relato por
María José Martí
A
mi madre era imposible decirle que no, aunque odiaras tener que ir a la paquetería «Dos hermanas» a comprar hilo blanco del n.º 2, o a la droguería de Alfonso, a pedirle al bizco —por favor—, una botella de lejía «Los tres ramos»; con lo que fastidiaba la caminata después de la escuela —lechera de latón colgando de la mano y el sol de cara— hasta la vaquería de Milagritos, a pedirle a la buena moza dos litros de leche.
Doña Juana era «La Santa Inquisición». Si la obedecía, me dejaba callejear con mis amigos; si no, me esperaba una tunda de alpargata cuya escenificación es la siguiente: ella, vestida en bata de flores, sacudiendo mis nalgas a velocidad supersónica. Yo, con el culo dolorido corriendo a meterme bajo la mesa; ella, viniendo hacia mí —escoba de palma en ristre—, yo gritando: ella más…, y con tan mala leche que me haría cambiar de opinión al segundo escobazo.
De tres, me tocó ser el mediano, y ya se sabe que el de en medio es el más difícil de encajar. Felipe era demasiado mayor para seguir haciendo de recadero, y Toño, con cuatro años, no podía formar frases inteligibles, así que ahí estaba yo, Nando, para llevarme los tirones de oreja, las bofetadas y los alpargatazos de la Santa Inquisición, o sea «mami».
Vivíamos en lo alto del pueblo, casi a las afueras. Arriba era todo campo, montañita, tierra y cementerio. Algunas tardes íbamos a jugar a La Cara de Dios que misteriosamente cambiaba de expresión de un día para otro. Mi amigo Abel —el geólogo—, decía que el suelo de la montaña era de naturaleza calcárea por la fosilización de conchas de bichos marinos. Según él, las rocas que pisábamos fueron el lecho de un antiguo mar, y tal vez —alegaba el tonto de Pepón— fuese el mismo mar por el que Jesús caminó sobre las aguas y por eso quedó su rostro divino grabado en la losa.
A mí me interesaban más las cosas vivas, y aunque el misterio de La Cara de Dios me intrigaba, no podía estarme quieto ni un minuto. Buscaba entre los arbustos buenas maderas con las que fabricar cabañas, laboratorios, espadas, lanzas, arcos, flechas. Si lo hacía, los demás me seguían… Cada día una invención, un juego, una batalla… Unas cintas de aluminio servían para hacer gimnasia artística. Una vara flexible, para saltar pértiga. Unas cañas, para una cometa. Una hoja de periódico para un sombrero. Una barra de cortina para una espada. Dos barras, para dos espadas.
¡Buen lugar era el solar de los escombros! Encontré un palo con forma de T que me dio la idea de jugar al golf. Con él practiqué mis primeros swings golpeando piedras, enviándolas muy lejos… hasta que el palo se rompió. Otro día encontré unas tazas de café y propuse que las lanzáramos al aire: ¿quién las haría subir más alto?
Aureliano lanzó una taza que le cayó en la frente, abriéndole un cráter que necesitó varios puntos de sutura. Su madre siempre me echó la culpa de aquello. En realidad, de todo. ¿Qué culpa tenía yo de la torpeza de su hijo?, si él me seguía como un perrito faldero, incluso aquel verano, cuando nos dio por saltar la valla del Seminario para bañarnos desnudos en las pútridas aguas de la balsa de riego, hasta que los santos varones con toda su mala fe, nos echaron a los perros que le mordieron en el trasero y le quitaron un trocito de la nalga. Pobre Aureliano. Su madre le prohibió salir conmigo «para siempre» y ahí se acabó nuestra amistad.
El mejor reproche que la gente encontraba para mí, «te pareces a tu abuelo», se me antojaba en realidad un halago, pues yo adoraba a aquel anciano alto, recio, estoico y de mirada inquisitiva. El viejo cascarrabias fue el causante de que yo adquiriera aquella afición por las sardinas. Me llevaba los sábados al mercado. Lo recuerdo como un ritual: mi abuelo y yo, sentados en una esquina de la escalinata de la Plaza Mayor, almorzábamos mientras cientos de personas subían y bajaban las escaleras: un bocado de pan, otro de sardina cruda.
Un día no pude acabarme mi sardina:
«No te preocupes, hijo, si no puedes más, la envolveremos en este papel y le dirás a mamá que te la guarde» —me dijo.
Precisamente, aquella noche, de madrugada, mi padre me despertó para decirme con la voz quebrada por la tristeza:
—El abuelo ha muerto esta noche.
Sentí una pena enorme. No volvería a ver a mi abuelo, ni a degustar con él aquellos almuerzos, sentados en la escalera de la plaza del pueblo donde tanto nos divertíamos y, como no tenía ninguna pertenencia suya, me guardé aquella sardina en salazón, hasta que mi madre la descubrió, alertada por el fétido aroma del armario.
María José Martí López. Imaginar y contar le hace feliz. Es una manía persecutoria: le gusta escribir. No lo heredó. No es contagioso. Sólo escribe por escribir. Debe estar enferma, o idiota, o las dos cosas. A veces tiene la impresión de ser un libro que se perdió en un viaje. Debería volver a sus raíces, pero se rompieron. Debería integrarse en los esquemas. Pero no le da la gana. Hay personas a las que les gusta cómo escribe, así que no piensa defraudarlas mientras le quede un ápice de locura racional y un papel donde hacer garabatos con palabras mágicas.
Otros detalles, publicaciones, algunos premios, consultar en su blog Con el cuento en los talones (https//conelcuentoenlostalones.blogspot.com).
(El relato aquí publicado participa en un libro llamado El tiempo y la vida, del colectivo «Valencia escribe»).
👁🗨 Leer más relatos de esta autora (en Almiar):
Hilos de seda, El mundo al revés y Héroes modernos
📷 Ilustración relato: Fotografía por KristopherK / Pixabay [CCO dominio público]
Revista Almiar – n.º 89 / noviembre-diciembre de 2016 – MARGEN CERO™
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