relato por
Laura Pulliza
M
i hermano Rafael era el hijo predilecto de mi madre porque tenía una cara que brillaba de poesía. Si te aproximabas a observarlo, sus ojos verdes te leían los enredos de tu alma. Su alto cuerpo y gentiles palabras te revoloteaban hasta hacerlo imposible verlo como imperfecto. Desde el inicio de su temprana adultez, fue codiciado por muchísimas damiselas. Pero al fin se casó con una vieja negra comemierda, que quería vivir en la ciudad y no en el campo. Ella decía que era porque en la casa donde nos criábamos, el piso no era colorido. Era blanco y blando y no le gustaban los pisos de las casas de monte. Esa negra vieja era lo más maniático del mundo. Además que tenía tantos celos de mí, por acomplejada. Yo era musa, suave y agraciada, y mi hermano me adoraba, mucho más de lo que la quería a ella.
En el momento luego de su fiesta de bodas, mi hermano me invitó a que lo acompañara a viajar junto a ellos, y a su esposa por poco le dio un infarto cuando me vio haciendo los bultos en mi cuarto. Histérica entró a meterse en lo que no le incumbía. Vació mi maletín, rompió mis lencerías, me gritó y pateó, finalmente cayendo al suelo llorando de un ataque de pánico. Me quedé anonadada mirándola. Tan vieja y tan ñoña. La dejé en una esquina para que se babeara de sorbos mocosos como una mismísima infante. Desde entonces ella y yo nunca llegamos a hablar mucho. Nunca le conté a mi hermano lo que me hizo la bruja de su esposa. En la vida jamás he sido una mujer ojo por ojo diente por diente. Simplemente la dejé por loca.
Nos fuimos de Puerto Plata a Brooklyn y luego a Puerto Rico, que eran los únicos lugares como casa para mí. En Nueva York tuve un amante que tenía una mansión con piscina en el corazón de la ciudad, donde fácilmente se podían meter cientos de personas. Conocí a muchos doctores, multitudes de personalidades con preparaciones incomparables. Gente que ha progresado mucho. Mi amante procedía de una familia riquísima, pero nunca lo pude convencer para que se casara conmigo.
Él vivía como tantos otros hombres viven, embobado entre tanta mujer meneadora de culo y tetas. Vivía la vida muy distraído con esos vaivenes que no me importan. Qué carajo se iba a fijar en una dama, humilde, pobre y con buen corazón como yo. Además de que su español no era muy bueno, y mi inglés peor que fatal. Pero yo lo quería, o así pensaba yo. Mi única lujuria hasta hoy en día. Pronto aprendí que asi es la infatuación, como un desastre natural. En esta época de mi vejez, él es sólo una memoria de basura prehistórica embutida en calor y presión dentro de mi alma. De tanto desearlo, llegue a odiarlo. Es sólo natural querer destruir algo que nunca sería tuyo.
Luego de estar tontamente con el corazón roto en Nueva York, mi hermano me quiso arrastrar forzadamente a Cuba. Pero nunca quise que fuéramos a Cuba, porque no quería ir cuando estuviese Castro. Yo nunca acepté eso. Así que terminamos en Puerto Rico, con familia en Guayama. Casi ya no queda familia. No te puedo contar los detalles ahora, no da tiempo. Pero si mi hermano Rafael viviera de nuevo para ver a sus hijos y nietos como están, creo que se muere de la emoción otra vez. Rafael me dejó cinco sobrinos ingenieros. Uno, mi predilecto, comandó a toda Europa en la Marina de guerra. Fue un general y ganó un dineral, y ese es mi ahijado.
Hace poco tiempo atrás mi ahijado se retiró acá, a Ceiba, y me invitó a comer en su casa. Él tiene una de esas haciendas así, que tú no puedes entrar por tu propia cuenta. Tiene que salir a buscarte el camarero o alguien. Pero cuando entré, ¡qué festín tan exorbitante habitaba en aquel lugar! La balanza de hierro de guerra estaba colgando en medio de la sala de su vivienda. La marina lo formó en el hombre que es hoy día y ese era su regalo de agradecimiento, colgar la balanza para que todos lo vieran. Ay Dios mío, hay que ser agradecido.
Al yo entrar por las puertas cristalinas de su mansión, mi ahijado, con besos y abrazos, exclamó para que todos oigan: —Yo voy abrir este vino en honor a ésta señora que está a mi lado.
La gente susurraba: —¿Pero ella es tu mamá o familia tuya o qué?
—Ella es mi madrina, y más que mi madre.
En ese soplo de momento el mundo se me hizo inconmensurable. Se me trancó el raciocinio pensando en lo que significaba ser la más que madre. Más que madre, son palabras que retumban en las flautas forjadas de mis huesos humanos. Más que madre, es el universo, la Tierra entera, que así como te apacienta, se agrieta y te sucumbe como si nunca hubieses existido.
Cenamos todos juntos y cuando me despedí de todos, mi ahijado me pagó una guagua de regreso a mi casa. Yo estaba bucólica con todo lo que comí, y fácilmente podía estar sin comer el resto de la semana. Pero su esposa, que era una chiquitita así dominicana pero bella, con personalidad translúcida, se llamaba Milonga, con los ojos verdes, media comemierda también, quería que fuéramos a otro restaurante en Guayama el próximo día. Era el restaurante de un primo lejano mío, de los pocos que ya quedan en Guayama. Yo me vestí de lo más simplecita, y me monté en la guagua cuando pasó a buscarme el próximo día, y nos fuimos a Guayama a comer todo el día. Yo no pagué ni un centavo, ya que yo era la más que madre de mí ahijado, el general que comandó a toda Europa. A veces me parece una fábula, decir que mi ahijado fue el general que comandó a toda Europa, me ensalza la vida, me quita los pesares de este cuerpo de ochenta y seis años. Ya soy casi una muerta en vida.
Yo tengo otros sobrinos que sirvieron en la guerra, pero si te cuento no me vas a creer. Uno de ellos, Francisco, era piloto y se estrelló con la avioneta. La milicia llamó a mi casa para contarnos que murieron todos menos él. Él quedó desbaratado, en pedazos, con sus piernitas todas descosidas. Lo que pasó fue que cuando Francisco ya iba lejísimo por Europa, la milicia lo llama por radio para decirle que virara la avioneta hacia atrás, y en ese giro, ahí fue cuando se estalló el avión. Mírame la cara, ay lo siento de veras, es que se me humedecen los ojos cuando pienso en eso. Pero no me mire muy cerca, solo con el rabillo del ojo, porque me da vergüenza. Todavía lloro como una niña, pensar que ese muchachito, mi sobrinito Francisco, estuvo a punto de matarse. Pero hoy día él está bien, y ya no lloro de tristeza, sino lloro de alegría, de ver a la gente progresar, de ver a los niños florecer. De ver a mi familia estar viva. De ver a esos sobrinos nietos de uno cómo están, uno se cae para atrás. Es que los amo, como si yo misma fuese la madre de ellos.
He querido a tantas personas con mi amor maternal, con el amor que me dieron y el amor que aprendí. Ha sido mi labor amar, con amor que edifica almas y casas y familias de distintos andares. Además de mis familiares, yo también he ayudado a numerosa gente a progresar mucho. Pregúntele a los que pasaron por mi tutela, hoy día son personas de preparación. Ellos te dirán que parte de eso que hoy día llegaron a ser, yo cooperé. El psiquiatra cubano, que se fue a Venezuela y en Colombia consiguió los papeles para venir a Puerto Rico, yo lo escondí en el cuarto de atrás por muchos años. Un hombre de brillantez sencilla, sagaz como filosófico. Nos pasábamos las horas debatiendo sobre la medicina en Cuba, aunque a mí nunca me ha gustado mucho esos temas científicos. Pero con él me instruí bastante. El pobrecito murió de cáncer, pero yo siempre me ocupaba de que su nevera tuviese comida.
Los otros muchachos que yo crié, ya todos están crecidos y seguramente algunos se han olvidado de mí. Pero siempre recuerdo a otra que aquí vivió conmigo. Era una asiática de ojos picantes llamada Ehuang. Ella y yo hablábamos un arroz chino mal hecho, pero nos entendíamos. La muchachita tuvo que estar en la oficina de inmigración tres días sin bañarse antes de que la exportaran a China de nuevo. Yo siempre la advertí y le dije que se fuera a Santo Domingo para que consiguiera un buen hombre que la casara por allá. Pero la cogió la inmigración antes de ella poder terminar sus estudios. Yo me enfurecí tanto que la arrebataran así tan obscenamente. Es que así es el maldito funcionamiento de la política tuerza de aquí. Todo es un doblegue, las leyes son para los pobres, la minoría. Los de arriba nadan en orgías de billete. La última vez que vi a la asiática le di cinco mil dólares y la mande a China con Dios y con un libro en inglés de Albizu Campos. La muchachita se comunicaba conmigo desde China por correo, me contaba de sus problemas, que por favor fuera a buscarla, pero jamás tuve los medios para poder hacerlo. Nunca he entendido las fronteras que nos separan, las fronteras que cortan la confianza.
Déjame no seguir aburriéndote con mis relatos de vieja. Ya estoy cansada. Han pasado lluvias caer sobre el lienzo de mis manos, he sufrido como nadie ya sufre. Pero he criado y he enmendado vidas que necesitaban ser amadas. Mi hermano Rafael siempre me lo decía, que yo era magia, que era innato mi encanto de madre. Puesto que ahora entiendo que esos dones son vicisitudes del corazón. Casi como hechicería: o lo tienes o no lo tienes. Y si usted supiera que jamás he parido muchacho. Jamás me he enamorado como los locos que se meten en chanclas a los montes para hacer el amor y terminan enfangados bajo la lluvia de las palmeras. Dis que romántico le llaman a eso.
Ya yo estoy muy vieja como para viajar o enamorarme, esas son travesías de la juventud. Pero me entristece el alma ver con qué rapidez nace gente bruta, comemierda, ignorante, soberbios, yeguas inservibles, gente que no importa lo desdichada que esté, siempre piensan que de alguna manera son merecedores de algo. Se necesitan nuevos tiempos, revivir a la madre tierra ancestral, a la diosa del conocimiento para que hayan más que nazcan con dones para conquistar al mundo con la grandeza de sus esfuerzos. Mis sobrinos sensatos, mis hermanos heroicos, los niños de la calle juiciosos; son viajeros todos, así como he viajado yo para llegar hasta aquí. Paso mis días en la hamaca de mi balcón pintoresca, mis helechos y matas de menta perfuman el aire con frescura. Verás que cuando llegues a viejo, te convertirás en silla mecedora, tolerante al tiempo. Todo se convierte en un recuerdo complaciente.
Algún día mis sobrinos nietos sabrán cómo es llegar a ser vieja y desgastada. Intentarán cruzar la calle para ir al cinema como a mí me encantaba en la juventud. Serán sorprendidos en notar que ser viejo es como sentarte a ver una película que estuviste muy distraído para concentrarte bien en ella, y al final la trama es sobre la leyenda de la vida que culmina en muerte anticipada. Mientras tanto, los niños comen sus palomitas de maíz, sus dulces envueltos en caramelos, los novios en las esquinas besándose. Pero algún día ellos estarán como yo. Encorvada en una silla roja del cinema hecha un esqueleto expeliendo perfume de muerte.
Todo comienza colorido y termina blanco y blando, como los pisos de mi casa de infancia. Mi hermano Rafael se casó con la negra gorda que le apestaba la vida y ella terminó matándolo. Al fin, todos tenemos algo que nos mata, y por si no nos mata, pues nosotros lo matamos. Mi sobrino Francisco es un milagro de Dios que esté vivo y se pasa la vida creyendo que es inmortal, pero ya pronto se le quitará esa presunción. Son ellos los pilares de mi vejez, recordar es vivir junto a ellos. Mi ahijado, la asiática, el cubano prófugo: son las excusas que utilizo para pensar que he vivido una vida significante. Pero no haré excusas, sólo los peones hacen excusas por sus necedades. Así que no son mis excusas, son mis razones de ser. Más que madre me dijeron una vez un par de labios profesando sabiduría. Todos necesitan una más que madre, suave y agraciada, para capitanear en los recorridos entre Puerto Plata, Brooklyn, y Puerto Rico. Esa más que madre fui yo para los míos y lo seguiré siento después que muerta ya estén mis pocas palabras de vida.
Laura Pulliza. Es una joven autora de San Juan, Puerto Rico.
Estudia Bachillerato en Biomédica en la Universidad.
📩 Contactar con la autora: laura.pulliza [at] gmail [dot] com
Revista Almiar – n.º 89 / noviembre-diciembre de 2016 – MARGEN CERO™
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