relato por
Ignacio López Castellanos
Cuando Carnarvon le preguntó: ¿Puede ver alguna cosa?,
Carter le respondió: Sí, cosas prodigiosas.
(23 de noviembre del año 1922, tumba de Tutankamón).
¿C
ómo describir de forma coherente las sensaciones y sentimientos pavorosos que me siguieron como demonios alados del averno en mis sueños y en mi día a día?, ¿cómo describir aquello que atravesó mi alma cuando descendí las terribles paredes de la ilógica y terrible pirámide invertida? ¿Cómo en el nombre de Dios, si es que hay un Dios allá en los cielos infinitos, poder describir aquello que me privó de la compañía de mi amada durante el resto de mi tortuosa vida?
Sinceramente no podría describirlo de ninguna manera, sin que el lector o curioso no esbozara una leve sonrisa de condescendencia por los delirios de una persona demente y atormentada.
En cualquier caso intentaré ceñirme a los hechos sin servirme de dramatismos o especulaciones. Quizás la trascripción de mi viaje sirva a modo de terapia; una forma de exorcizar mis remordimientos y culpas.
Evitaré dar nombres reales o las coordenadas y nombre del lugar que sirvió de escenario para la historia que nos ocupa, por simple precaución, no para mí pues en mi caso ya es demasiado tarde, sino para el posible curioso y profano de la arqueología y todo lo que ello conlleva.
Mi mujer y yo, egiptólogos los dos y maestros de universidad, habíamos conseguido las ayudas financieras, apoyo logístico, y los consejos inestimables de uno de las mayores expertos contemporáneos de la cultura Faraónica, para comenzar las excavaciones en un enclave singular en el que aún apenas si había comenzado la datación de los objetos encontrados, así como la búsqueda exhaustiva de asentamientos humanos.
Los días sucedían de manera furtiva, nos olvidábamos de comer, incluso del paso del día a la noche. La datación de los objetos empezó a crear quebraderos de cabeza a los más convencionales, pues todos estaban de acuerdo en que se trataba de construcciones y objetos provenientes de épocas muy anteriores al Periodo Predinástico, mucho antes de que los primeros cazadores-recolectores nómadas se asentaran en el Valle del Nilo.
La excitación iba en aumento pues cada vez nos dábamos más cuenta de que ante nosotros se desplegaba la majestuosidad de una cultura única. Aunque sin escritura o simbología concreta, sí disponían de ciertos símbolos y pequeñas esculturas que recordaban vagamente a algún que otro dios egipcio. Había un motivo escultórico que se repetía a menudo, una figura antropomorfa femenina con una cabeza que recordaba a la de una leona, en seguida la relacionamos con el culto a Sejmet la diosa de la guerra egipcia, aunque sabíamos que esta era solo una teoría a ciegas pues no disponíamos aún datos de referencia para esta nueva cultura anterior a la era Predinástica.
Recuerdo con cierto respeto y melancolía el día en que descubriera una pequeña caja decorada y pintada, una caja que me recordaba a las ya encontradas en otros yacimientos fechados en la XVIII Dinastía. Estas pequeñas cajas las usaban los antiguos egipcios y al parecer también esta extraña cultura sin escritura, para guardar jarras de cosméticos y fragancias. Los cosméticos y los espejos figuraban a menudo en el ajuar funerario, lo que nos sugería que el arreglo personal también tenía importancia en la vida de ultratumba.
Este descubrimiento hubiera quedado en simple curiosidad histórica, sino hubiera sido por el hecho de que pudiera formar parte de un ajuar funerario. Esta idea hizo que un sudor frío recorriera mi espalda, y casi de forma automática con las manos desnudas comencé a excavar con fuerza, y apartar piedras destrozándome las manos, aunque no me importaba, pues tenía un presentimiento y en aquellos días me dejaba llevar por estos estúpidos arrebatos sentimentales.
Poco a poco comencé a ver unas piedras talladas y colocadas de forma que conformaban un rectángulo en derredor mío y en uno de sus extremos descansaban los restos de dos columnatas derruidas. Aún quedaba mucho trabajo por hacer, no tardé en dar el aviso y durante las dos semanas siguientes nos afanamos de forma casi fanática en este fantástico hallazgo.
Estaba más que claro que se trataba de una entrada a la tumba de algún personaje importante de aquella desconocida cultura. Aunque nos seguía intrigando por qué dejarían tantas piezas y objetos desperdigados cerca de su entrada, objetos propios de un ajuar funerario.
Las excavaciones se sucedieron con lentitud y cuidado, pasillo tras pasillo y estancia tras estancia, la siguiente siempre más amplia que la anterior al igual que los escalones, aunque en más de una ocasión nos encontramos con la sorpresa de que los escalones eran inexistentes y en su lugar aparecían simas que parecían no tener fin, una brecha en la tierra de insondable negrura.
Cuando todos los trabajadores habían abandonado la excavación, acordamos acceder a la mañana siguiente en la que se creía sería la última sala, la cámara que daría cobijo al difunto.
Mi mujer y yo no pudimos resistir la tentación de ser los primeros en atravesar el umbral de aquella puerta que se nos antojaba mágica y de otro mundo.
Cuando dejamos un hueco lo suficientemente amplio como para que pudiésemos pasar los dos holgadamente, decidí entrar yo primero portando una linterna aparte de la que llevaba integrada mi casco de protección. Mi mujer con su típico sentido de la desconfianza y el sumo cuidado en todo cuanto emprendía, me detuvo, y me urgió a que mirara bajo mis pies, pues no había segundo escalón, más tarde sabríamos que no faltaba ni uno solo, el problema era la distancia entre escaleras, pues entre una y otra había unos tres metros de distancia.
Nos valimos de nuestro equipo de espeleólogos, y finalmente tocamos suelo. Fijamos un perímetro de seguridad bien iluminado, y calculamos el tamaño de la sala. No pudimos cerciorarnos del tamaño exacto pues no dábamos con las paredes y teníamos reparos a la hora de alejarnos demasiado del perímetro de seguridad. Solo una cosa llamó nuestra atención, pues en lo que parecía ser el centro de la sala, una brecha hendía el suelo de piedra; al acercarme más pude ver que se trataba de un pozo de cuatro caras, el cual se estrechaba cada vez más hasta converger en un único punto, era esto pues una pirámide invertida.
Tuvimos que contener el aliento cuando pudimos iluminar parcialmente el interior de aquella inusual pirámide; estaba repleta de pinturas y simbología totalmente desconocida para nosotros.
Representaciones de hileras e hileras de seres antropomorfos realizando distintas tareas, en unas haciendo la guerra, en otras rindiendo culto a deidades incomparables, recogiendo cosechas, haciendo el amor en la intimidad de sus alcobas, alumbramientos, acontecimientos astrológicos… era esto un compendio de todo su saber, una especie de enciclopedia visual de toda su existencia.
En medio de mi asombro y ensimismamiento lo vi. Una sombra que se movía y deslizaba en el interior de aquella extraña pirámide inversa; un trabajador accidentado y herido pensé, pero cuando me disponía a descender con el equipo de escalada en seguida recordé que mi mujer y yo habíamos sido los primeros en entrar.
Mi mujer, ¿dónde se encontraba mi mujer?, ¿sería ella la accidentada? No la veía por ninguna otra parte… y sin embargo ¿por qué no me atrevía a pronunciar su nombre?, ¿tan abstraído y centrado en mi tarea estaba que apenas si me percaté de sus movimientos y presencia? No, no era ella, ahora lo sé, pues cuando comencé a descender poco a poco como en un sueño por aquella extraña pirámide invertida, una voz llegó a mis oídos, era la de mi mujer allá en lo alto que me llamaba y me urgía a que detuviera el descenso.
Pero mi cuerpo ya no me respondía, mis ojos observaban cómo las pinturas se sucedían, las escenas y cambios cobraban vida como en una película, y los colores antes tenues y desgastados, se volvían nítidos, con tal fuerza y realismo que serían la envidia de cualquier maestro renacentista.
Abajo ya no se retorcía ninguna extraña y grotesca figura curvilínea, solo una luz cegadora de color malva y destellos cobrizos. Todo era ajeno a mí, me sentía como la marioneta de un maestro titiritero. El último recuerdo que tengo es el de un golpe esponjoso como si me hubiera detenido en el éter mismo. No dejaba de escupir arena, y mi sentido de la visión era nulo.
Al levantar la cabeza era de día otra vez y me encontraba en el exterior tendido en el suelo; mis ojos tardaron en acostumbrar la vista, pero a mi alrededor unas extrañas figuras encorvadas de piel curtida me observaban con curiosidad, una de ellas portaba un cajita de madera pintada, y muchos otros grandes objetos, una colección de tesoros dignos de un rey… esa maldita caja… ese odioso objeto perteneciente al ajuar funerario del detestable habitante de la pirámide invertida, ¿ajuar funerario? ¿O simplemente objetos que aún usaba en vida?
Cuando por fin conseguí centrar la vista, todos aquellos hombres y mujeres, soltaron aquello que portaban y salieron huyendo dejándolo todo maltrecho cerca de la puerta custodia por dos columnatas colosales de mampostería negruzca.
Aquella caja… la abrí… y en su interior hallé unos bellos pendientes, frascos de colores y espejos que dejaban entrever quién era el habitante del extraño palacio subterráneo, una reina…una diosa. Creerán que estoy loco, pero poco me importa ya las apariencias. Hace mucho tiempo que perdí la cautela y el escepticismo que me caracterizaban.
Volví a entrar en el palacio como un cachorro herido y asustado que ansía el regreso al útero materno. Entre estertores y vómitos realicé el camino de descenso hacia la última sala, la sala que contenía la extraña enciclopedia visual. Al llegar a las escaleras propias de un Polifemo, me dejé caer sin fuerzas, exhausto, carente de cordura y deshidratado.
¿Fue todo un sueño? Para mí no lo fue, aunque el tiempo que transcurrió tras este pandemonio, sí que lo fue. Me dijeron que me habían encontrado en una de las titánicas escaleras delirando y llamando a mi mujer, me dijeron que mi mujer había desaparecido.
Al cabo de unos meses la dieron por desaparecida, y me dijeron que necesitaría de ayuda especial para sobreponerme… qué sabrán esos charlatanes, obtusos y de mentes convencionales.
Ahora sé que ella no desapareció, ni tampoco me abandonó, ella fue en mi busca, la diferencia es que yo fui un cobarde y arrastrándome volví al útero materno.
Ignacio López Castellanos. Autor nacido en Asturias.
🌐 Contactar con el autor (FB): www.facebook.com/ignacio.lopezcastellanos
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 73 | marzo-abril de 2014 – MARGEN CERO™
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