relato por
David Roca Vergara

E

l policía se sentó en su escritorio y empezó a pensar. Un montón de papeles ocupaba el margen izquierdo de la mesa y un lapicero, un portarretratos y un teléfono con dial el margen derecho; en el centro descansaba una pesada máquina de escribir. Corría el año 1955 y el invierno prometía ser muy largo. La luz había dejado de entrar por los ventanales de la comisaría, y el despacho apenas estaba iluminado. Encendió la bombilla que colgaba del techo con la certidumbre de un condenado con la soga al cuello. Su mujer, Amanda, se acostaba en ese mismo momento con la intención de hacer las maletas a la mañana siguiente y largarse para siempre. El apartamento iba a ser muy grande para él solo. Probablemente, tendría que buscarse otro más pequeño. La luz de la bombilla parpadeaba a intervalos regulares de cinco minutos exactos y el policía no era capaz de concentrarse en sus pensamientos. Las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos, parecían pendular en su rostro cansado con la insidiosa intención de marcar el tiempo que le restaba. Alargó el brazo derecho para agarrar la mitad de los papeles que se encontraban en el margen izquierdo de la mesa, cuando lo lógico hubiera sido alargar el brazo izquierdo y así evitarse un incómodo e innecesario escorzo. Empezó a hojear los papeles sin el más mínimo interés, uno detrás de otro y, a medida que lo hacía, los arrugaba uno a uno y los encestaba (o al menos eso intentaba) en la papelera que había junto a la puerta de su despacho. También cogió un lápiz del lapicero y garabateó extraños símbolos en algunos de los papeles antes de arrugarlos como a los demás. Un halo de sombras ya lo rodeaba cuando empezó a oír el ladrido de los perros. Al principio, en la duermevela que ya le rondaba los sentidos, creyó que soñaba o intentaba soñar, pero cuando notó cómo se le erizaban los pelos de la nuca, supo que seguía despierto. ¿De dónde provienen esos ladridos, esos aullidos? Obviamente, era absurdo hacerse esa pregunta, porque los ladridos, los aullidos, podían provenir de cualquier parte. La perrera municipal, por ejemplo, se encontraba a sólo una manzana de la comisaría. Últimamente, los perros que entraban allí ya no volvían a salir… con vida. De madrugada, los sacaban en grandes bolsas de plástico que solían gotear algo parecido a la pena, y entonces el policía preguntaba a los operarios que transportaban esas bolsas a sabe Dios dónde, por el nombre de los perros que suponía daban su último paseo en su interior. Estos perros no tienen nombre, agente, le decían en un gañido, y entonces el policía continuaba su ronda nocturna. Quién demonios había tenido la genial idea de construir la perrera a sólo una manzana de la comisaría, se preguntaba ahora al tiempo que intentaba abstraerse de los ladridos y aullidos de los perros sin resultado. Qué triste resultaba todo cuando ya nada podía hacer por los canes, cuando ya nada podía hacer por él mismo, cuando ya nada podía hacer por nadie. Su mujer, por ejemplo. Ahora mismo estaría haciendo el amor con cualquiera, posiblemente con un ex policía y ex compañero suyo que, curiosamente, se hacía llamar Rufián. Aunque, tal vez, sólo estuviera intentando conciliar el sueño tras una ajetreada tarde de preparativos para su partida de mañana, la definitiva. Y qué si no volvía a verla. Había muchas mujeres en el mundo y la suya no era la mejor, desde luego. Sin embargo, por el momento no era eso lo que más le preocupaba al policía, sino la noche que se le venía encima, oscura como boca de lobo. Apenas sí podía ver con la escasa luz que desprendía la miserable bombilla que colgaba en lo alto del techo de su despacho. Era como estar visionando una película muda de los primeros años veinte, con su blanco y negro ajado y polvoriento que engañaba a la vista. No obstante, esto no dificultaba la visión que desde la ventana del despacho el policía tenía del exterior. Así supo que afuera había empezado a llover al tiempo que un fuerte viento agitaba las farolas penosamente aseguradas al pavimento de la avenida. Si una de esas malditas farolas se le caía encima, ni tan siquiera se podría defender con un paraguas porque no lo había traído consigo. Ahora sólo podía esperar; eso era lo único que se le ocurría para no calarse hasta los huesos, para no morir aplastado por una farola negligentemente asegurada al pavimento de la avenida por un operario subnormal del ayuntamiento. Así que decidió encender un cigarrillo y fumárselo despaciosamente para matar el tiempo. Metió su mano derecha en el bolsillo interior de su chaqueta y agarró el encendedor Zippo que su mujer le había regalado las pasadas Navidades. Era de locos, pero le había hecho grabar sus iniciales en la base. Por si lo pierdes, le decía ella cada vez que se lo recordaba. Sin embargo, cuando metió la mano izquierda en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, no encontró la cajetilla de cigarrillos, sino un puñado de cacahuetes renegridos. ¿Dónde demonios había metido los malditos cigarrillos? En la gabardina, dónde si no. Se levantó de la silla y se acercó al perchero que estaba junto a la puerta, y allí pendía la gabardina, naturalmente. Metió la mano en el bolsillo interior de la gabardina y sintió que algo le mordía. ¡Los perros!, exclamó sobresaltado, y empezó a aullar a la muerte, una vez más.

 

separador relato Los perros

 

David Roca Vergara vive en un pueblecito de la provincia de A Coruña llamado Valdoviño, donde nació en el año 1979. Cursó estudios de filología hispánica durante un año, y su vida ha sido y es bastante caótica. El relato aquí publicado pertenece a una pequeña colección de narraciones breves, titulada Cuentos, relatos y viceversa, inédita hasta el momento.

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Ilustración relato: Fotografía por AlexanderStein / Pixabay [dominio público]

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