relato por
Mariam Diéguez Sánchez
A mi amigo Edgar
A mi hermano Osmel
Y, cómo no, a Alex
C
on paso seguro se dirigió a su mesa, dejó sus cosas y garabateó un nombre en la pizarra. La tela blanca de su camisa de algodón, más los movimientos felinos de su mano, hacían notar unos hombros excelentes. Laura, en la mesa de al lado, se mordió los labios relamiéndose en una mueca lasciva. Rebeca, en la mesa de enfrente, le lanzaba papelitos a Sandra. Y Ofelia asentía satisfecha, mientras que a Joanna se le salían los ojos.
Los muchachos, miraban a las jóvenes disgustados, o se hacían señas entre ellos para mostrar su desacuerdo. Incluso Adrián fue más lejos y soltó un comentario irónico. El hombre se volteó, y tras mirar a todos, señaló su nombre.
—Me llamo Joan.
Conté alrededor de diez suspiros, incluyendo el mío. No solo tenía la figura perfecta de semidiós, si no que su rostro era una viril bendición deseada por cualquier hombre, además de sus gestos, y esas piernas enloquecedoramente fuertes, que se notaban por lo apretado de sus jeans.
El maestro fue motivo para chismear durante los primeros meses en el Tecnológico. Se hicieron numerosos comentarios acerca de su procedencia y vida privada. Al principio, pensaban que era extranjero, la deducción era lógica por el tono de su pelo casi albino. No lo era, pero su padre era danés y la madre alemana. También tenía un hermano en Bélgica, conocimiento que transmitió él mismo cuando Laura, descaradamente, le preguntó si era de otro país.
Luego nos enteramos que era casado y tenía un hijo de tres años. Ofelia fue la encargada de averiguarlo, una tarde lo siguió hasta su casa. Vio cómo una mujer muy linda lo esperaba sentada en el portal de su hogar, balanceándose en un sillón de madera. Él la besó en la boca y mientras iba hacia dentro, distinguió a un pequeñito rubio correteando a su alrededor e intentando trepársele encima.
Joan causaba sensación a toda hembra del colegio, no caminaba por un suelo de rosas de milagro. Pero era bastante frecuente que recibiera noticas, piropos, flores e inclusive bromas pesadas de los muchachos.
El tiempo pasó, y mientras ellas se obsesionaban con él de una forma infantil, bromista, e incluso inocente, mis sentimientos por el profesor comenzaron a dejar huella. Escuchar su voz era motivo suficiente para ser feliz. Y cuando sus ojos caían sobre los míos, para hacerme una pregunta, mis nervios me hacían gaguear. La negación también me afectaba ¿Quién era yo para enamorarme de él? ¿Y qué lograría con eso? Al principio traté de reprimir ese sentimiento con dureza. ¿Por qué iba a fijarse en mí cuando todas las jóvenes del colegio lo pretendían, e incluso algunas maestras? ¿Por qué iba a fijarse en alguna cuando estaba casado?
No pasó mucho tiempo antes de obtener mi respuesta. Y hoy en día, me cuesta trabajo creerlo.
Lo primero en sorprenderme fueron sus miradas constantes, después, esas miradas pasaron a comentarios de cualquier cosa, o a preguntas sin importancia si nos encontrábamos por los pasillos. Finalmente, una tarde me pidió quedarme después de clases, para ayudarme en el arreglo de un trabajo.
Los nervios difícilmente me dejaban respirar, y me dolía la garganta del nudo que se me había hecho. Pero él estaba sereno, me mostró el trabajo que le entregué con las faltas señaladas.
—Te admiro mucho como estudiante para darte una mala nota. Creo que puedes hacerlo mejor.
Y sus ojos… aquellos ojazos azules… sentí ganas de salir corriendo. ¿Se notaría tanto mi amor por él? ¿O mi desespero? Pensé en ese momento, y lo sigo creyendo aún, que el maestro no tenía cuarenta años por gusto. Claro que notó mi nerviosismo, más acentuado por la soledad y la puerta del aula cerrada. Y para calmarme, comentó que yo me parecía al personaje de una novela; fue como empezó la conversación. A la novela, que yo había leído también, le siguió la versión cinematográfica. Después, otras novelas, y otras películas, luego mis amigos, los suyos, los gustos personales, los pensamientos privados… estuvimos charlando más de una hora, ni noté cuándo fue el momento que logré relajarme. Joan me habló de su mujer, de lo mucho que la quería, y de lo poco que tenían en común.
—Ella no es mala —aseguraba—. Es fina y cariñosa. Me gusta cómo atiende a nuestro hijo y cómo logra resolverlo todo con una aptitud increíble. La admiro. Pero hay otras cosas en el matrimonio que también son importantes. Tú no te has casado, y ojalá, si te casas, no te ocurra jamás lo mismo que a mí.
—¿Y eso que es, profe?
—No puedo acostarme con ella.
No pude evitar soltar una risita. Creo que en el fondo me alegré.
—Sí, desgraciadamente la palabra sexo no habita en nuestro matrimonio. Y lo peor del asunto, es que soy el culpable.
Ya eso no me hizo mucha gracia.
—¿En serio? ¿Es usted impo…?
—No —cortó rápidamente, luego se echó a reír—. No soy impotente, lo que pasa es que no me gusta ella. Hace cuatro años dejó de gustarme, desde que quedó embarazada. Yo estuve en el parto y… no sé, no he podido verla con los mismos ojos. Sé que es cruel, pero desde entonces me he sentido asqueado, y jamás me atrajo sexualmente. Es una lástima que me ocurra a esta edad, pero me gusta la gente joven, y al ser madre en cierta forma dejó de serlo.
El rostro debió de ponérseme colorado. Así que al maestro le gustaban jóvenes. Pensé por un momento que yo pudiera gustarle pero me horroricé. No, era imposible ¿Por qué iba a fijarse en mí? Después de todo, por más que hubiéramos hablado, yo no lo podía creer. Por eso, cuando dejó caer su enorme mano sobre la mía y me miró con expresión ardiente, casi me derrito en la silla.
—Me gustan jóvenes como tú.
Suspiré, y mis labios temblaron como la mano que yacía bajo la suya. Él lo supo, y sospeché que había notado siempre mi amor, por encima del fanatismo de las otras. Y su boca se acercó suave, cálida, posándose sobre la mía. Y su lengua se abrió paso, recorriendo todos los rincones de mi boca inexperta. Y pronto, sus enormes brazos me cargaron, sosteniéndome con las piernas enlazadas a su cintura, sentí su miembro duro y grueso. Desnudarnos, fue cuestión de segundos. Pronto me hallé contra la mesa, de espaldas a él, sintiendo cómo me acariciaba con la punta de la lengua y agarraba mi sexo, apretándolo. La penetración fue dolorosa, tanto que se me escapó un grito. Pero el orgasmo fue divino.
Ni siquiera recuerdo cómo llegué a casa. Solamente tenía cabeza para pensar en sus caricias, sus fuertes manos, el rítmico movimiento de sus caderas, y su experta boca. Iba casi flotando, repasando imágenes de minutos atrás. Pero al llegar a mi habitación, no pude evitarlo y me miré al espejo ¿Por qué yo? Era claro que había tenido suerte, pero… ¿Por qué a mí? Laura, Ofelia, Rebeca, todas jóvenes y bonitas, incluso más que yo. Todas agradables, sensuales… ¿Qué tenía de especial mi figura? Si yo solo era un muchacho pelinegro y pecoso tan común como cualquier otro. Pero eso sí, el único que lo había querido desde que lo vio por primera vez.
Mariam Diéguez Sánchez. La Habana, 1990. Narradora. Graduada de Bachiller-Técnico medio en Bibliotecología. Actualmente trabaja en la biblioteca de la casa de la cultura en Plaza. Mención en el Encuentro-Debate de Casas de Cultura Municipal 2013. Premio en el Encuentro-Debate de Casas de Cultura Municipal 2014 en cuento infantil y adulto. Es miembro del taller Espacio Abierto. Ha publicado en la revista digital Korad.
Revista Almiar – n.º 78 | enero-febrero de 2015 – MARGEN CERO™ ✔
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