relato por
Francisco Martínez Hoyos
N
unca tuvo secretos que te fueran ajenos, Miraflores. Llevaba cinco años bajo tierra y no dejaban de publicarse, cada primavera, nuevas entregas de una reserva de inéditos que parecía el bolso de Mary Poppins: novelas, cuentos, ensayos o esbozos de las memorias que nunca remató. Daba igual: invariablemente, el público saludaba el humor ácido y la prosa cortante como dientes de tiburón del que en vida había sido un hombre retraído, irreconocible en la exuberancia selvática y el barroquismo impúdico de sus textos. La crítica, esa panda de esnobs, se hubiera alejado en circunstancias normales de aquel ídolo de masas, horrorizada ante cualquier atisbo de confluencia con los gustos del populacho, pero Javier Monterrey, el enfant terrible de las letras mexicanas, les había ganado la voluntad hacía mucho tiempo. Y eso que había muerto de la manera más vulgar, del balazo que un marido cornudo le había incrustado en la sien. Porque su verdadera vocación era correr detrás de las faldas con ímpetu omnívoro, sin distinción entre la camarera y la top model a la que pescaba en «ruin barca». Las letras, en cambio, nunca fueron para él más que el pasatiempo al que recurría cuando iba mal de dinero, el fogonazo de genio entre dos semanas de sexo y borracheras. Por eso, algunas cabezas con sentido común no podían explicarse que alguien que vivía tan a salto de mata hubiera dejado tras de sí ese legado sin límites. Pero a ti, Miraflores, nada de eso te extrañaba. Porque tú sabías la verdad.
Todo empezó como empiezan siempre las buenas historias: con una mujer. Helena Tarapova parecía la diosa de la frivolidad, pero bajo su aspecto de starlette descocada escondía un ave rapaz con singular instinto para captar a lo lejos un negocio rentable, perseguirlo y cazarlo hasta que exprimiera la última moneda, aunque fuera de cobre. Por eso estaba al frente de la división de narrativa de La Editorial. ¿Quién como ella para reflotarla en medio de la crisis más pavorosa de las últimas décadas? Hacía ochenta años que su abuelo, Octavio Monteolite, había fundado esa empresa de nombre poco imaginativo y expectativas desmesuradas, puesto que aspiró desde el principio a ser la editorial por antonomasia. No sólo de España, también del mundo. El tiempo se encargó de hacer realidad este sueño, de la mano de un talento innato para las relaciones públicas inversamente proporcional a su pequeña estatura. Porque Monteolite, igual que Napoleón, era un tipo bajito. Aunque, eso sí, muy concentrado. Tan rápido en captar de qué iba una persona o una situación como Wyatt Earp en desenfundar su revólver. Con esa clase de viveza que poseen todos los que han pasado hambre de niños y que no se puede explicar, sólo reconocer. Tal vez por eso, a diferencia del Gran Corso, no poseía ningún complejo. Con él, los psicólogos se hubieran muerto de hambre, o habrían tenido que buscarse un trabajo de verdad. Le gustaba contar, adornando en cada ocasión la historia con un detalle nuevo, que su metro cincuenta le había salvado la vida cuando unos milicianos borrachos le intentaron fusilar por desertor en marzo de 1939. Si hubiera sido más alto, la descarga le habría alcanzado de lleno en la sesera. Aunque, a decir de sus enemigos —los muertos de hambre que se excitaban al publicar la última defecación de cualquier teórico del giro lingüístico, con tal de que viviera en París—, estaba claro que, visto lo visto, a los rojillos no les había fallado la puntería con aquel palurdo.
Helena era el fruto de unos amores prohibidos, los de Astrid Monteolite, la niña de los ojos de Octavio, y Alexander Taparov, el espía que había enviado a España el KGB para sabotear el eurocomunismo de Santiago Carrillo. Sus genes rusos le habían dado la cabellera rubia que podaba con un peinado a la garçonne que la volvía irresistible sobre todo si le daba por lucir corbata, un apretado pantalón de cuero y botas acharoladas, mientras se complacía en exhibir en toda su extensión la espalda donde habitaba el lunar más codiciado de la empresa, el segundo sueño más salvaje de cualquier varón, sólo por debajo de un despacho de la planta séptima. En los lavabos, a los directivos les gustaba presumir de habérsela tirado, en una competición infinita por ver quién inventaba el detalle más procaz. Como habrá adivinado el lector inteligente, todos mentían. Porque a ella, que jugaba en una liga muy distinta, tenía razones más que sobradas para no interesarse por los hombres. A excepción, claro está, de sus tres hijos, a los que mimaba como una madraza liberal, con la que Roberto, Alcázar y Pedro podían hablar de cualquier cosa, de sexo y hasta de marihuana, sin ningún tabú, siempre que no se dejaran llevar por la idea suicida de echarle un pulso.
Aunque frisaba ya la cincuentena, conservaba un cuerpo capaz de matar de envidia no solo a maduritas como Jennifer López o Sharon Stone, también a las nenas que soñaban con ser la nueva Britney Spears en el último talent show de moda. Hubiera podido ser modelo de proponérselo, pero nunca vio las pasarelas más que como la distracción de la veinteañera hiperactiva que todavía era a los cuarenta y siete.
—¿Por qué abandonaste la moda, Helena? —lanzaste la pregunta, Miraflores, sin pensarlo mucho. Te lo podías permitir. Más allá de la relación laboral, existía un respeto mutuo de muchos años en el que los dos sabíais hasta dónde llegar.
—Porque prefería la compañía de los libros al de las pechugonas obtusas que sólo hablaban de futbolistas. De sus longanizas, más bien.
—¿De sus longanizas?
—Porque todos eran unos cerdos.
—Al menos, te distraías.
—Es cuestión de carácter, Luis Alberto. No sé vivir si no hago mil cosas.
—Tu último libro, Escapada invernal, era correcto. Pero podía haber sido excelente si le hubieras dedicado más horas.
La Venus bibliófila lanzó una mirada que hubiera asustado a Jack el Destripador….
—Era sólo un pasatiempo. No pretendo ser Rosa Montero ni Almudena Grandes.
—Porque no quieres.
—Siempre tan galante —dijo, mientras el azul de sus ojos te examinaba con insolente desparpajo. Cualquier espectador ingenuo la hubiera tomado, en ese momento, por un general que examinara las posibilidades del avance de su infantería tras el desembarco de Omaha Beach. En realidad, su desenvoltura tenía una explicación menos excitante. Tú eras una especie de amigo gay, en el sentido de que no cabía esperar que la miraras con un atisbo de lujuria. En realidad, nadie en la empresa suponía que te fueran los caracoles porque todos, de manera axiomática, veían un animal asexuado, incapaz de un orgasmo a menos que tuviera entre manos un libro, ese artefacto que algunos todavía confundían con algún modelo extraño de juguete erótico.
Pero una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa. Aunque no ibas a llevártela a la cama, disfrutabas con aquel coqueteo tan sexy como inocuo. Hasta que los preliminares daban paso al siguiente nivel, el de los asuntos serios. Ese era el orden que exigían las relaciones sociales, una verdad sencilla que nunca fue capaz de introducirse en tu gran cabezota, Miraflores, obsesionada siempre con poner las cartas boca arriba e ir al grano. Como si hubiera algo digno de interés, mi pequeño saltamontes, compatible con la manía de buscar el camino más corto entre dos puntos.
¿De que vendría a hablar? Desde toda la vida, tú figurabas en un puesto de honor de sus fontaneros de urgencia, los escribidores aptos tanto para un roto como para un descosido, a los que encargaba las misiones desesperadas en los plazos más inverosímiles, como si creyera que bastara decir «levántate y escribe» para parir trescientas páginas, como si supusiera que las palabras brotaran de la cabeza del autor con la misma fluidez que el agua de una fuente. En los años que levabas en el negocio, de tu pluma habían salido grandes éxitos tanto de autores muertos como en el auge de sus carreras. Una vez, en apenas dos semanas en las que trabajaste dieciséis horas al día, te sacaste de la manga un libro de viajes sobre Grecia, país que nunca habías visitado. Salió con la firma de Reinaldo Caballero, el rey de la novela humorística, demasiado ocupado por entonces en la promoción de un relato descacharrante en el que un simio sustituía a Hitler sin que nadie se diera cuenta. Caballero tampoco había pisado jamás el país de la Acrópolis, pero tuvo el detalle de proporcionarte una extensa bibliografía que llegó a tu casa en un camión de mudanzas. Además, tras la publicación, recibiste por correo certificado un ejemplar con su autógrafo. Noblesse oblige.
Esperabas, deseabas más bien, que la Tarapova te hiciera una oferta un poco sustanciosa porque, después de tres meses, tu casera empezaba a impacientarse. Y no era cuestión de pagarle en especie el resto de tu vida. Así que, mientras la gran jefa adoptaba su tono profesoral, tú pusiste cara de estar prestando atención.
—Alfaguara acaba de publicar lo último de Roberto Bolaño. Se habla en todas partes del libro: en Babelia, en ABC, en la redes sociales… Si queremos disputarles la franja de mediana edad entre dieciocho y cuarenta y cinco años, nada mejor que una nueva novela de Javier Monterrey.
—¿Público culto? En España no gastamos de eso.
—Se me olvidaba que tú siempre has sido muy español, español, español…
—Un poco menos que tu abuelo, el viejo Monteolite.
Helena hizo como si no escuchara. Miraflores fingió no ver la provocativa desnudez de su hombro derecho. Sabía que no le estaba enviando ningún mensaje: simplemente celebraba la madurez apoteósica de la que ya no necesitaba más piropos que su propia autoestima.
—Dejémonos de historias. Tienes un mes para escribir una novela de 150 páginas a doble espacio y Ariel 12. Invéntate una de esas historias que tanto le gustaban a Monterrey: narcotraficantes, reinas de la belleza, asesinatos.
—Tres palabras: la vida misma.
—En cuanto al dinero, será lo acostumbrado.
—Pero el alquiler sube. La luz y el agua suben. Las tarjetas, ídem de ídem.
La nieta de Monteolite esbozó una sonrisa de triunfo
—Si no te interesa, tan amigos. Jaime Inclán anda últimamente desocupado. Seguro que aceptará el encargo.
—Jaime es catedrático de Universidad. Gana un pastón, pero aceptará cualquier cosa porque el dinero no le llega para putas. Es listo, es guapo, pero, con ese carácter endemoniado, no tendrá una relación estable en su vida.
La Venus bibliófila esbozó una sonrisa irónica.
—Tus palabras hasta suenan ecuánimes. No has vuelto a hablar con él desde aquello, ¿verdad?
Os llamaban «los tres tenores» desde que una cierta mañana de domingo, en un pub irlandés, en medio de un intenso olor a marihuana y una penumbra digna de Caravaggio, la emprendisteis con Clavelitos y la destrozasteis con mimo digno de mejor causa. Sin que os importara que entre la concurrencia se encontraran periodistas, políticos, hasta un par de concursantes de Gran Hermano. Jaime era el cabecilla del grupo, con un liderazgo tan intenso que ninguna sombra podía proyectarse a su alrededor. Por eso lo vuestro acabó tan mal. Mientras tanto, Monterrey ni siquiera se tomó la molestia de mediar, absorto como siempre en sus conquistas. Cuando le pediste, desesperado, que mediara, te echó de su casa entre insultos. Dijo que los dos estaban hartos de soportar a un tipo tan egocéntrico, a un don nadie con pretensiones.
Seis años después, aún tachabas al señor catedrático de esquirol como si esa fuera la auténtica clave de tu resentimiento. Ningún pretexto era malo para dedicarle un sarcasmo salvaje, con andanadas que cualquier cenutrio hubiera tomado por desconsideración cuando saltaba a la vista que tanta molestia por dedicarle términos vejatorios sólo podía significar una cosa, el homenaje por caminos retorcidos e inconfesables al viejo amigo al que tanto echabas de menos. Al que ya nunca volverías a ver, por el bien de los dos.
—Ya lo tengo, Helena. Escribiré una novela histórica sobre una amistad rota, la de Simón Bolívar y Francisco de Miranda. Hasta tengo título: el don nadie.
La gran jefa te miró con divertida incredulidad. Siempre te vio venir de lejos. Pero su objeción nada tenía que ver con tus intenciones ocultas, sino con el pragmatismo de la que hubiera podido escribir, sin apenas esfuerzo, la Crítica de la razón poética.
—América Latina no le interesa a nadie. Como estamos en el año de su cuarto centenario, harás una novela sobre un Miguel de Cervantes enamorado de Teresa de Ávila.
Agachaste la cabeza, vencido, pero aún con fuerzas para ensayar un tímido contraataque.
—Pero sí se llevaban treinta y dos años…
—Sí, claro. ¿Es que una mujer del Siglo de Oro no tiene derecho a su Toy Boy?
Menos mal, pensaste, que siempre habría algún crítico dispuesto a escribir que Javier Monterrey trasgredía con audacia los convencionalismos de la novela histórica, en una subversión profundamente irónica del ya gastado concepto de verosimilitud, dentro de un ejercicio que exploraba las facetas más recónditas de dos grandes escritores por encima de lo caminos trillados de la historiografía académica.
Como siempre, la Venus bibliófila tuvo razón. Se vendieron cien mil ejemplares sólo en la primera semana.
Francisco Martínez Hoyos, es un historiador y escritor catalán.
📧 Contactar con el autor: fmhoyos [at] yahoo [dot] es
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Revista Almiar – n.º 86 | mayo-junio de 2016 – MARGEN CERO™
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