relato por
María Briceño Armas

 

U

n lunes la caraja apareció sentada frente a mi cubículo, ante otro cajón vertical igual al mío, de fibra aglomerada, forrado con remedos de madera, en el que apenas caben las rodillas, un monitor, el teclado, y sobre este diez dedos como condenados a galeras.

Yo comencé a atisbar desde mi lado su melenita castaña salpicada de mechas doradas tapándole los anteojos, y a compartir con ella a través del mismo pasillo las réplicas fragantes del arroz chino o el pollo horneado de los almuerzos.

Ni por equivocación ella levantaba la mirada más allá de la pantalla o del lote de expedientes que ojeaba sobre las piernas. Mucho menos la extendía hasta donde me encontraba.

Vecinos de oficina.

Algún rollo debía atormentarla para entregarse a una concentración tan exagerada, tan por encima de cualquier funcionario público de este planeta que no tuviera el jefe al lado. Y no era ese el caso: por aquí el jefe, perdón, la jefa de Recursos Humanos sólo pasaba cada viernes a firmar la correspondencia y, de vez en cuando, a entrevistar personalmente, para quedar bien con los de arriba, a algún postulante que estos le enviaran.

A mi vecina le tocaba todo lo que se refería al cálculo de incrementos salariales por clasificaciones y ascensos de los empleados, cuestión que estos nunca iban a ver en sus billeteras, pero que había que tenerla al día, bien ajustadita, no ocurriera que un año, sobre todo electoral, finalmente, sí.

Esta tarea era una de las pesadeces más áridas y sin sentido en toda la administración pública, y siempre se le iba delegando al último que arribara por ahí.

Al nuevo.

Yo por mi parte estaba encargado de todo lo relacionado con la formación y mejoramiento del personal. Debía estar inventando continuamente un listado de cursos de relativa utilidad, para que no se le ocurriera a ninguno la idea nefasta de que la existencia de mi cargo no se justificaba.

Me había buscado toda una cartera de entrenamiento laboral. Desde manejo de novedades informáticas, hasta los de crecimiento personal, que en todas partes eran un fracaso, así la gente obtuviese las máximas calificaciones en materias como Autoestima o Dinámicas de grupo. Pero yo había estudiado Administración de Recursos Humanos y tenía que ingeniármelas para continuar cobrando los quince y último de cada mes.

Visto así, algo en común teníamos; sin embargo ella parecía no verlo: no le preocupaba dar los buenos días, ni siquiera levantar la vista aunque fuese un segundo por encima del tabique al acomodarse la falda o los anteojos.

Mis relaciones con el resto de las mujeres del departamento estaban agotadas hacía tiempo. Y no me refiero a que ya me las había cogido a todas, cosa hoy muy común en los lugares de trabajo, con esta vida tan despersonalizada que lleva la gente: el tren para los valles del Tuy, el Metro desde Caracas hasta Los Teques, la cola de las autopistas, la inseguridad… Se entiende que una dosis de algo caliente relaja antes de retornar a casa.

No era eso.

Tampoco era que no me pudiera coger a ninguna. No iban los tiros en esa dirección.

Lo que ocurría es que, finalmente, tenía mi vida organizada, como dicen los de la hermana República. Vivía solo. Y no quería más líos con eso de estarme anotando en la nómina…

Estaba más que cómodo. Habitaba el apartamento que me dejaron mis padres en San Bernardino. Por ahí de vez en cuando pasaban mis hermanos; los panas con los que iba a las series del béisbol o con los que subía un domingo al Ávila, y una amiga con algunos derechos, pero sin compromisos.

Obvio que para el corpus femenino de la empresa me había convertido en un bichus rarus.

Igual marcaje de millas se me anunciaba con la recién llegada. Yo continuaría atisbándola un poco más, hasta convencerme de que tampoco sería apetecible para, siquiera, conversar un poco y sobrellevar esas siete horas de trabajo improductivo.

Un lunes no apareció. Nadie prestó atención a su ausencia.

A los ocho días se acomodó en su silla al tiempo que, sorpresivamente, me dio un instante de su sonrisa. A la hora del almuerzo, en el aire flotaba compartir. Y de allí a apagar el monitor, salir juntos, despedirnos en la puerta, más adelante en la parada de los taxis, y luego ampliarnos las referencias que cada uno tenía del otro, no pasó mucho.

Nos contamos cosas de nuestras vidas.

Ella acababa de terminar con un tipo al que sorprendió, cuando se regresó por sus anteojos de sol, con la puta esa del 2E y en mi propia casaen mi propia cama. Les cayó a golpes allí mismo.

No me lo imaginé viéndola tan femenina. Pero todo es posible.

O lo contaría como consuelo.

El shock le duró la semana que no vino a trabajar. Tenía cuatro años con él y ya no quiero saber de hom-bres.

Esta historia y otras mías bastante íntimas y rudas, nos enfrió el acercarnos como hombre y mujer, pero nos hizo amigos en la solidaridad del día a día, que a veces obliga hasta a pactar vainas bien serias.

Un día me dijo que había ido al médico y que se le iba el tiempo para un hijo.

Había decidido tenerlo, pero como no quería tener pareja, en directo me propuso ser el padre.

No es fácil recibir ese golpe con naturalidad, por más macho superado que uno se crea.

Me dijo que sin ninguna atadura. Que el hijo sería de ella.

Me duró unos días asimilarlo.

Después me lo tomé bien ligth. ¿Por qué no, me dije?

Pasamos unos meses de lo mejor, dedicados a concebir a Gabriela.

Ahora, nada: ellas en Santa Mónica. Yo, en San Bernardino.

 

imagen relato María Isabel Briceño Armas

 

María Isabel Briceño Armas. Caracas, Venezuela.
Comunicadora Social egresada de la UCV. Posgrado en Psicología.
Amante eterna y compulsiva (de la lectura).
Escribe y reescribe cuentos.

TW: (Contactar con la autora)  @isacuento

 

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Bellezza87 / Pixabay [CCO dominio público]

 

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