relato por
Juanma Bahamonde

 

L

a trompeta era una joya para los jazzmen. Preciosa. Bañada en plata. Su melodía era inconfundible en toda Nueva York. La sordina modelo cup, que llevaba acoplada, le otorgaba un tono íntimo y nostálgico. La melodía del tío Kenny, que le hacía ganar cientos de dólares. El gran Kenny S., mi mentor malhablado. El músico pendenciero y mujeriego. Mi inspiración desordenada y genial. Sus solos no tenían nada que envidiar al del incorregible Charlie Parker. Tampoco sus vicios, el polvo blanco hizo estragos en su música. Le jodió la década de los cincuenta. Nada bueno salió del ritmo «snif, snif». La jodió, y suplicó perdón al viejo Sherman. El abuelo le permitió volver a casa y desengancharse en la vieja mansión de estilo español. Pasó doce días enteros en su antigua habitación. Tumbado en la cama, a oscuras. Vomitando. Soportando temblores y espasmos en perfecta sincronía con alguna danza vudú. Suplicó clemencia a algún dios. Se dio golpes en el pecho con violencia esperando un infarto que acabase con la tortura. Pero no llegó. Si entonces alguien le hubiera ofrecido una pistola para acabar con su tormento la hubiera cogido y apretado el gatillo sin dudarlo. Al terminar el décimo día algo cambió. Los sudores fríos fueron remitiendo. Al décimo segundo día el tío Kenny se levantó cual Lázaro y le dedicó un sincero «merci beaucoup» al abuelo Sherman. Recuperó su trompeta, se disfrazó de Elvis negro y se dispuso a conquistar los grandes clubes de Nueva York.

Pero tras la buena racha de los sesenta, el comienzo de la década de los setenta fue un auténtico cuesta abajo, y sin frenos para el tío Kenny. Una nueva generación de músicos llegaba con ganas de arrinconar el modal jazz. No era reivindicativo. Ahora era snob, hermano. Alguien incluso decía que la gente que acudía a los clubes de jazz ya no escuchaba la música. El jazz no tenía futuro y sonaba a música ambiente. Quizás ese imbécil llevaba algo de razón. Hasta los Jazz Messengers sonaban oxidados. Hasta 1973 fueron años titubeantes. 1974 fue el año definitivo del fracaso. El gran amigo de mi tío, Bobby Timmons, murió de cirrosis a los treinta y ocho años. Joder, eso sí que era beberse la vida a grandes tragos. El tío Kenny entró en una gran depresión. Se dedicó a fundir sus ahorros en whisky y barbitúricos. La vida era insoportable. El público le daba la espalda para acudir en masa a bailar con el feo de James Brown. La crítica decía que sonaba anticuado. Así que el tío Kenny decidió guardar su trompeta bajo su cama. Tenía una idea: pasar la gran hibernación a base de Jack Daniel’s y fenobarbital. Quizás levantarse ocasionalmente para comprar un poco de amor barato. El tío Kenny le hizo una gran peineta a todo Nueva York.

Yo, en aquella época, deseaba entrar en la Juilliard School. Mi tío se rió de mí cuando le conté por primera vez que soñaba con tocar en una orquesta sinfónica: «Eso es entretenimiento para blanquitos con dinero». Pero yo sabía que sólo era una pose del gueto. Él no lo pensaba realmente. El gran Kenny S. admiraba a los grandes clásicos. En la época en que tocaba con Charlie Parker aprovechaba las pausas entre ensayo y ensayo para escaparse a la biblioteca municipal. Devoraba las biografías de Beethoven, Mozart y Haydn. El tío Kenny quería salir mentalmente del gueto y revolucionar la música jazz. Quería pasar a la historia. Pero entonces estuvo meses recluido. Hacía caso omiso a su representante y al histriónico de Ian Ambrosini de la discográfica Sony: «Vamos, Kenny, no la jodas otra vez. No estamos en los cincuenta. El viejo Sherman murió. No querrás acabar como Elvis. Mira la pena que da. Tú todavía tienes mucho que decir en la música, hermano», le decía desesperado.

Pero al gran Kenny S. le daba igual que se lo pidiese el Papa, el presidente Richard Nixon o la reencarnación de Martin Luther King. Kenny S. estaba pasando la gran hibernación y el resto del mundo le importaba una mierda. Bueno, quizás no todo el mundo.

Un día de primavera de 1975, viajé a Nueva York con la escuela parroquial de Nueva Jersey. Habíamos ganado un lacrimógeno concurso de bandas interracial y como premio iríamos a Nueva York a ver un concierto de la Filarmónica. Mamá me dijo que el tío Kenny vivía en el barrio Washington Heights, en el distrito de Manhattan, y que haría una buena obra si acudía a visitarlo. Entonces yo sólo conocía al gran Kenny S. por las portadas de los vinilos y las historias que cruzaban el Río Hudson.

La primera vez que vi al tío Kenny en su apartamento tuve la sensación de contemplar la sombra de un héroe que se apaga lentamente. Con su cuerpo delgado y su mente aletargada por las drogas apenas pudo entender quién era yo.

—Soy tu sobrino, tío Kenny. El hijo de tu hermana Sara. Sabes, está enfadada porque nunca la llamas y no te ocupas de tu sobrino y…

Mientras continuaba con mi larga perorata, el Gran Kenny S. regresó a su cueva, cerró los ojos y volvió al ritmo glup, glup con su amigo Jack D en perfecta armonía. Antes de que terminara de contarle cómo había llegado a su apartamento, una voz ronca, distinta de la otrora gran voz de Kenny S., dijo:

—¿Qué coño he de hacer para que dejes de hablar, hijo?

—Tócame algo. Lo que sea. Acaricia la trompeta como lo haces con la botella de whisky.

—¿Como aquel que sujeta suavemente a una mujer? ─dijo con socarronería─. Y ¿qué gano yo a cambio, eh? Me has despertado de mi hibernación. ¿Te imaginas que despertaras a un oso de su hibernación? ─añadió con un tono de reproche.

—Vamos, tío Kenny, tú no eres un animal. Te propongo un trato: vendré a visitarte cada dos semanas. Yo me encargaré de traerte buena comida y el whisky a través de un colega de mi banda que tiene veintiún años. ¿Qué dices?

El gran Kenny S. dio un aplauso irónico y me dedicó una teatral reverencia para sellar el trato. Acto seguido rebuscó debajo de su cama hasta que encontró la brillante, aunque polvorienta, trompeta bañada en plata con su sordina modelo cup.

Kenny S., la Fiera, se apoyó en el cabecero de su cama, cerró los ojos y acercó los labios a la boquilla soplando con suavidad, como quien besa a su primer amor: con mucho tacto, como si temiera hacerle daño. Fueron sin dudarlo los mejores cuarenta minutos de música que haya escuchado en mi vida. Con un virtuosismo entre Louis Armstrong y Charlie Parker, saltando del cool jazz al modal jazz y de éste al hardbop.

Escucharle me dolía en lo más profundo de mi alma adolescente. Era sentir a tu ídolo roto y derrotado. Alguien que luchaba por no darse una segunda oportunidad. Un misántropo que, sin embargo, poseía un alma que suplicaba por volver a ser ovacionado por el público, respirar el humo de los grandes clubes de jazz de Nueva York, sentir a su lado los acordes del loco Charles Mingus, emocionarse con el piano de Bill Evans y alternar sus solos con los del disciplinado Wayne Shorter.

 

Aquella tarde lo supe. Había despertado a la «Fiera» y ya nunca nadie podría apagar la melodía del tío Kenny salvo, quizás, la muerte.

 

separador La melodía del tío Kenny

 

Juan Manuel Bahamonde Martínez (Murcia, España, 1989). Abogado. Licenciado en Derecho y Máster en Abogacía por la Universidad de Murcia. Escribir ficción es una buena receta para descansar de tantas leyes. Finalista del I Certamen de Relato Corto de la editorial GrupMTM y seleccionado en el I Concurso de microrrelatos Ojos Verdes Ediciones para formar parte de una antología. Recientemente, seleccionado para formar parte de una antología con los mejores trabajos del concurso «Recuerdo incorruptible» organizado por el colectivo «Carpa de los sueños».

📩 Contactar con el autor: juanmabma [at] gmail[dot]com

 

🖼️ Ilustración relato: Suonatore jazz-perwiki, By Twice25 at it.wikipedia [Public domain], from Wikimedia Commons.

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