tras su pelo, y la veo coger un par de lápices e improvisar un garabato al que no presto atención; en su lugar me fijo en la curva de su cuello, que acaba de dejar al descubierto al inclinarse sobre el papel. Esta vez vino muy temprano, no sé bien por qué; tal vez tenía miedo, como los niños, y no quería pasar la tormenta a solas. Conozco alguno de sus miedos casi tan bien como su cuello. La abrazo largamente, sin explicación ni consuelo, sin necesidad, más bien como un encaje de manos y sabores, sin aspavientos y sin futuros, tan solo como si el amor y el reconocimiento se resolvieran en este continuo de lluvia que funde las horas de actividad y de sueño.

Al poco escojo un cuento para el sofá mientras se acurruca, está como ausente, o en otro sitio que trato de localizar en su cuerpo, en su voz, en un atlas que saco absurdamente de la estantería para provocar su risa o al menos su extrañeza —dime, cuéntame dónde estás, qué piensa tu cabeza— y cuyas láminas ella extiende al azar sobre mi estómago, como si éste fuera el centro del mundo, no sé de cuál, o un fondo marino en el que posar por fin su vida sin boceto previo. Se para en una reproducción y señala un punto no determinado e intermedio entre el amor y el pasado, entre todos los amores y todos los pasados, entre la pasión y la duda, su mano recorriendo cicatrices y lunares en la lámina y los países que han ido creciendo en mi piel, y me es lo mismo si hasta ahora he sido una isla o un supercontinente, solo quiero este olor a café, este aire denso que fluye como si tuviera color, este principio del mundo en el que nadie habla.

—Mira, en esta isla viven solo dos mil personas.

Me tropieza los labios pidiéndome silencio, y comprendo al momento que me dan igual ya las corrientes oceánicas, las dos mil personas, la isla, el puto azar de la meteorología de mi ciudad, y las simas abisales de nuestro pasado conjunto o por separado. En una de ellas se pierde hasta por la tarde. Anda sumida en algo, tal vez la deriva de los continentes o de las vidas, no lo sé, y vuelve del abrazo con un cuento, de niños creo que es, por cómo entona, de nuevo este idioma extranjero y un poco familiar, ya verás cómo te gusta, me dice, mientras pone voz a personajes —brujas con Alzheimer, enanos que toman vitaminas, dragones haciendo cola en la frutería— que reconozco al instante en su vida y a los que amo de inmediato por ser tan parte de ella, sean cuales sean su maldad o su virtud imaginarias. Creo que los ha sido todos. De vez en cuando alguno de ellos la invade y eclipsa a los otros, y pienso entonces que ella bien podría ser un monstruo de los que me abrazan por las noches, un ratón o un cocodrilo pelirrojo que juguetea despreocupado con mis lápices… Me abandono dulcemente en la lengua y en tantos monstruos que releen los mapas de mis días, y en esta tarde no cartografiada e infinita voy comprendiendo un poco mi propia vida, tan llena de terremotos y sin apenas coordenadas o simetrías. Pienso en mañana, en cuando saquemos otro libro igualmente absurdo de la estantería y en los mundos y monstruos que vamos creando, en el café conjunto y en garabatos tan llenos de sentido.

Ella se da cuenta, me busca en el recodo del sofá, del mapa, en ese lugar del pecho que ya no admite puntos imprecisos, y me acompaña y llora como si por primera vez, como si su mirar hacia mí fuera parte de la lluvia de la semana y llanto o lluvia un personaje más que tuviera que amar inexcusablemente, del cual empaparme y en el que nadar para poder llegar por fin a tierra firme y a su voz: unas pocas palabras escritas en el margen de un dibujo apresurado o un cuento o un abrazo.

Me envuelven los lugares sin nombre de sus brazos.

 

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Miguel Rodríguez Otero: Pues, verán, yo no tengo currículo, al menos nada interesante con lo que aburrirme una tarde de domingo. Como orientación: me gusta la sopa (prefiero siempre la cuchara), me destemplo con relativa facilidad y me chiflan los lápices. A mis 46 años, pues, empiezo a darme cuenta de que estas son las cosas importantes en mi vida: un mínimo sustento para poder seguir vivo, una temperatura afectiva a prueba de termómetros, y un rato de complicidad y de confidencia para ir contándose —con o sin lápiz— cómo ha ido el día. Esta es la mayor revolución social, emocional y vital que soy capaz de comprender. Lo demás, simplemente, me parece accesorio.

Hace años escribí un par de cosas cuyas referencias de publicación les detallo aquí:
– La Voz, New York. Resguardos (febrero de 2014 y 468 (diciembre de 2013).
Literal Magazine, Latin American Voices, Houston, TX. ISSN 1551-6962 Aproximadamente. 11 de noviembre, 2010.
Narrativas, n.º 8, página 95. Enero-Marzo de 2008. ISSN: 1886-2519. El zapato.
Revista Virtual de Cultura Iberoamericana, New York. ISSN 1540-286X. Lacerta Monticola y La acera (2008).

 

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📸 Ilustración relato: Fotografía por María Byanca Stegaru ©
(Ver muestra de fotos de esta autora, en Almiar).

 

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