relato por
Jacinta Teijeiro
A
las siete y media de la mañana mi hija aún duerme, entonces en puntillas entro a la pieza y le doy un beso de despedida en la frente, salgo sigilosamente cerrando la puerta tras de mí, esa puta puerta que todavía rechina, hay que ponerle aceite. Me despido de mi abuela y salgo a la mañana puertomontina, llena de humo, llena de pajaritos cantando y con las luces de los postes aún encendidos. Recorro algunas calles buscando un colectivo, como se demoran en pasar prendo un cigarrillo, de esos baratitos de cien pesos que venden en el negocio de la esquina.
«Hago el primer multiplex y caigo al suelo», y era, y fue. ¿No es que los ataques dan siempre por la mañana? Es un pensamiento recurrente cada vez que fumo temprano. Mi abuela conoce el caso del hijo de una amiga suya que le dio un ataque cuando tenía 10 años e iba de camino a su escuela, entonces puede ser completamente factible para mí, pero hoy no, necesito la plata.
Tres debajo de la pierna, cascada y me como una pelota, una, dos, tres, cuatro veces, cascada, una arriba, pirouette, truco de fútbol, una, dos, tre…
—¿Mall costanera?
—Sí, muchas gracias.
Ya está, me bajo del colectivo, prendo el otro cigarro, y me pongo a caminar al semáforo. Del paradero hasta mi esquina deben ser unos doscientos metros que recorro a paso lento para consumir el tabaquito recién prendido, y de paso saludar a los guardias con cara de culo medio dormidos que reclaman que el compañero siempre llega tarde al relevo, y a todos los tíos de la contru que también van llegando a la pega. El viento en la costanera siempre es gélido a esa hora de la mañana, así que boto la cola al suelo, amarro mi mochila al poste, guardo mi chaqueta, me coloco el sombrero y nariz de payaso y me pongo a calentar. Cuando logro hacer la rutina cinco veces seguidas, sin que se me caiga una sola vez, parto. A pesar del calentamiento previo, siempre el primer semáforo resulta horrible, pero de ahí en adelante empieza a mejorar, y las monedas empiezan a caer, aunque a decir verdad, como ya me conocen en la esquina hay gente que no despega la vista del celular, que va discutiendo con el copiloto o que le está sacando fotos al nuevo crucero que hay en la bahía, y me da las redondelas rastrojas que encuentra en su auto, casi por inercia, casi automático. Para mí está bien. Hay una pareja de chinitos, aunque también pueden ser coreanos o japoneses (no he aprendido a diferenciarlos, como ellos tampoco nos diferencian de los peruanos y bolivianos de seguro) que siempre me dan, pero ellos me miran, me miran en serio, de principio a fin y una vez dijeron algo así como: «Por la costalncia» que me imagino que fue, por la constancia de ir a joderme de frío todos los días.
Lo bueno es que va avanzando la mañana y empieza el calorcito, y con la mañana además van llegando los colegas, sean de la zona o no vienen a compartir el faro, y trabajamos juntos, lo que me hace terminar más tarde pero qué diantres. Me cuentan de sus viajes, me muestran trucos nuevos: «Mira lo que saqué», «¿puedes hacer esto?»; y les oigo con cara de complacencia, añorando los viajes y aventuras que ya no tuve, hace tiempo que no salgo a donde quisiera, de hecho creo que nunca lo he hecho, no soy el común de los malabaristas, es que quizás no lo sea, aparte del bendito cigarrito, tengo una intolerancia extrema al alcohol, soy inmune a la marihuana y por muy amante de los Beatles que sea, me da miedo probar trip. Creo que una buena definición para esta clase de tiradores de cosas al aire, sería como me dijo ese niñito en la plaza de Vicuña:
—¡Mamá, mamá! ¡Mira, un mar a la vista!
Eso es, ni malabarista, ni malabarebrio, mar a la vista. Llámesele a todo aquel que use los malabares como oficio para sustentar el hogar y no como mero hobby, aprovechando las luces rojas de los semáforos. ¡Ah! Y que pueda sonreír al mismo tiempo, eso es importante… dicen.
Una vez llegada a la cuota, cambio las ganancias en la farmacia, siempre y cuando esté el Miguel o el Hugo, pero Hugo está de vacaciones, así que ojalá que esté el otro porque las farmacéuticas nunca me cambian, les da flojera contar. Listo el trámite, paso al Cyber café, donde nunca venden café, a consultar Internet y recibir noticias de Argentina, falta cada vez menos para la llegada del primogénito querido, pronto estaremos juntos él, su hermana y yo, que al fin y al cabo es lo único que importa, por quienes trabajo, y por quienes aún sueño, el resto se puede ir al carajo. Una vez cerrada la sesión, vuelvo a casa.
Este es un día de un mar a la vista, somos varios que vivimos igual, fortaleciendo el cuerpo con el ejercicio, la mente con los trucos, el corazón con las sonrisas, el bolsillo con las monedas, el esfuerzo con los nuestros y el espíritu con el arte.
Jacinta Teijeiro. Además de realizar labores literarias, es una actriz, clown, malabarista y artesana del sur de Chile. Empezó su carrera artística a los 10 años, y desde entonces ha pasado por varias compañías y agrupaciones teatrales en Chile, y el último tiempo tomando talleres en Buenos Aires, Argentina. Actualmente forma parte de una compañía de circo teatro y realiza actuaciones unipersonales de stand up comedy utilizando sus propios textos.
📩 Contactar con la autora: payasosconropadecalle1 [at] gmail [dot] com
🖼 Ilustración relato: Mazas de malabares, By Saraqm48 (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 81 | julio-agosto de 2015 – MARGEN CERO™
Simplemente genial !!!