relato por
Alejandro Pérez
C
omo escritor que soy o como escritor que me considero, debo contarles el acontecimiento mundial de diez años atrás. Ya cuento la historia no con la falta de creatividad de un reportero, lo que era en ese entonces, pero sí con la misma atención a la veracidad y a la mínima distorsión de los hechos. Al menos, eso es lo que intentaré.
Sucede que se empezaron a rebalsar las papeleras. Esa fue la primera seña. Llegaron reportes desde Pamplona, desde La Habana, y desde Nueva York, pero también desde Johannesburgo y Sydney. En cada esquina del mundo se veía la misma alerta, el mismo indicio de que algo no iba bien.
Aunque es precipitado decir que las cosas no iban bien. Para describirlo con más exactitud, lo que pasaba es que las cosas cambiaban. Los indicios indicaban esto exactamente, que las cosas ya no serían como antes.
Las papeleras se rebalsaban a veces de una forma elegante. Un pedazo de pizza a medio comer, un plátano también comido a medias, recibos de los bancos y de los restaurantes. Uno por uno, poco a poco, en silencio, las cosas se iban rebalsando. Con la elegancia de una catarata que cae sin prisa en los meses de verano, fue la descripción exacta proveniente de la ciudad de San Juan.
Sin embargo, en otras circunstancias, aunque es verdad que eran más contadas, las papeleras se rebalsaban de una forma más violenta. Desde la ciudad de Amsterdam, nos llegó la descripción diciendo que el fenómeno de las papeleras se asemejaba algo a lo que pasa con una manguera. No había ningún aviso. Las papeleras no decían nada, no anunciaban que iban a rebalsarse, no pedían ayuda. Como una manguera que permanece en silencio e inesperadamente sale con un chorro violento de agua. En este caso lo que salía era basura.
El segundo indicio, el cual les puede parecer bastante inesperado y dejarlos estupefactos, es que también se empezaron a rebalsar los contenedores de reciclaje. Realmente una cosa que no era ni imaginable, pues todos sabemos del ser humano y su negligencia a la hora de reciclar.
Las botellas de bebidas isotónicas, que servían mayormente para hidratar a los hombres de negocios que nunca paraban de correr, iban a la basura.
Los diarios de deportes también iban a la basura, casi siempre sin leer, y si leídos por alguna circunstancia rara, sólo una página habría sido leída.
Las cajitas de jugo de los niños, también a la basura. Casi siempre.
Pero ese día las cosas eran diferentes. Porque por alguna razón los contenedores de reciclaje también se estaban llenando y rebalsando.
Realmente, no sé si era porque la gente estaba tirando sus vasos, y sus botellas, y sus diarios al contenedor de reciclaje como era correcto hacer y como nunca antes se había hecho.
Si tuviese que adivinar, diría que este no fue el caso y que lo acontecido se debía a algún fenómeno raro e inexplicable.
Luego empezaron a suceder cosas más inquietantes. Desde Turquía recibimos la información de que el río Éufrates se estaba rebalsando también, o como es agua, diré inundando.
Es el caso que los afluentes se estaban rebalsando. ¿De dónde estaba llegando el agua? ¿De dónde? Te preguntas…
No lo sé, no lo sabe nadie. Sólo puedo decir otra vez que los acontecimientos de ese día fueron muy extraños, tanto que parece surreal, pero prometo que cuento toda la verdad, o al menos la verdad hasta donde la conozco.
Desde Egipto nos llegó la noticia de que al Nilo también le pasaba lo mismo. Ya no tenía suficiente espacio para contener toda el agua que le venía desde los afluentes, y por lo tanto, no le quedaba más remedio que empezar a rebalsarse.
Pánico, el pánico empezaba a adentrarse en las casas de los ciudadanos. Y el agua también. En los sótanos de las casas próximas al Nilo y al Éufrates, agua empezaba a meterse, poco a poco. Los suelos de los sótanos se mojaban poco a poco, y poco a poco se iban empapando.
Lo mejor es que los ciudadanos no tuvieran alfombra, porque si la tenían, seguro que se les arruinaba en una cuestión de horas.
Y en las calles de Turquía y Egipto, las aceras estaban mojadas. No llovía, incluso el día estaba caluroso y seco, pero el río se encargaba de regar las aceras.
También nos llegaron llamadas reportando que parecía que el Atlántico y el Pacifico podrían rebalsarse también en los siguientes días. Sin embargo, no les prestamos mucha atención a esas llamadas, pues la magnitud de esos acontecimientos hubiese sido demasiado grande.
Y es común de la mente humana ponerse a trabajar para derrotar a los pequeños obstáculos, pero también ignorar las posibles catástrofes, por miedo a afrontarlas.
En las cadenas de radio también ocurría algo extraño. Esas pequeñas cadenas de radio, que apenas reciben llamadas, y si reciben, reciben una cada dos o tres horas, empezaron a inundarse con llamadas.
Sin embargo, las llamadas eran anónimas. Eran números distintos, de partes distintas del mundo. Y llamaban e inmediatamente después colgaban. Muchas cadenas de radio se colapsaron por esta razón, no pudiendo soportar el flujo constante de llamadas. Las llamadas ya no entraban.
¿Y qué decir de los hospitales? En los hospitales era donde mejor se podía oler la tragedia. Había demasiado dolor. Sucedía que los enfermeros y las enfermeras hacían pruebas de sangre para diagnosticar a sus pacientes, como era habitual. Metían una aguja en la vena, y el frasco se empezaba a llenar de sangre. Pero la sangre seguía saliendo. Ya no se podía parar. La sangre se salía del frasco, se rebalsaba, estaba por todo el suelo.
Tras entrar en el hospital, se sentía el fuerte y dulce olor de la sangre fresca, recién sacada. Era lo suficiente como para que cualquiera que visitara se desmayara de inmediato.
Yo no entré en ningún hospital ese día, pero es lo que me cuentan.
También nos llegó un reporte un tanto peculiar desde París. En el estadio de fútbol, jugaba el equipo de París contra Marsella.
Ya sé que estarás pensando, ¿por qué razón hubo un partido de fútbol en un día tan extraño? ¿Por qué hubo un partido de fútbol en un día en el cual se podía oler la tragedia?
No estoy seguro, pero creo que es porque la gente, al escuchar noticias desconcertantes, habitualmente elige refugiarse en el ocio.
Pues, sucede que el estadio estuvo a punto de colapsarse. Su capacidad era de 80.000 personas, y se calcula que entraron unas 160.000. ¿Cómo? No se sabe. La gente entraba, entraba, y seguía entrando.
El fondo sur del estadio se colapsó en su totalidad. Hubo alrededor de 200 muertos. Y lo peor de todo es que todo el estadio hubiera podido venirse abajo. Imagínatelo.
Al día siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Hubo un alivio muy grande y bastante generalizado a nivel mundial.
Pero en ese día anterior las papeleras se rebalsaban y los contenedores de reciclaje también. Los afluentes, y los ríos, e incluso los océanos se rebalsaban. Las cadenas de radio se rebalsaban con todas las llamadas, los hospitales se rebalsaban de sangre, y los estadios se rebalsaban de gente.
Pero si algo puedo remarcar, ya saliéndome de mi objetividad y siendo totalmente subjetivo, es que en ese día tan caótico, donde nada entraba donde tenía que entrar y nada cabía donde tenía que caber, a mi parecer, las cosas empezaron a cobrar algo más de sentido.
Alejandro Pérez. Estudiante universitario en la Universidad de Emory, nació en Maryland en el este de los Estados Unidos. Creció en un ambiente bilingüe/bicultural y ha vivido en tres continentes. Le fascina la escritura de Cervantes, Unamuno, Camus, y Kafka entre otros grandes de la literatura. Para comunicarse con él, su correo electrónico es alejandro.je.perez[ at ]gmail [.] com
Ilustración relato: Fotografía por 41330 / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar – n.º 96 / enero-febrero 2018 – MARGEN CERO™
Comentarios recientes