relato por
José Rivas
L
uego de un viaje tan largo, donde recorrí el abandono estatal de un camino, llegué a casa. La premura en mis pasos la disimulé con una tibia cautela. Mi madre estaba allí. Esperé que su reacción fuese una ambivalencia entre sentimientos que por lo general me cuestan manejar. Por fortuna eso no pasó. En el saludo de bienvenida, supuse que no esperaba mi presencia. También intuí que no la necesitaba.
Mientras me instalaba tuve que ser cuidadoso: no quería que sospechara que dicha estadía iba a ser permanente. Ella distaba de ser la mujer que se marchitaba con respirar. La memoria no me estaba engañando. En su rostro había regresado algo de un lugar inesperado.
El cansancio y las señales inexactas que recibí, hicieron que la fatiga no me diera tregua hasta el otro día.
Al levantarme un suspiro me paralizó. Escuché cómo la risa llamativa de mi madre salía de la habitación que supuse abandonada. Sin que lo advirtiera, me escondí tras un mueble viejo. Agazapado, pensé que el desvarío era tangible. No obstante, además de las risas, ella se despidió de alguien. La vi salir tan luminosa como en el antaño, ahora eclipsado por la desgracia. Me deslicé hasta allá. De nuevo apelé a la memoria. La misma sin titubear me aseguró: que todo estaba igual. Nada había sido cambiado de su sitio, esperando el retorno de mi hermano, el mismo que una guerra injusta había alejado de nosotros para siempre. Mi madre y su deseo estéril, decidieron que ningún objeto debía moverse.
Conforme iban pasando los días, vi que la tristeza de mi madre estaba tardando en llegar. Ella reía, hablaba y hasta preguntaba cosas a alguien que no sólo estaba en esa habitación. De nuevo su cordura cedía. Por eso decidí que dejarla en ese estado era lastimoso. Junté un sentimiento parecido al valor y la seguí para poder cerciorarme de su malestar. Me escondí tras su fantasía, escapé de sus conversaciones y hasta camuflé el respirar entre sus comentarios. Y entre más lo hacía algo pasaba. Había un murmullo que invitaba a irme. Lo percibía. En principio creí que la demencia de mi madre había logrado que un atisbo de paranoia también me persiguiese. Sin embargo aquella vigilancia no era maligna, no intentaba hacerme daño o siquiera intimidar. Me aferré a los convencionalismos empíricos para demostrar que no era más que una ilusión creada por un dolor indescriptible, y que mi presencia era necesaria para ayudarla a salir de esa realidad.
Y así fue que colmado de razones fui a su encuentro: iba a despertarla de la ficción. La llamé, aunque sus pasos se dirigían otra vez hacia la habitación. Cuando iba a ingresar, una nostalgia que acariciaba el presente me detuvo. Hasta el momento de hoy, no sé si mis sentimientos o algo que éstas palabras no pueden describir, percibieron que un suspiro lleno de bondad me paralizaba. Era tan cálido, tan cercano, tan familiar, que no podía ser de otra persona. No hizo falta entrar para saber que mi madre no se apagaría.
Sin despedirme, me marché. Estoy seguro de que la visita que llegó antes de mí es permanente. Y aunque me vuelvan a resurgir emociones encontradas, sé que aquello que sentí como verdadero y que dudé que fuese cierto, hace que ella esté en un sentimiento que yo o alguna otra cosa en este mundo no podemos brindarle.
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🖼️ Ilustración relato: Fotografía (detalle) por 73454 / Pixabay [CCO dominio público]
Revista Almiar – n.º 89 / noviembre-diciembre de 2016 – MARGEN CERO™
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