relato por
Antonio Castro Balbuena
T
us pasos resuenan sobre los adoquines húmedos por el agua estancada.
No eres la única. A tu alrededor hay otros, sombras como tú que, en mitad de la noche, ignoran la luz que ilumina sus pies y el fuerte hedor que procede de los canales. Nada más salir del callejón respiras el denso aire de la plaza, cargado de olor a pescado, a carne en salazón, a regaliz, a humedad, a cardamomo, a cedro, a manzanilla, a orines, a sexo y a sudor.
Más adelante, tumbado sobre unas cajas abandonadas del mercado diurno, aguarda el individuo de vestiduras blancas. Lo has visto antes. Tiene el rostro tan hinchado como la nariz, que no es más que un bulto redondo y rojo. Pese a que el aliento le apesta a alcohol, respondes cortésmente a su saludo. El tipo asiente, muestra unos dientes amarillentos. No muy lejos de él hay otro viandante, de movimientos ágiles y lujosos ropajes, que te rodea, te adula y te besa las manos con un tintineo de su gorro plagado de cascabeles. Ahogas una risita y arrugas la nariz ante el hedor que oculta su fuerte perfume de sándalo. Inclinas la cabeza. Te despides antes de seguir tu camino fuera de la plaza.
La ciudad es grande y en ella viven otros como tú.
Al torcer la esquina contemplas a la mujer de pechos grandes, muslos fuertes y cabellera de fuego que baila y agita su vestido de volantes ante una muchedumbre de varones que chillan y gritan, enfebrecidos. Te detienes un momento y observas cada uno de los movimientos de la dama: calibras la velocidad exacta a la que levanta la pierna, el cuidado con que mueve las muñecas y la picardía con que zarandea los párpados (para dicha y desdicha de cuantos contemplan aquel espectáculo). Ella te sonríe, pero no es una sonrisa cualquiera: es el inconfundible gesto de quien sabe más de lo que debería saber. En su cara, delicadamente maquillada para la ocasión, destacan dos puntos de peltre que vibran y brillan tras la sombra oscura del antifaz. Apartas la mirada y vuelves a andar.
Más adelante encuentras al hombre de la honda, apoyado junto al gran puente. Pese a su mirada sagaz, su barba perfecta y su altura envidiable, le ignoras. No le miras; no hay nada en él que desees. El tipo trata de asustarte, de hacerte reír o de quitarte la vida (¡quién sabe!) pero tú, prevenida —siempre lo estás—, emites una risita decorosa y pasas de largo. No caes en su red.
Al otro lado del canal te topas con la mujer sin labios, que te examina de arriba abajo. Ante la envidia que rezuman sus ojos decides erguirte, orgullosa de cuanto ella ve en ti: tu figura esbelta, tu cabello recién aceitado y cepillado, tu vestido sedoso —pero no más que tu propia piel—, tu aroma a lavanda. Sonríes. Te sabes bella.
Tus pasos te llevan a un lugar extraño, uno que nunca has visitado. En esta zona de la ciudad, las sombras son más largas y los charcos más profundos. Aquí no llegan los ecos de la juerga ni el rumor de las canciones; aquí el único perfume que distingues es el de los excrementos. Hay bultos en el suelo; personas como tú, tal vez. No te detienes, no miras sus rostros, no indagas acerca del motivo por el que están allí. Pero hay otros, seres agazapados que miran y respiran como tú, cubiertos por negros y pesados abrigos, mientras atienden a quienes no quieres ver.
Te recoges el bajo del oneroso vestido, aceleras el paso. Tu sonrisa se descompone cuando el agua hedionda penetra en tus zapatos de tacón; tu cuerpo se envara al notar la mirada de aquellos individuos sobre tu cuerpo. Sus ojos escudriñan a tu alrededor, ansían encontrarte desde aquellos rostros de larga nariz aguileña, anteojos y manchas oscuras. Uno de ellos hace amago de levantarse y tú echas a correr. El tacón de uno de tus zapatos se rompe. Tropiezas. Caes. El esmalte carmesí de tus uñas se agrieta y se oscurece con la mugre de los adoquines. Pero no pides auxilio; no sería propio de ti. Así que te levantas y echas a andar, descalza. Pronto aquellos seres quedan atrás. Ya no los ves. No te persiguen. Respiras tranquila.
La prisa y la urgencia te han llevado a una calle sin salida. Las paredes te oprimen; aquí, por vez primera, estás sola. Pero sabes que no es así; sabes que al final de la calle hay alguien más. Una imagen, un reflejo. ¿Has estado aquí antes? Tres tímidos pasos te llevan ante el espejo. Te miras. Ves tus ojos pequeños, tus pómulos redondeados y pálidos, esculpidos por el mejor de los artesanos. Unos labios finos, cerrados y tintados de rosa forman una mueca inmóvil, graciosa y coqueta. Sonríes, aunque el gesto de tu rostro no cambia en absoluto.
Una fisura recorre el espejo y, al observarla, tu mirada se topa con el borde de tu propio rostro, bajo tus ojos. Frunces el ceño, aunque el reflejo permanece inmutable. Alzas una mano, te rozas una mejilla sin sentir nada. Suspiras, porque ¿cuánto hace que no tocas tu propia cara? Sí, esa que, en tu interior, sabes que aún posees. Recuerda: ese rostro imperfecto y maculado, de nariz pequeña y puntiaguda, de labios caprichosos que ocultan unos dientes irregulares. Todavía está en tu memoria. ¿Cómo vas a olvidarlo, si es tu rostro, tu rostro de verdad? No es bello, te dices. Esas cicatrices, esas marcas que la vida ha dejado en él, te recuerdan cuanto has deseado olvidar.
Por eso no quieres verlo. Por eso no quieres recordar.
Uno de tus pies trata de amotinarse, de dar media vuelta; pugna por volver a la ciudad, a los bailes, a las risas, al carnaval. Pero el otro pie permanece, testarudo, sensato. Más arriba tus ojos se clavan en aquella grieta que afea el espejo. Allí donde la fisura acaba hay unos símbolos que llaman tu atención. Alargas un brazo tembloroso, rozas las letras, lees con temor: No hay alivio más grande que comenzar a ser lo que se es [1].
¿Te atreverás a quitarte la máscara?
[1] Alejandro Jodorowsky.
Antonio Castro Balbuena (1992). Es graduado en Filología Hispánica y corrector ortotipográfico y de estilo en la revista Relatos Increíbles. Ha publicado distintos ensayos sobre el hipertexto (El videojuego como nuevo producto narrativo, Tonos Digital, 2015) o la literatura fantástica (De hobbits, tronos de hierro y vikingos: desarrollo narrativo y cronológico de la fantasía épica, Tonos Digital, 2016). También es autor de relatos de fantasía (La princesa cautiva, Relatos Increíbles, 2016) y de ciencia ficción (La cruzada de Gabriel, Narrativas, 2016).
✉ Contactar con el autor: antoniocastro264 [at] gmail[dot]com
Ilustración relato: fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 93 / julio-agosto de 2017 – MARGEN CERO™
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