relato por
Manuel Murillo de las Heras
L
a noche es fría. De no ser por el aguanieve que golpea los ventanales, la cafetería estaría en absoluto silencio: ya no hay clientes y la música que había programada en el reproductor ya ha terminado. Es hora de cerrar.
La puerta se abre de pronto y un hombre entra por ella. Va empapado, pues no lleva paraguas ni capucha. Una vez cerrada la puerta, dedica medio minuto a restregar el calzado en el felpudo y se sienta en una mesa junto a la ventana.
—La cafetería está a punto de cerrar —le digo.
—Mi mente también —dice él—. La diferencia es que la cafetería volverá a abrir mañana. Mi mente… ¿Quién puede saberlo?
Tras un suspiro, me acerco despacio y le pregunto qué desea tomar.
—Un vaso de agua —me dice.
—Con este tiempo ¿No prefiere un café caliente?
—Lo prefiero. Pero no tengo dinero para pagarlo.
Asiento en silencio y le traigo el vaso de agua. Él se queda mirándolo. Como estamos solos y no hay música, decido sentarme frente a él.
—¿A qué se dedica? —inquiero.
—Eso depende. Si me pregunta a mí, le diré que soy poeta. Si le pregunta a cualquier otro, le dirá que sólo soy un vago. Pero la respuesta a su pregunta dependerá de su criterio, pues es el que le otorgará la credibilidad a una u otra explicación.
—Mi trabajo es servir café a las personas, no juzgarlas. Y aún menos si no conozco sus historias.
—¿Acaso quiere oír la mía? —pregunta, levantando la vista del vaso.
—No encuentro inconveniente.
—Le advierto que es una historia sin final; después de todo aún sigo aquí.
—En ese caso, supuesto va a comenzar a relatar su historia, el final será el comienzo.
* * *
El primer amor del poeta fueron unos versos que ya había olvidado. Es una locura pensar que pueda persistir el amor sin conservar el recuerdo de lo amado, pero esa es la clave de la poesía: Extraer la esencia de las cosas, aquello que nos provoque un sentimiento que trascienda al tiempo y a la propia evanescencia de lo que nos hizo sentir. Y ¿qué es la poesía sino locura?
* * *
—Pero la poesía está muerta —dice el poeta— y aquél que la busque está destinado a perderse.
—¿Por qué dices eso?
* * *
—Quiero ser poeta —le dijo el poeta a su profesor de literatura.
—Me temo que hoy en día ya no se puede vivir de las palabras —respondió el profesor.
—¿Por qué no?
—Porque en esta sociedad lo que impera es el consumismo. Las personas únicamente se preocupan de aquello que les sea útil para poder vivir mejor, ganar más dinero, tener más posesiones… La poesía no es útil, y lo que no es útil carece de valor.
El poeta comenzó a manifestar abiertamente su disgusto al profesor, pero éste le cortó:
—¿Por qué te molestas tanto? Al fin y al cabo la sociedad la construimos entre todos. La belleza impregna nuestros corazones para siempre, pero lo material se rompe, desaparece y se olvida. Y pese a ello, la belleza ha muerto y si no me crees te engañas a ti mismo. Si te doy a elegir, ¿prefieres un poemario que te haga sentir que no estás solo en la vida, o prefieres un Ferrari?
—Prefiero el poemario —dijo el poeta.
El profesor soltó una carcajada. Después, le puso la mano en el hombro al poeta y exclamó:
—¡Eres de lo que no hay! Y precisamente por eso nunca podrás vivir de las palabras.
* * *
—¿Tú qué escogerías? —me pregunta el poeta, mirándome fijamente. Me debato entre la sinceridad y la complacencia y finalmente opto por lo primero.
—Un Ferrari —le digo.
El poeta baja la vista al vaso, cierra los ojos, asiente.
Después, continúa su historia.
* * *
El segundo amor del poeta fue una mujer. Se conocieron en la universidad y al terminar la carrera se fueron a vivir juntos. Todas las mañanas él le decía que la amaba y, tras ello, unía la acción a la palabra. Después se sentaba en una mesa con un folio y un lápiz por toda compañía y, en silencio, vestía de versos la imaginación.
—Tal vez no seas lo suficientemente bueno. Podrías apuntarte a algún curso —decía la mujer a veces, cuando regresaba del trabajo y contemplaba los folios arrugados por el suelo.
—No se puede ser lo suficientemente bueno. En esta sociedad ya no existen los términos absolutos —decía el poeta en aquellas ocasiones—. El consumismo nos inculca que nunca estemos contentos con lo que tenemos. Siempre podríamos tener más; siempre podríamos ser mejores en lo que hacemos; siempre podríamos ser más felices de lo que somos. No importa cuánto tengas, siempre quedará en tu interior un rescoldo de insatisfacción. Y cuando no quede nadie más contra quien competir, acabas compitiendo contra ti mismo.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Que ese pensamiento implica que el proceso de superación acaba tendiendo a infinito. Y, en ese caso, el mero intento de mejorar resulta carente de sentido.
—¿Qué puedes hacer, entonces?
—No lo sé.
* * *
—Debido a mi derrotismo ella me dejó un día —dice el poeta— y no nos hemos vuelto a ver.
—Y aunque haya desaparecido de tu vida —le digo—, ¿aún la recuerdas, o sólo recuerdas el amor que sentiste por ella?
—Recuerdo ambas cosas —susurra—. Por más que lo intento, soy incapaz de separarlas.
* * *
El poeta nunca más volvió a estar con una mujer. Desde aquel momento se dedicó únicamente a escribir. Cuando tuvo unos cuantos centenares de poemas, pensó que había llegado el momento de lanzarse a las editoriales. Todas ellas le dieron con la puerta en las narices.
* * *
—Antes las editoriales te pagaban a cambio de publicar tus obras —me asegura el poeta—, pero ahora tú les tienes que pagar si quieres que te las publiquen.
—¿No hay editoriales que confíen en el artista?
—Las hay, pero en la mayoría de los casos sólo lo hacen si el artista ya es famoso y ya tiene un público asegurado. Pero para comenzar necesitas dinero, y yo había pasado mi vida confiando en que para conseguir dinero sólo necesitaba comenzar.
—Entiendo —le digo al poeta. Al contemplarlo en aquella mesa, inclinado con la mirada perdida sobre un insulso vaso de agua y contándole la historia de su vida a un completo desconocido, comprendo que estoy ante la imagen de la derrota personificada.
—Recuerdo que, cuando estaba en el instituto —comienza de nuevo el poeta, tras una larga pausa—, en clase de literatura estudiábamos a los escritores de distintas generaciones. Lo hacíamos analizando sus textos y extrayendo sus inquietudes, atendiendo a cómo reflejaban en ellas las cuitas y el contexto de su tiempo. Y, me pregunto, ¿qué estudiarán dentro de cien o doscientos años los críos cuando estudien la literatura de nuestro tiempo? ¿Qué inquietudes van a analizar? Sólo publica quien tiene dinero; los que de verdad tienen inquietudes que reflejar, no tienen voz.
Consciente de que no lo voy a animar demasiado, le digo lo que realmente pienso:
—Puede que, dentro de cien o doscientos años, a los críos ya ni siquiera se les enseñe literatura.
El poeta se queda pensativo, con los brazos cruzados. Casi puedo ver sus pensamientos en el reflejo de sus pupilas sobre la inmóvil superficie del agua que tenía frente a él.
—Sí —dice al fin—, es bastante probable que así sea.
* * *
El poeta vagó por el mundo, hasta sentir que se había convertido en un mero extra de la película de su propia vida. Le había tocado nacer en un mundo en el que ya no había sitio para la poesía. En ningún momento nadie le dijo abiertamente que sobraba, y hasta era posible que nadie lo pensase de tal manera. Pero él, simplemente, lo sabía.
Dado que no tenía dinero, durante un tiempo vagabundeó intentando intercambiar sus poesías por comida, bebida y pases de autobús.
—¿Para qué quiero yo una poesía? —solían preguntarle.
—Porque el dinero en sí mismo no tiene valor. No se come, no se bebe, no aporta nada a tu vida. Si yo te diera dinero, con ese dinero podrías ir a una librería y comprar un poemario. Yo te estoy ofreciendo ahorrarte ese paso, ofreciéndote algo que, a diferencia del dinero, ya posee un valor intrínseco —solía responder el poeta.
Pero sus palabras jamás surtieron efecto. Quizá su profesor había tenido razón y fuera cierto que las palabras ya no tenían ningún valor. Y, en esta sociedad, lo que no tiene valor está muerto.
* * *
—Y así es como he acabado aquí —me dice el poeta.
—Voy a calentarte un café —le digo, mientras me levanto.
—Te repito que no tengo dinero.
—A mí puedes pagarme con un poema —el poeta me mira sorprendido. Una sombra de felicidad recorre su rostro, y una expresión torpe y forzada me indica que hacía mucho tiempo que esto no ocurría. Tal vez hubiera olvidado cómo sonreír—. ¿Por qué no lo escribes mientras te preparo la taza?
Desde la barra, observo cómo el poeta saca una libreta, se apoya en el respaldo de la silla y se queda observando cómo el aguanieve sigue golpeando el cristal de la ventana. Así transcurre un largo rato. Súbitamente, el poeta se inclina sobre la libreta y comienza a escribir con frenesí.
Caliento el café más de lo normal, para darle tiempo a que desarrolle el texto. Finalmente suelta el bolígrafo y se queda observando la libreta, con los brazos caídos. Tras esperar un tiempo prudencial, cojo la taza de café y me acerco a la mesa con ella.
—No se me ocurre cómo acabar la última rima —me dice, en tono de decepción—, así que no tiene final.
—Al igual que tu historia.
Me tiende la libreta. La poesía está escrita con una letra difícil de leer, producto de cuando nuestra mente se mueve mucho más deprisa que nuestras manos.
Mientras él se toma el café, la leo con detenimiento.
* * *
Gotas de nieve
Golpean el cristal
Que protege mi infierno
Aroma a café
Amargo y negro
Tales mis sentimientos
La noche cae
Hacia el abismo
Me arrastra hacia dentro
En este bar
Soledad y silencio
¿Por qué aún no he muerto?
En este vacío
Ya sólo queda
* * *
El poeta se levanta, dispuesto a marcharse. Me agradece el café, como si creyera que no me lo ha pagado. Cuando pone la mano en la puerta, le digo:
—Tal vez la rima apropiada sería «un último intento».
—¿Te parece un buen final? —me pregunta, desde la puerta.
—Me parece un buen comienzo.
Manuel Murillo de las Heras. Cuenta con una novela publicada (Súper Pocho) y cinco relatos publicados en diversas antologías de Diversidad Literaria. Durante el año 2015 participó semanalmente en un programa de radio (La Hoguera del Edena Ruh) con el envío de relatos y anteriormente un relato suyo fue leído en Onda Cero y otro en el programa La Ventana de la Cadena Ser.
Contactar con el autor: murilloheras [at] hotmail [dot] com
Revista Almiar – n.º 88 / septiembre-octubre de 2016 – MARGEN CERO™
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