relato por
Jesús Greus

 

J

uan y Pedro eran jimaguas, o sea, mellizos. Ni en el blanco de los ojos se distinguía a uno de otro. Eran desgarbados, enjutos y altos. Como rastafaris que eran, llevaban largas trenzas de pelo sobre la cabeza, anudadas y tiesas como alambres. Una tarde de primeros de diciembre, estaban sentados ambos de charla con otros amigos rastas en el Parque del Aguacate, esquina a la calle Obispo, en pleno corazón de Habana Vieja, cuando surgieron de golpe varios policías y anunciaron que se los llevaban a comisaría para hacer un fichaje rutinario, tomarles fotos, huellas digitales, revisar su documentación. El asunto no tenía mayores consecuencias. Aquello era una inspección habitual. Juan y Pedro no se alarmaron, no habían hecho nada malo ni tenían nada que ocultar.

Una vez en comisaría, fueron introducidos en una habitación grande, mugrienta y destartalada donde se apretujaban lo menos cuarenta gentes aguardando turno. Sentados en unos bancos alargados entre los demás, Juan y Pedro se resignaron a la fastidiosa espera. Estaban habituados a esperar por todo, como cada quisque en este país, que si para comprar pan, que si para recargar el celular, que si para entrar a la farmacia. Así que lo que se dice resignación, no les faltaba.

De pronto, una chamaca sentada junto a Pedro pidió a éste, en susurros, que le guardara trescientos dólares que había cartereado por la calle. Dicho y hecho, rebuscó entre su mata de pelo, extrajo un fajo de billetes y lo entregó al muchacho. No se recibía todos los días, así como así, un atado de dólares, coño, y más sin haber hecho nada por merecerlo. Conque Pedro tomó el dinero y, con disimulo, lo ocultó en un zapato. A continuación, relató la chica, bastante alterada, que el turista en cuestión estaba allí, en la comisaría, en ese mismo instante, denunciando el robo. Si la reconocía, y encima le encontraban el dinero encima, estaría bien jodida. Había que ocultar aprisa el fajo de billetes donde y como fuera, para luego sacarlo de allí. Ya harían cuentas más tarde entre ellos, una vez salieran a la calle. «De ti no sospechan —alegó la muchacha—, así que tú podrás sacar la plata de aquí sin problema».

Resultó que, próxima a ellos, estaba sentada otra joven, menudita y blanca, con expresión desolada. La carterista pidió en ésas a Pedro que deslizara subrepticiamente cuarenta dólares bajo la falda de aquella desconocida, a fin de que fuera culpada del robo. Pedro rehusó hacer semejante cosa. ¿Por qué iba a cargar con la culpa una inocente? Discutieron por lo bajo, y ella le espetó: «Eres un cagado, un gallina. Si no haces, te denunciaré y diré que fuiste tú quien robó el dinero». Pedro le respondió que más le valdría morderse la lengua y no soltar trapo, o lo pagaría con creces. Pero la muchacha estaba furiosa, y no parecía dispuesta a contenerse. Cuando le tocó el turno y la llamaron para ficharla, declaró, sin trapos en la lengua, saber quién era el responsable del robo al extranjero. Pero resultó que no fue capaz de distinguir a Pedro de su jimagua Juan. ¿A cuál de los dos había entregado la plata? Imposible identificarlo, tan idénticos eran. Fueron llamados ambos a declarar, y se les registró oportunamente, pero no les fue hallado el dinero encima. Y es que el suculento fajo de billetes, que a esas alturas empezaba a quemar como brasas ardientes, había pasado a manos de otro preso. Y en silencio, con general alevosía y muda camaradería, continuó pasando de mano en mano por aquella sala hedionda y atiborrada.

Juan y Pedro, devueltos de momento a la celda, habían seguido, atentos, las andanzas del fajo de billetes que, a cada poco, y según les iba tocando a los presos pasar a declarar, se deslizaba de una mano a otra. Era como cosa de magia. Los polis no veían nada. En cambio, los jimaguas no quitaron ojo de las expresiones de sorpresa y de gozo de cada uno de los detenidos que, sucesivamente, iban recibiendo el suculento puñado de billetes. Ninguno de ellos había visto jamás junta semejante cantidad de pesos. Se les desorbitaban los ojos, y alguno hasta babeaba.

Para entonces, los policías, conscientes de que el dinero robado debía de estar allí mismo, ante sus narices, se alborotaron a modo y se mostraron dispuestos a dar con él a toda costa. Tanto así, que hasta rebuscaron en las letrinas, mandando a un novato que introdujera la mano en las heces de los presos, en medio de una mugre y una peste irresistible. Era un procedimiento clásico de los detenidos el deshacerse de drogas y mercancías calientes mediante el escusado. ¡Nada! ¡Allá no había nada! Transcurrió hora y pico ocupados los policías en aquellas inútiles pesquisas. Ya desesperados, decidieron probar una última tentativa: mandaron a los presos desvestirse, a fin de rebuscar entre sus ropas. ¡Alguno de ellos tenía el dinero! No cabía duda. ¡La plata estaba allí mismito! No se podía haber evaporado. Aquello se ponía peliagudo. Nadie, entre los detenidos, tenía ya idea de a manos de quién había ido a parar el peligroso fajo de dólares.

La escena que siguió fue patética. Los presos se desnudaron en silencio. Nadie se atrevía a mirar a nadie. Aquello era vejatorio. Resultaba evidente que nadie iba a salir de allí con aquel puñado de billetes en el bolsillo. ¡La plata estaba perdida, hermano! No quedaba más remedio que entregarla. Pero, ¿quién la tenía? En medio de un espeso silencio, y de la peste a letrina y a sudor, unos a otros se miraron de reojo, espantados, aterrados, desconcertados. A pesar de las circunstancias, más de uno tuvo la tentación de echarse a reír. A otro le entró la temblequera, de miedo. Así estaban las cosas, cuando un hombrecillo raquítico y flaco, desnudo al extremo de la sala, alzó una mano al aire. Para colmo, era bizco. No habló. Se limitó a mirar al suelo y alzar un puño al aire con los billetes estrujados. Los inspectores se abalanzaron ávidos sobre él.

Cuando los polis preguntaron quién había sido el autor material del robo, nadie repuso, y menos aún la verdadera autora. En vista del mutismo general, el comisario anunció que, si no confesaba el autor, les caerían a todos cuatro años de prisión. Nadie abrió el pico. La ladrona sudaba, aunque se sintió amparada por aquella solidaridad general de la compañía. No obstante, los policías no son lerdos. Sacaron cuentas de que, por haber hablado la muchacha en cuestión y haber denunciado a otros, ella sabía más de lo que había declarado, conque se la llevaron a un cuarto aparte y allí le apretaron las tuercas de tal manera, que al fin se vio obligada a confesarse como autora del robo.

El asunto concluyó en que todos los detenidos fueron enviados a los calabozos, amenazados de larga estancia en prisión. La realidad fue bien otra. No pasaron más que unos cuantos días presos, pues, avecinándose el fin de año y el período de vacaciones para los jueces, los tribunales se aprestaban a cerrar sus puertas. Ningún funcionario de la justicia estaba dispuesto a ocuparse, en ese trance, de semejante minucia. De modo que resolvieron dejarse de pamplinas y ponerlos a todos en la calle. A todos, salvo a la ladrona en cuestión, que fue quien se llevó la peor parte: le cayeron seis años de prisión.

Moraleja: por haber sido canalla y haber querido culpar a otros, terminó embarrada hasta las cejas.

 

relato Los jimaguas

 

Jesús GreusJesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y, actualmente, de la revista digital española Narrativas, y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
Así vivían en al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
Claro de luna. Obra poética.
De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.


📩 Contactar con el autor: jessgreus [at] gmail[dot]com

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📷 Ilustración relato: Fotografía por MartinHarry / Pixabay [dominio público]
 

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