relato por
Iñaki Sainz de Murieta

T

ras varias semanas de penoso errar a lo largo de las estribaciones del río llamado Marañón, en las que padecieron hambruna y la agreste e indómita exuberancia de la selva amazónica, los maltrechos bergantines y su agotada tripulación estaban ya dispuestos a salir a mar abierto en la costa occidental de las Indias, después de iniciar su andadura en el Perú, a más de mil ochocientas leguas de distancia. Pero a pesar de vislumbrar por fin el mar abierto, el recelo y la desconfianza en el éxito de tal proeza era más que notorio y no eran pocas las voces que se manifestaban en contra, principalmente por tratarse de naves que habían sido rápidamente fletadas a orillas del río, sin otra madera que la que allí crecía y que no era la adecuada para tal empresa. Cierto era que los maestros carpinteros habían hecho cuanto estaba en su mano, reparando y calafateando las barcazas una y otra vez, pero desconocían cómo iban a comportarse en las bravas aguas del Atlántico. No obstante, el férreo mando de Lope de Aguirre no daba pie a conjeturas, menos aún a subversiones que no le fueran propias.

Aquella numerosa expedición, en la que se distinguían, por un lado, los casi quinientos indígenas y algunos esclavos negros, que acarreaban los enseres y el avituallamiento de los poco menos de doscientos soldados de fortuna, hijodalgos unos y advenedizos los más, cuya única encomienda en la vida era agrandar el imperio de Felipe II, puesto que no tenían en su haber otro oficio ni beneficio que aquel que la guerra les brindaba. La conquista del Nuevo Mundo había abierto para ellos un nuevo horizonte de esperanza, lejos del abandono y del obligado exilio de sus casas solares, cuya escasa economía generalmente no permitía acoger a más familia que la del primogénito y su ascendencia. Así, el único modo de regresar era hacerlo investidos de gloria y riqueza que les permitiera pagarse el derecho de retorno al seno materno, a su patria y a su hogar. Pero aquello no era más que una idea fruto del soñar, un tibio optimismo y nada más.

Sin embargo, no todos quienes participaban de aquella campaña de conquista de El Dorado iniciada por Pedro de Ursúa casaban con la personalidad del loco que por entonces los capitaneaba. Algunos se habían pronunciado en su contra durante la navegación del río Marañón, pero los ajusticiamientos, incluido el de Ursúa y su amante mestiza, acallaron las voces discordantes y terminaron por sojuzgar a los más osados, aunque a pesar de ello muchos mantenían la esperanza de poder escapar de aquella situación y librarse de su yugo. Al asesinato de éste le siguió después la declaración de guerra a las Españas, como liberación de su paternal influjo y la proclama de Fernando de Guzmán como Príncipe del Perú, por ser quien de entre todos los allí presentes ostentaba mayores títulos. Mas, viendo en su actitud desidiosa e indolente el mismo sello de quien había abjurado, asumiendo lo equivocado de su decisión, aguardó uno de los muchos momentos de exceso del nuevo príncipe para prenderlo y ordenar su muerte de común acuerdo con los allí presentes. Así es como se formó un nuevo reino y cómo su rey fue rápidamente depuesto por no ser digno de tal honor, primero y único en la historia como lo merecía el Nuevo Mundo, en el que incluso los esclavos negros fueron declarados libres y dueños de su propio destino, por ser todos iguales en la cruz y ante los ojos de Dios.

La navegación resultó penosa y de no ser por la cercanía a la costa, las olas y las fuertes corrientes habrían acabado sumiéndolos en las profundidades a todos ellos, pero el capitán guipuzcoano no era ajeno a la mar y sabía cómo no tomar riesgos innecesarios. De lo contrario nunca habría expuesto la vida de su única hija, aquella que se llevó a su madre en el parto y cuya sangre, aunque cristiana, tenía también parte de india. Pasados los días, el contorno de isla Margarita se percibió por primera vez en el horizonte.

Una vez que ancoraron en un punto cercano a la costa, lejos del puerto principal y de la plaza fuerte de Margarita, algunos de los hombres más duchos comenzaron a desembarcar siguiendo las directrices de su capitán, hundiéndose en las aguas hasta el pecho para ganar a pie o a nado la tierra firme que emergía ante ellos. A estos se fueron sumando muchos otros de los considerados como incondicionales a su causa, quedando el resto en las naves a la espera de nuevas órdenes. Ante todo, Lope de Aguirre quería garantizar que nadie sospechoso de deslealtad pudiera dar la voz de alarma. Había demasiado en juego.

En esas circunstancias se encontraba el caballero navarro Gonzalo de Zúñiga, que se limitaba en aquellos momentos a observar sobre la amura del bergantín los movimientos en tierra. Para entonces ya se habían hecho las primeras pesquisas y reconocido parte del terreno con buenas y gentiles maneras hacia los habitantes de aquella ínsula, a quienes embaucaban haciéndose pasar por soldados que partían al Perú, por ser aquella tierra de guerras en las que tomar parte para mayor gloria del reino. Así hicieron saber que todo cuanto precisaban era alimento y pertrechos para proseguir su viaje, ofreciéndose a pagarlo espléndidamente con las joyas que habían ganado a los incas. Los lugareños, movidos por la sorpresa y la codicia, pronto dieron noticia de su llegada en los distintos pueblos, tal y como su diestro capitán había previsto. No salió mal la jugada cuando, al saber de ellos, el propio gobernador acudió hasta donde se encontraban movido por su afán de lucro, obviando toda cautela y abrazando a quienes habían de traicionarle. Fue aquel un espectáculo lamentable para quienes esperaban poder liberarse de la opresión de un déspota, ya que su única posibilidad residía en la precaución de un hombre que había sido cegado por el oro. Toda esperanza se desvaneció entonces como la bruma bajo el sol del mediodía, puesto que dicho séquito fue rápidamente desarmado y sus monturas apresadas, convirtiéndose así en cautivos de aquellos de quienes se pretendían aprovechar. En aquel instante, cuando Gonzalo de Zúñiga hundió con angustia su cabeza entre sus brazos, la queda voz de Francisco Vázquez azuzó las brasas de su aliento. Fue una breve consigna apenas mascullada contra el viento, pero era todo lo que necesitaba.

Comenzó entonces una cuidada pantomima en la que el capitán guipuzcoano simulaba ser un prócer en su camino a la ciudad amurallada de La Asunción, ordenando a sus hombres que diesen vivas en su nombre al atravesar sus calles mientras cabalgaban a lomos de los corceles robados poco antes al gobernador. La toma de la fortaleza debido al desconcierto reinante le valió para sellar su entrada triunfal. Malamente podían imaginar los isleños que aquellos soldados habían renegado bajo juramento de su patria y sólo se encomendaban a la gloria de la guerra. Sin embargo, antes de dar lugar al pillaje, que según él no era sino tomar lo que después habían de pagar, aquel formidable capitán dio un único aviso a sus hombres, remarcando que de propasarse con las mujeres o los niños lo habrían de pagar con la vida. Ninguno osó contradecirlo y menos aún ignorar su aviso. El recuerdo de la ejecución de la amante mestiza de Ursúa y de sus amancebados era motivo más que suficiente. Resulta curioso cómo entre la gente dada a la violencia sólo la locura es capaz de mantener el orden, aunque para ello haya de mostrarse irracionalmente cruel. Pero, sin duda alguna, aquella era la mejor manera para impartir su más que dudosa justicia y lograr todo cuanto se proponía. De lo contrario nunca habría llegado hasta donde llegó. Locura y genio iban de la mano de aquel hijodalgo de Oñate, curtido bajo el sol del Ecuador. Así, los apetitos de la carne tuvieron que conformarse con una res sacrificada para tal fin, eso sí, convenientemente regada con buen vino español.

Y es que la llegada de Lope de Aguirre había traído consigo una mezcla de mesianismo y terror a la Isla de Margarita, ya que la extraña figura de aquel capitán rebelde a su Majestad causaba pavor y admiración a partes iguales, no sólo entre sus soldados, que a pesar de estar curtidos en la guerra y acostumbrados a las peores condiciones inimaginables, se sometían sin dudarlo a las órdenes de su capitán por temor a verse muertos, sino también entre todos aquellos que tenían ocasión de conocerlo. Fueron muchos los parias y esclavos que a cambio de unirse a él le ofrecieron a cambio interesante información acerca de los pueblos colindantes y de los navíos amarrados. Aunque ésta no fue la única información ofrecida, ya que algunos de los recién incorporados, dejándose llevar también por los odios y el resentimiento que sentían hacia algunos isleños, no dudaron en delatarlos de acuerdo a sus pérfidos intereses, cobrándose así su propia venganza. De este modo, mientras algunos hacían de guías para tomar las mentadas plazas, otros partían en busca del botín oculto en las entrañas de las naos, que ancladas en las ensenadas aguardaban a cerrar sus operaciones comerciales, aprovechándose de las carencias que tenían los indianos y sus potenciales riquezas. Pero por injusto que fuese, poco importaba eso a los grandes capitales que fletaban aquellas caravanas del mar. No así a otros como Lope de Aguirre, que viéndose como un anciano de cincuenta años conocía bien la hipocresía humana y luchaba contra ello por su hija a quien tanto amaba, esperando legarle una tierra rica y próspera, edificada sobre un pilar de libertad.

Pero pasado el tiempo y a pesar de las buenas intenciones demostradas, los acontecimientos pronto tomaron un cariz truculento, al mandar prender y encarcelar al gobernador y algunos vecinos que habían mostrado su descontento por verse robados a manos llenas. Viendo que la hospitalidad había llegado a su límite y que no podía haber marcha atrás, se ordenó la inmediata confiscación de toda arma bajo pena capital, así como la destrucción de todas las embarcaciones, fondeadas o no, mientras trataban de persuadir a los allí presentes que era por su propio bien. Convencidos o no, comulgaron con ello como buenamente pudieron, dejando que unos y otros les arrebatasen las escasas pertenencias que poseían mientras lloraban amargamente; y es que a algunos ni siquiera las ropas les dejaban puestas, siendo arrojados también de sus camastros para provecho de los ya borrachos y saciados marañones.

Así, entre tajos de asado y tragos varios, apartados de la mayoría y escondidos entre las sombras que ofrecía la fortaleza, Gonzalo de Zúñiga y Francisco Vázquez conspiraban para poder liberarse de aquella tiranía a la que estaban sometidos. No podían intentar dar muerte a Lope de Aguirre, ni muchos menos pretendían hacerlo, puesto que su guardia era muy numerosa y no eran menos quienes por miedo a ser objeto de su ira loaban sus actos y procuraban complacerlo de cualquier modo. Ni un loco se habría atrevido a ello. Debían ser pues extremadamente cautos. La única forma de terminar con aquella pesadilla era huir y rogar a todos los santos para que no diesen con ellos. Pero debían aguardar el momento oportuno y aquella no era la ocasión para ello. El sol todavía estaba alto y hacía poco que se había tenido la noticia de la deserción de Pedrarías de Almesto, que había corrido a esconderse a las montañas como un vulgar ladrón antes de que la isla fuera tomada, saliendo rápidamente tras él una partida que contaba con la inestimable ayuda de los lugareños. No tardarían mucho en dar con él. Visto lo visto, sería mejor saciar el apetito y guardarse de tempraneras traiciones, que por ser demasiado precipitada estaba sin duda abocada al fracaso. Era preciso aguardar al momento idóneo y procurarse de todo lo necesario para que tuviera el éxito deseado.

Al cernirse la noche sobre la isla, aprovechándose del caos reinante fruto de los excesos, Gonzalo de Zúñiga, siempre sagaz, vislumbró un medio de escape y así se lo hizo saber a su compañero. Desde zagal había dejado de ser inocente y había aprendido a fabricarse sus propias oportunidades, usando para ello de todo tipo artimañas y celadas, generalmente turbias y censurables. No había sobrevivido a la guerra y a la selva para nada. Durante mucho tiempo había sido el confidente de otros dos compañeros suyos, un tal Castillo y otro llamado Juan de Villatoro, que al igual que él no veían el momento de liberarse del férreo mando del guipuzcoano. Así, cuando días atrás hablaban en torno a sus posibilidades de huida, con más miedo que nervio, reunidos bajo las ramas de los capinuris, convinieron aguardar hasta una ocasión propicia que no podía ser otra que aquella. No le costó mucho convencerlos con un par de arengas para que lo acompañasen en su empresa, aunque las indicaciones y directrices que les dio eran muy distintas de las que había planeado para sí mismo. Una de sus premisas era que su mano derecha no debía conocer nunca lo que hacía la izquierda. Acordada la fuga, regresó junto a su compañero y le dio detalles de cómo se había concertado todo, así como del plan que celosamente había tramado, rebelándole su ardid y siendo alabado por ello. Ambos eran plenamente conscientes que a la hora de la verdad ninguno podía confiar en el otro, puesto que quien traiciona una vez traiciona ciento, pero era aquel un matrimonio de interés que convenía no disolver por el momento. Ya se vería después qué ocurriría. Hasta entonces, Dios diría.

Llegado el momento, la singular pareja se deslizó en silencio atravesando los distintos puntos de ronda de la guardia y abandonaron el pueblo, mientras que los otros incautos proseguían el plan pérfidamente trazado por el taimado navarro, tomando a hurtadillas cuatro caballos y aguardando una llegada que nunca se produjo, hasta que, inflamados ya sus ánimos, se decidieron a espolear sus monturas y salir al galope en plena noche, atravesando las calles como almas que se lleva el diablo. Engañados unos y traicionados todos, los dos marañones prosiguieron su huida a pie bordeando la costa, que por ser rocosa no iba a dejar tantas pistas de su paso, tal y como habían aprendido de sus guerras contra los indios. Pero no había tiempo para el descanso y lo sabían bien. Pronto el sol despuntaría y la cólera de Aguirre se antojaba terrible.

El nuevo día amaneció con las cálidas temperaturas propias de finales de junio y un cielo tornasolado que poco tenía que ver con lo que estaba por venir. Con el transcurso de las horas llegaron nuevas informaciones de las distintas patrullas, anunciando que la totalidad de los pueblos se encontraban ya bajo sus dominios y dando cuenta de los muchos bienes que habían ganado, así como de la existencia de un recio navío que mandó apresar sin más demora para poder proseguir su viaje de regreso al Perú. Era tal la confianza que demostraba en que sus hombres capturaran este barco, que condenó los suyos a las profundidades, por estar mal construidos y hacer aguas en muchos puntos, sabiendo que en ningún caso podrían volver a hacerse a la mar con ellos. La nao sería la nave que los llevase de vuelta a su reino, aquel ideal que habían reivindicado como propio y que ahora era cierta meta de su éxodo.

Mas la generalizada algarabía fue eclipsada por la súbita cólera de Aguirre, que al enterarse de las nuevas deserciones prometió entregar doscientos reales a quien se los trajera vivos o muertos, jurando a los vecinos del lugar que habrían de terminar como ellos si osaban ocultarlos. Temerosos de esto, algunos no dudaron en lanzarse en su busca ofreciéndose como guías ante tan terribles amenazas. Era todo cuanto podían hacer para tratar de apaciguar los ánimos del tirano. Al fin y al cabo caminaban por el filo de una navaja.

Mientras esto tenía lugar, los dos marañones llegaron hasta la linde de un pequeño pueblo de labradores, escondiéndose prontamente entre la frondosa maleza al descubrir que estaba habitado. No sabían bien qué hacer, puesto que, además del hecho de que cualquier movimiento podía delatarlos, desconocían cuál era la voluntad de aquellas gentes. Se quedaron quietos, agazapados mientras observaban aquel continuo discurrir sin que nada pareciese haber trastocado sus tranquilas y apacibles vidas. Realmente no parecía que hubiese soldado alguno y necesitaban agua imperiosamente debido al tórrido clima y al esfuerzo que habían realizado. Llevaban demasiadas leguas recorridas con un elevado nivel de desgaste físico y estaban sedientos. El riesgo era alto, pero no podían dejar pasar esa oportunidad, aunque deberían obrar con maestría y hacer nuevamente uso de sus ardides. Así, fingiendo ser una avanzadilla de las tropas comandadas por el capitán guipuzcoano, entraron al pueblo fingiendo ser quienes no eran y tras hablar con las autoridades obtuvieron un rápido aprovisionamiento e información acerca de las inmediaciones. Y es que, si bien nadie de buena cuna ansiaba que gente de esa calaña vagase por las inmediaciones de sus haciendas, menos aún deseaban que su proceder fuera objeto de futuras coacciones o violencia. Ya avituallados y relativamente descansados, los dos hombres emprendieron nuevamente su marcha, dejando tras ellos a aquellos confiados parroquianos, contentos de su amable proceder. Sin duda alguna Dios se lo pagaría, si es que el diablo no se cobraba antes su candidez, como así terminó ocurriendo. Atónitos observaron ambos desde un pequeño cerro la entrada de una patrulla en el pueblo, así como la violencia que ejercieron en determinados momentos sus viejos compañeros de armas y de fatigas. Sin tiempo para seguir contemplando aquello y con el miedo por alas, abandonaron su particular atalaya y se lanzaron, tan raudos como eran capaces, a la espesura donde sólo las sombras penetraban. Gracias a ello consiguieron despistar a sus perseguidores durante aquel día, pero bien sabían que en aquella carrera por la libertad el tiempo corría en su contra. Tan sólo un milagro podía llegar a salvarlos y hacía mucho que habían renunciado a alguno. Embarrados y ateridos de frío, tan sólo los mosquitos les hacían compañía, recordándoles con sorna las consecuencias de su descabellada decisión. Sin hoguera no había humo posible con el que espantarlos y a cielo abierto poco podían hacer para mantenerse a salvo.

Pero ocurrió algo aquel día que siempre quedará sin ser resuelto, por lo paradójico del caso, como ocurriría con aquella denostada figura que la historia se ocupó en condenar. El cobarde Pedrarías de Almesto había sido herido de importancia y posteriormente capturado, siendo llevado hasta la presencia de Lope de Aguirre obviando la orden de muerte que pesaba sobre su cabeza. Mas, he aquí que dicha sentencia no se cumplió, tal y como había sido ordenado por él mismo, siéndole perdonada la vida aunque no sin dejar de aconsejarle que mirase por él de ahí en adelante. Tal vez su hija logró ablandar el corazón de aquel esforzado militar, o fue su empeño por complacer a la población lo que le movió a actuar de ese modo, aunque aquello no fue sino un espejismo que el tiempo se ocupó de borrar, puesto que las traiciones comenzaron a sucederse incluso entre sus más allegados. No tardó tampoco mucho tiempo en saber que el estimado capitán a quien había mandado combatir al fraile se había unido a éste junto con el resto de los hombres y navegaban ahora prestos a hacerle la guerra. Sintiéndose traicionado por todos, urdió un terrible plan, mandando asesinar al gobernador y a otros presos, rompiendo así la palabra dada, para hacer ver a sus hombres que no tenían más remedio que luchar a su lado, puesto que con tantos crímenes como habían cometido nadie había de escuchar su causa y serían muertos a la menor oportunidad. No había perdón posible para ellos, siendo su única salida combatir a aquel ministro de la Iglesia, que como toda autoridad tan sólo pretendía el poder y la riqueza que ahora veía peligrar.

Lejos de aquellas intrigas, los dos marañones habían abandonado su particular huida a ninguna parte y se habían escabullido en el interior de una gruta cercana a la costa, no muy distante del puerto principal. La habían descubierto días atrás en la cara de un acantilado costero, pero, temiendo ser seguidos de cerca, optaron por continuar su carrera. Ahora que la situación había cambiado les pareció que era la solución más acertada, puesto que cuanto más cerca estuvieran del peligro menos riesgo corrían de ser descubiertos. Además, jamás los habrían creído tan estúpidos de volver sobre sus pasos. Bueno, tal vez sí, pero era un riesgo que estaban dispuestos a asumir. Recostados entre las piedras de la galería más profunda, creyéndose por fin a salvo, ambos compañeros se sinceraron por primera vez en mucho tiempo, tal vez en un intento de aliviar la culpa sus corazones, que no latían ya para sus piernas sino por sus atormentadas almas.

—He de confesarte que no creía que ambos llegásemos a estar juntos a estas alturas. Esperaba tu traición en cualquier momento. En el pueblo, en la selva, donde fuera.

—La sospecha era mutua —contestó tras un breve silencio—. Por eso no dejaba nunca que caminases detrás de mí. De hecho, nunca me lastimé el tobillo, aunque así te lo hice creer.

—¡Maldito embustero!

—Vamos, no finjas que no habías pensado hacerlo tú también llegado el caso. Te conozco demasiado bien. Eres un traidor y un asesino, como todos los demás.

—Al menos yo nunca he matado a ninguna mujer.

—Era medio india y Aguirre la quería muerta. No hay mucho más que hablar. Cualquiera en mi situación habría hecho lo mismo.

—Eso no es óbice. Su hija también los es. En todo caso, será mejor que olvidemos lo ocurrido —apaciguados los ánimos, la gruta volvió a sumirse en la oscuridad y el silencio—. ¿Crees que llegarán al Perú?

—En todo caso el loco no vivirá para verlo.

—¿Tan seguro estás?

—Se ha hecho demasiados enemigos y quienes lo siguen lo hacen por interés. Está por ver cuánto ha de durar eso, pero presiento que no demasiado. El tiempo lo dirá.

—Y sin embargo, una parte de mí desea que lo logren. Sería algo digno de recordar.

Los días se sucedieron y lo hicieron lentamente, con la pausada cadencia de las largas condenas cuyo fin no logra atisbarse. Viéndose obligados a beber la humedad que se filtraba a través de las rocas y alimentándose de pequeños moluscos y crustáceos, los dos soldados acostumbrados a las peores condiciones inimaginables se mantuvieron ocultos a los ojos de todos, dormitando gran parte del tiempo para no gastar energías, permitiéndose un único lujo que no dejaba de tener su razón de ser, como era el asomarse a través de las oquedades para disfrutar del relajante sonido de las olas y mantenerse vigilantes ante lo que pudiera acontecer. Fue gracias a esto que días más tarde pudieron otear las maniobras de tres embarcaciones cuyas banderas no podían dejar de reconocer, por ser los mismos distintivos bajo los cuales habían navegado por las bravas aguas del río Marañón, entre los que se distinguía el pabellón del malogrado Príncipe del Perú, que surcaba ahora los mares viento en vela y ellos ya no estaban bajo su auspicio. Sin comprender apenas nada, aquello simbolizaba todo cuanto necesitaban saber. Poco les importaba que aquellos barcos no fueran otros que las embarcaciones que pocos días atrás se encontraban en dique seco, pendientes de ser remachadas y calafateadas. Y es que al haber mandado hundir todas las naves y no haber podido tener en su poder la anhelada embarcación del fraile, los marañones se habían visto obligados a terminar de construir aquellas naves que habían quedado varadas en tierra, esperando así escapar de la trampa que se cernía sobre ellos. Sin duda alguna, aquel fracaso en Isla Margarita marcaría el devenir del traidor, cuyo destino y cruel final no podían ser más trágicos para aquel que soñó con un nuevo reino de libertad.

Idos todos y vuelta la paz, Francisco Vázquez y Gonzalo de Zúñiga tornaron al poblado que en su huida toparon, esperando se acordaran de ellos y no los tuvieran por traidores sino por fugados de las rebeldes huestes del tirano. Así pudieron relatar cómo fueron obligados a jurar en falso en contra de la Corona, que sin ser cierto convenció a los allí reunidos, convirtiéndose en los héroes que jamás fueron mientras visitaban las improvisadas sepulturas de Castillo y Villatoro. Fue entonces cuando Zúñiga comprendió la profética visión de aquel gran loco: Que el Cielo quede para los desdichados y la gloria sea el reino ultrajado de los osados.

 

línea La fuga de los marañones

 

Iñaki Sainz de MurietaIñaki Sainz de Murieta es miembro de la Asociación de Escritores de Euskadi, siendo su última publicación la novela Los hijos de Ik – Lazos de sangre, en cuya continuación está actualmente trabajando; asimismo acaba de publicar Fuegos fatuos, una antología compuesta de trece relatos. Más información sobre el autor se puede encontrar en su web www.sainzdemurieta.com.

 

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🖼️ Ilustración relato: Amazon 57.53278W 2.71207S, from NASA’s globe software World Wind [Public domain], via Wikimedia Commons.

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