relato por
Miguel Iglesias

E

n el cuarto C de la calle Castelar, los gritos y las peleas son habituales. No importa el motivo: allí se insultan, se pelean, se lanzan objetos y descargan su rabia; contra ellos mismos, también contra el mundo.

Marcos Rodríguez Cuesta, seis añitos, vive aquí: es hijo de Alfredo Rodríguez y María Isabel Cuesta, y lo oye todo, oye cómo su padre llama zorra a su madre y cómo esta le grita inútil, diciéndole que no puede traer un sueldo a casa. Vive escuchando esas lindezas y aguantando ese ambiente todos los días: y sufre. Normal. No es plato de buen gusto ver a tus padres, idolatrados a esa edad, gritándose y odiándose; y mientras tú allí, escuchando, sin hacer nada.

Cuando empieza la bronca, a veces coge y se mete debajo de la cama: como si sirviera de algo. Siguen los gritos, y lo único que consigue es despertar los miedos a que viniera el hombre del saco, ese hombre, que se lo llevará con él. Tenía miedo y terminaba saliendo de la cama; pero los gritos seguían allí:

—No tienes ni idea de lo que es cuidar a un hijo ¿Y tú? Tú mientras en los bares. Dejándome a mi sola y amargada.¡Irresponsable! ¡Que no puedes ni mantener a tu familia!

—¡Cállate ya! No haces más que amargarme, ¡zorra! Que me jodes la vida.

¡Y tú! Tú que…

Y seguían así horas.

Los llantos y los gritos flotaban en el aire, podían olerse, saborearse; y no eran plato de buen gusto, ningún manjar. Mientras, en otros rincones del bloque, lejos de los padres amargados y su hijo asustado y triste, los vecinos, aburguesados en sus pequeños mundos, se escandalizaban; y a la vez gozaban con la desgracia de los otros.

Marcos no entendía nada. Sufría, en un inacabable y tormentoso día a día: sufría las consecuencias de una familia deshecha, hundida; y quería esconderse, desaparecer.

Soñaba con volar, soñaba con escapar de esos momentos y poder regresar para esos otros en que recordaba como su madre cantaba nanas, o su padre le cogía en brazos. En su lugar encontró un aliado. Un aliado inesperado. Sin vida ni obra.

Marcos se refugió en una lavadora.

Así son los niños: un día, mientras los gritos entraban en escena —como solía pasar—, escuchó en el baño un sonido familiar, pero a la vez extraño. Un ruido chirriante y ronco a la vez, pero pese a su extrañeza, amistoso y atractivo. Un ruido que prometía ser un rincón para jugar, como las colchonetas esas que tanto le gustaban cuando la feria venía a la ciudad. Era un ruido que le llamaba: caminó por el pasillo, con ese aire de pequeño explorador tímido que tenía y abrió lentamente la puerta del baño. Allí estaba, vieja y chirriante: una lavadora con cerca de veinte años que realizaba un sonido potente poderoso, así como exóticos bailes cuando llegaba al momento de centrifugar. Una tortura para los vecinos el escucharla, pero para Marcos fantástica, seductora.

Una nueva madre.

La lavadora vieja y cutre, de la que tantas veces se habían querido deshacer y no podían, con programas estropeados; la única que daba cariño en aquella casa.

Marcos cerraba la puerta: le gustaba sentarse y mirar, escuchando y pensando que la lavadora le hablaba, cuando en realidad lo que hacía era quitar la mierda de la ropa. Se sentaba a escuchar cómo centrifugaba la ropa, escuchando su cuento. Imaginaba el suavizante y el detergente, corriendo entre las ropas, pensando que el lavado era igual de divertido que cuando tenían coche, y su padre le hizo ver el túnel de lavado. Imaginar era fácil. Y necesario. La única forma de escapar de allí.

Cuando veía a su madre de buen humor, sin sombras de llanto en sus ojos verdes, le preguntaba cosas, cosas sobre la lavadora, ansioso de verla funcionar.

—¿Cuándo vas a poner la lavadora?

Y su madre le miraba extrañada:

—Pues no sé… mañana supongo. ¿Por qué me preguntas eso?

—Es que me gusta estar donde la lavadora. Lo paso muy bien. Me gusta.

—Ve a ducharte —su madre reprimió una sonrisa—. Si necesitas ayuda llámame.

Y el niño desaparecía. Se iba y se duchaba, como le había dicho su madre, pero en su interior sentía un vacío, una falta de cariño, un malestar que solo podía curar el electrodoméstico. Marcos seguía en el baño, secándose su pequeño cuerpo mientras escuchaba cómo su padre llegaba a casa.

Cinco minutos después habían vuelto los gritos al nido, y Marcos quería tener esa nueva amiga, ese rincón solo suyo donde meterse cuando las cosas se ponían feas. Hay veces que queremos escapar. Hay veces que el mundo real es un remolino que nos absorbe y nos arrastra a los fondos, a la boca del tiburón. Hay días en que cualquier apoyo nos puede salvar del abismo, hasta una lavadora. Cualquier cosa. Desde luego.

 

cuento La lavadora de Marcos



Miguel Iglesias González tiene 19 años y vive en Gijón (Asturias).
 Contactar con el autor: miguel934[at]gmx.com

  Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

Biblioteca relato Miguel Iglesias

Revista Almiarn.º 67 / enero-febrero de 2013MARGEN CERO™

 

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