relato por
Carlos Montuenga
Año 306 d.C.
Una patrulla romana en los bosques de Retia, al sur del Danubio
L
lueve otra vez. Los caballos deben estar agotados, se escurren en el fango y cabecean con nerviosismo. La niebla nos envuelve, apenas si alcanzo a ver el grupo de jinetes que marcha en cabeza tras el oficial. El lindero del bosque desaparece, oculto entre jirones de vapor. Se diría que nos vamos adentrando en una gran ciénaga. Ya está Septimio cantando a voz en grito; nada le gusta tanto como hacerse notar. Cuanto más llueve, más grita ese necio. El chapoteo monótono de los caballos parece marcar el ritmo a su tonadilla obscena; los hombres se ríen con sus ocurrencias y corean el estribillo. Yo termino por unirme a ellos, al menos eso me ayuda a olvidarme de esta maldita herida que me abrasa como el fuego. El camino es como un río de lodo que discurre entre muros de vegetación. Árboles a millares, troncos oscuros cubiertos de musgo, alzándose sobre la maleza hasta desaparecer en la niebla. Llueve con furia, no consigo ver cosa alguna que indique la proximidad del campamento. Tengo la sensación de que este aire turbio se lo va a tragar todo. Quizá las murallas ya no se eleven dominando la explanada; tal vez nosotros mismos ya sólo seamos sombras, y el campamento entero se haya desvanecido para siempre sin dejar rastro. Pero no, seguro que falta muy poco para volver a verlo, irguiéndose altivo entre la bruma. Sí, dentro de nada nos encontraremos por fin a cubierto, engullendo el rancho bajo la luz de los candiles; Nassia se acercará a nosotros, con el ánfora apoyada en la cadera, dispuesta a servirnos vino. Los hombres se sentirán alegres y reirán mientras cuentan sus chismes y sus historias feas sobre los jefes; luego habrá que limpiar las jabalinas enmohecidas por la humedad, extender grasa de jabalí sobre los arneses, envolver los escudos en fundas de cuero.
Pero estos árboles no se acaban nunca, nos rodean por todos lados y, de cuando en cuando, extienden ramas deformes hacia nosotros, como si esperaran la ocasión oportuna para hacer presa en algún rezagado. Se cierran por encima del camino, formando un pórtico gigantesco. Desde esa cúpula de hojas que se pierde en lo alto, nuestra patrulla debe parecer una hilera de sabandijas que se arrastran por el barro. ¿Quién podría acostumbrarse a vivir en un lugar como éste? Todo es viscoso, turbio, un mundo de alimañas ocultas bajo las raíces retorcidas de los árboles. Algo monstruoso palpita en estas selvas sin fin, y en cuanto a los seres que moran en sus profundidades… los he visto saltar, aullar y hacer muecas horribles durante el combate. Luchar contra esos germanos es como enfrentarse a una legión de demonios enloquecidos que quisieran devorarte. No, no parecen humanos, pero ¡por todos los dioses! cuando los siento acercarse, algo dentro de mí escucha la llamada de sus gruñidos bestiales; entonces lo olvido todo, hasta que soy un soldado, y ya no hay disciplina, ni órdenes, ni siquiera una batalla que ganar, sólo el impulso incontrolable de medirme con esas fieras y hundir mi espada, una y otra vez, en sus vientres peludos. Muchos llamarían a eso valor; no lo sé, ya no entiendo las cosas que se dicen sobre la valentía y el honor, sobre la defensa de las fronteras y la gloria de nuestras legiones. Aún recuerdo las palabras que nos dirigió el comandante cuando llegamos aquí, al finalizar el invierno, para hacer el relevo de la guarnición:
«Soldados, las fronteras del imperio son como una gran muralla que divide en dos al mundo. Milla tras milla, desde los bosques cubiertos de nieve hasta los desiertos, esa muralla, que vosotros tenéis ahora el honor de defender, protege aquello por lo que merece la pena luchar y morir: las leyes, el orden, las artes, el progreso. Si un día dejáramos de luchar, ¿qué quedaría de todo ello? Imaginad los canales secos, los acueductos destruidos, los campos de trigo arrasados, los templos convertidos en establos y muladares. Imaginad el mundo dividido entre mil jefes bárbaros, disputándose nuestros despojos como manadas de lobos».
«Soldados, vuestro valor y disciplina son la garantía de que el sagrado nombre de Roma seguirá siendo venerado y temido en los siglos venideros. No olvidéis nunca que los ojos del emperador Flavio Valerio están puestos en todos nosotros».
Sí, fue una brillante arenga, no lo niego. Cuando finalizó, todos prorrumpimos en vítores al emperador, mientras golpeábamos con furia nuestros escudos; el estruendo debió escucharse a muchos estadios de distancia. Pero no siempre las palabras brillantes son fieles a la verdad. El comandante habló de pueblos bárbaros procedentes del exterior, pero no hizo la menor alusión a los enemigos que están dentro de esa inmensa muralla, confundidos con nosotros, aparentando ser de los nuestros. Sin embargo, cada vez hay más y ya nadie recuerda los tiempos cuando se contentaban con pasar inadvertidos. Ahora sabemos que su audacia no tiene límites. Sí, los cristianos son ambiciosos, ocupan altos cargos en los tribunales y en el ejército. Tienen sus lugares santos en la propia Roma. Hasta tienen un emperador, o algo parecido. ¿Para qué defender las fronteras si no somos capaces de aplastarlos? Cuando no se cortan a tiempo las ramas podridas, el árbol entero termina por secarse. Septimio dice que los cristianos han creado un estado dentro del estado. Puede que sea así, aunque él lo dice sin saber bien de qué habla. Septimio es sólo un crío, pero se cree con derecho a aleccionarnos por tener un tío pretor. Bueno, yo no escucho ni la mitad de lo que dice, por mí puede hablar cuanto le plazca. Si los demás quieren estar siempre pendientes de él y aplaudir sus ocurrencias, allá ellos. Pero ese gallito no se conforma con hablar; nos mira por encima del hombro, como si fuéramos una recua de palurdos. Se considera superior a todos nosotros y, por si fuera poco, está convencido de que ninguna mujer se le puede resistir. Basta con ver cómo mira a Nassia. Parece un halcón dispuesto a lanzarse sobre la incauta paloma. Sin embargo, esa muchacha no es una presa tan fácil como él imagina. Orgullosa, con la melena rubia enmarañada y el gesto altivo, parece una diosa sin nombre surgida de estos bosques. Cuando la miro, siento la sangre golpeándome en las sienes, como si volviera a ser joven. Sí, ¡por Júpiter!, es una bella muchacha, no voy a negar que me gustaría acariciarla y sentir contra mi cuerpo la ondulación de sus caderas. Son muchas las mujeres que he tenido entre mis brazos; amores de una noche en tabernas y lupanares, hembras complacientes expertas en todos los trucos del amor. Sin embargo, jamás consigo recordar sus caras, parece como si se desvanecieran una vez satisfecho el deseo, sin dejar ninguna huella en la memoria. Pero, ¿para qué quiero recordarlas? Siempre habrá otras esperándome en algún lugar. No, mujeres no me van a faltar, y es mejor dejar de pensar en Nassia, no mirar su cabello resplandeciente ni imaginar que mis manos recorren la suavidad de su cuerpo. Sé que ella me evita. Si alguna vez estamos cerca y se encuentran nuestras miradas, puedo ver cómo el miedo aflora en sus ojos. Le asustan mis modales violentos o tal vez siente repugnancia al contemplar mi rostro desfigurado por las cicatrices.
Es mejor no pensar en ella, ¿qué importa una mujer más o menos? Ahora sólo hay que procurar seguir vivo y vigilar la espesura. Sí, lo único importante es resistir, no dejarse sorprender por lo que oculta la niebla. Los caballos resoplan, se sienten agotados. ¿Por qué Septimio estará tan callado? Ahora no me molestaría oír alguna de sus cancioncillas picantes. Pero es un engreído, cree que la tiene atrapada en sus redes y cualquier día se va a encontrar con mis puños. ¿Por qué nadie se ríe? Sus risas apagarían el latido profundo de esta selva. No pensar, no imaginar, ignorar el cansancio y el dolor. Sólo la niebla importa. Todas se van desvaneciendo en ella, por eso no puedo recordar sus caras. Ya no oigo nada, la selva está muda, el corazón le ha dejado de latir pero puedo sentir su aliento; me abrasa como el fuego y atraviesa la muralla, alcanza a los que se ocultan tras ella. Son audaces, gritan, pero de nada les servirá. Sus voces sólo son un eco lejano, la sangre lo va anegando todo hasta perderse en la oscuridad…
Carlos Montuenga Barreira es Doctor en Ciencias. Es miembro integrante del Taller Literario de El Comercial.
@ Contactar con el autor: cmrbarreira [at] hotmail [dot] com
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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 60 / septiembre-octubre 2011 – MARGEN CERO™
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