relato por
Álvaro Salazar
E
l aire tenía la viscosidad de los aceites pesados y los muebles, las puertas, las paredes y el suelo y el techo, y también los cristales de las ventanas, poseían la densidad de los meteoritos. Y el tiempo se topaba con las cosas y se atascaba en el aire y uno podía encontrarse con él en cualquier esquina, empantanado en las habitaciones, en los pasillos, en el recibidor, en la sala de estar, en la cocina, te lo podías imaginar inmóvil tras las puertas siempre cerradas del comedor, tedioso como solo él puede llegar a serlo. Así era. Y el tiempo, detenido y quieto, se abismaba y se abismaba hacia su interior en espirales que se iban abriendo y cerrando como si buscara un punto de fuga que pudiera sacarlo a escena de nuevo para ponerse manos a la obra, y ser viento y vela y mar y barco, mundo y movimiento del mundo nuevamente. Pero cada momento se alargaba y se alargaba en instantes, y cada instante tenía la duración de una larga despedida, hasta que por fin partía y otro instante llegaba y ocupaba su lugar y, después de una nueva y larga despedida, partía igualmente, así hasta que el momento transcurría del todo, al completo. Y después de cada momento, se presentaba otro y otro y otro más. La mañana se sucedía en momentos eternos. Hasta que llegara el instante definitivo que lo pusiera todo patas arriba.
Y por fin llegó. Tu nuera irrumpió en la sala y sus palabras fueron un huracán que puso todo cuanto encontró a su paso patas arriba: vamos, te dijo, tenemos que darnos prisa; en cualquier momento Aitor nos tocará el timbre de la calle y ya sabe que a su hijo le pone nervioso la idea de que su coche pueda obstaculizar el tráfico. Aunque apenas parpadeaste, fijos los ojos en algún punto de la pared, oculto —el punto, tu mirada— por entre las líneas del dibujo del papel, por entre las manchas del paso del tiempo en el papel, la cabeza ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo, las palabras de tu nuera, el huracán de sus palabras, su furia, había originado un tsunami formidable que barría todos los obstáculos, cegaba todas las madrigueras y renovaba el aire hasta dejarlo límpido y liviano como una de esas suaves brisas que recorren la campiña toscana por las primaveras. Y, el tiempo pudo, entonces, ponerse manos a la obra y todo comenzó a suceder. Te levantaste ayudado por tu nuera y, con su ayuda, te dirigiste al baño, te lavaste, te pusiste una muda nueva y te vestiste para salir a la calle. Luego volviste a tu sillón y esperaste a que tu hijo tocara el timbre, pero la espera era, entonces, una de tantas.
Pues el tiempo se puso manos a la obra con verdadera gana, como si tuviera hambre atrasada, y todo comenzó a suceder a velocidades de vértigo. El timbre de la calle que suena, el ascensor que acude con diligencia bien engrasada, su posterior descenso, la puerta del coche que se abre y tu cuerpo que responde como buenamente puede a los esfuerzos que le pides para poder ocupar el lugar que te corresponde, junto a tu hijo, el conductor —tu nuera se sentará en los asientos de atrás—, y el coche que se pone en marcha calle abajo, sale a la plaza, toma a la derecha, llega a la rotonda, coge la autopista, os lleva, tras un cuarto de hora escaso, al centro de la ciudad, y luego, vuestra llegada a la consulta del doctor siete minutos antes de la hora —a las doce y veintitrés minutos, exactamente—, y la consabida espera en la sala que tal nombre merece y tiene —treinta y dos minutos, segundo arriba, segundo abajo, de esa espera—, y ya, por fin, os hacen pasar ante el doctor que, en cuanto os ve entrar, abandona su escritorio y se dirige a vuestro encuentro sonriendo, sus dos ojos puestos en ti —qué bien le veo, te dice, francamente, le encuentro estupendo—, y las preguntas del médico, y las correspondientes respuestas —casi todas por parte de tu hijo; tú apenas pronunciarás algún que otro monosílabo, «sí», «no», «depende», «a veces»—, y el reconocimiento posterior, y la y la recapitulación consiguiente —estupendo, le encuentro a usted estupendo— y ya, por fin, las últimas recomendaciones— tome las medicinas, cuídese, obedezca a su hijo —y el apretón de manos. La despedida final.
Y ahora has salido a la calle y, flanqueado por tu hijo y por tu nuera, caminas a pasos cortos, el aire frío en tu rostro, ajeno a los ruidos de la ciudad, las voces de la gente, los coches, los artefactos parpadeantes, te llegan lejanos, desde las antípodas del mundo. Demoras el paso cuanto puedes, pues quieres ser feliz el mayor tiempo posible, acumular felicidad como quien apila leña para el largo invierno que se avecina, retenerla, y dices: Aitor, hijo, ¿cuándo ha dicho el médico que tenemos que volver? Como siempre, padre, dentro de un mes. Y aspiras hondo la felicidad que encierran esas palabras, «dentro de un mes», y atesoras su promesa en lo más hondo. Y, aunque no eres, deseas que hoy, ahora, este mismo instante, no sea nunca ayer, que mañana sea nunca, que pueda demorarse, hasta el infinito, el comienzo de ese largo invierno de treinta días que se avecina, quizás, ¿y quién puede saberlo?, el último de tus inviernos.
Álvaro Salazar Agustino (Balmaseda, 1959). Es economista y trabaja como consultor en estrategia y gestión de organizaciones. Además de su trabajo, dedica el tiempo a su familia, a la montaña, a la lectura y, desde hace unos años, a la escritura. Ha publicado dos novelas: Si viéramos con los ojos y Nadie. Nunca, Nada y, desde hace un tiempo, viene escribiendo una serie de narraciones a la cual pertenece Mes de vida.
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 63 / marzo-abril de 2012 – MARGEN CERO™
Comentarios recientes