relato por
Rafael Romero
A
veces, las rondas de Raimundo duran más de las 8 horas que solía trabajar en aquel parking de la plaza de Jacinto Benavente, hace ya unos diez años. Desde que se jubiló, su mujer custodia las precarias pensiones de ambos como si se tratase de un tesoro y, no muy a menudo, su única hija les deja algo, unos eurillos, como agradecimiento por llevar y buscar a sus dos nietas al colegio. Bueno, eso era antes. En realidad eso fue hace años, cuando Raimundo era un hombre de familia, de buen humor y hogareño. Pero resulta que ahora este abuelo de mediana estatura, pelo blanco, bien recortado, y barba de días escondiendo papada, huye de casa para peinar las principales calles de las zonas más céntricas de Madrid, de los puntos más concurridos y turísticos, de algunos centros comerciales, estaciones y, alguna vez, incluso, de las terminales de Barajas, con la ilusión de hallar alguna moneda olvidada en cualquiera de los muchísimos teléfonos monederos o en las máquinas expendedoras con los que se topa a diario. En sus recorridos, siempre atento, recolecta colillas, alguna lata de cerveza sin acabar, un cacho de bocadillo olvidado en algún banco o lo que sea. Hace lo mismo con los periódicos gratuitos en el Metro y en Cercanías. Se ahorra en tabaco y bebida, y de paso gana algunas monedas en los puntos de reciclaje. Siempre hay algo de valor al lado de los cubos de basura y de los contenedores. Con el tiempo, trapichear ya no es algo que le cueste tanto. Se ha visto en la necesidad de acostumbrarse. En verano, como ahora mismo, roba alguna que otra propina en aquellas terrazas que, por su amplitud y ajetreo, dificultan el control de sus camareros y son más proclives a descuidos. Cuando puede, roba en algún chino, en algún paquistaní, en donde pueda. Los fines de semana, algo encuentra entre los restos de los botellones.
El abuelo necesita la pasta, como sea.
A sus 75 años, Raimundo conserva energía y entusiasmo. No es un perro viejo que derrocha astucia, pero es inteligente y sabe buscarse la vida. Su debilidad, recordar aquellos besos de sus dos nietas por las mañanas y vestir, aunque modestamente, siempre impecable. Limpio y planchado. Se siente bien así, aunque es verdad que alguna vez, frente al reflejo del cristal de una vitrina, ha llegado a descreer que él mismo sea capaz de llevar a cabo esa especie de mendicidad solapada. Pero joder, mira en qué tiempos estamos, piensa, todos tenemos necesidades. Verse bien, además, le evita problemas o rechazo. Si lo ves, ves a un jubilado como cualquier otro. Cada viernes, pasadas las 6 de la tarde, busca un banco en alguna calle poco transitada y se sienta para hacer el recuento del dinero de toda la semana. Con suerte y gracias a su perseverancia, hay semanas en las que, entre una cosa y otra, llega a reunir hasta 8 y 10 euros. No siempre, porque hay semanas en que apenas llega a un par de euros, pero depende también de sus esfuerzos. Luego se acerca a algún chino para que le cambie la calderilla por monedas de un euro o un billete. Una miseria. Quizás. Pero no para Raimundo, que incluso con menos podría apañarse.
Cuando faltan 5 minutos para las 9 de la noche, Raimundo se encuentra frente al espejo de uno de los baños de la Estación de Atocha, en la entreplanta. Es domingo. Está lavándose el cuello, la nuca, la cara y los brazos. Aseándose, refrescándose. Sin nadie más que él ahí, aprovecha para quitarse las costras de caspa que se acumulan en algunas partes de su cabeza, debajo de su grueso y amarillento pelo. Sus sobacos y su aliento no huelen a rosas precisamente, pero ya está acostumbrado. No tiene que impresionar a nadie. Su mujer tiene curtido el olfato. Quizás huela igual que él, o peor. En fin, Raimundo está en los baños, aseándose. Solo. No hay nadie más. Saca una servilleta y la extiende en la orilla del lavabo. Hay algo escrito en ella. Pimientos, Estarlus, Sal, Harina de… Recados de su mujer de no se acuerda cuándo. Cuenta diez monedas de un euro, las envuelve con la servilleta y las guarda en el bolsillo de su camisa. Va hacia las cabinas, abre la puerta de la última, la del fondo, entra, cierra y se sienta en el váter. Tiene un tic nervioso en las bolsas que le cuelgan de ambos ojos. Moquea. Toca sus rodillas, son sólo dos huesos, nunca mejor dicho. Las manos empiezan a sudarle. Saliva seca en la comisura de los labios. Temor a ser pillado.
Intenta no pensar, intenta relajarse.
Afuera, la Estación no es ni la sombra de lo que suele ser a esa hora un día en que la Selección Nacional juega la Final, suceso tan inédito como histórico, de un Mundial de Fútbol en Sudáfrica: viajeros y los seguratas de turno se aglomeran alrededor de una cafetería en donde dos pantallas planas transmiten el partido. Es un momento único en el que parece que no sucede nada más, que todo está paralizado, excepto lo que ocurre en la tele. Es un momento ideal. Raimundo lo sabe. Cierra los ojos y espera. Raimundo se concentra en escuchar. Escucha atentamente y abre la puerta. La puerta se cierra de inmediato. Se oye el pasador, es un sonido también… único. Un chaval, mulato, pelo rizado, alto, delgado, con gafas oscuras, pantalones cortos y chanclas playeras saca su miembro, lo sacude con provocación y se lo restriega a Raimundo en la cara. El viejo contonea su cabeza, agradecido, y abraza al chaval por la cintura, lamiéndole la entrepierna, los muslos y los testículos, sintiendo que el corazón va a explotarle.
El chaval finge un gemido y, al darse cuenta de su torpeza, ríe por lo bajo. «La pasta», dice, apurado, concentrándose para empalmarse. Es la quinta vez que debe repetir la mecánica y, con apenas un café con churros en el estómago y un par de porros, el asunto es complicado. Además, los viejos siempre huelen mal. Apestan. Hay que bloquear el olfato y concentrarse el doble. El chaval coge la servilleta, palpa las monedas y guarda el pago en la riñonera que lleva colgada del hombro. Una vez hecha la transacción, los dedos de Raimundo rebuscan un poco y encuentran lo que quieren. A pesar del sudor, el ojete del chaval sigue conservando cierta aspereza. «Ohhh, joder». Los dedos juegan; el chaval cierra los ojos y empieza a empalmarse. «Venga, abuelo, que no tenemos todo el día». Casi temblando, Raimundo abre la boca y empieza a chupar despacio, cuidando de que la placa no se mueva de su sitio. El sabor, el cuerpo joven y delgado, el acento latino: su gloria personal. Le pone mucho que el chaval le mienta. Sí, aumenta el morbo. No tiene 19 años, quizá tenga 17. ¡Como si tiene 15! Da igual. Ojalá el chaval lo visitara por las noches, ojalá pudiera utilizarlo para matar su insomnio, para rescatarlo de su mujer, de la mierda de vida que lleva. Mientras succiona, la mente de Raimundo viaja y se pierde en túneles oscuros cargados de lujuria y adrenalina. Su excitación se convierte en una pequeña mancha en la entrepierna y en un hormigueo en el vientre. Meados. Da igual. Son los cinco o diez minutos más largos y significativos de toda la semana. Son la recompensa a sus esfuerzos.
Cuando siente esos goterones calientes y espesos en sus labios, en su nariz, en sus mejillas y hasta en su papada, Raimundo sólo piensa en que llegue el próximo fin de semana y en que Dios le ayude para conseguir el dinero que necesita para volver a pagarse este regalito. Y si no lo consigue, hará lo que sea. Lo que sea, se dice a sí mismo, convencido, mientras ve con tristeza cómo el chaval se limpia y se sube los pantalones cortos. «Quiero que me folles», dice, suplicante, «en tu piso, la próxima vez, ¿vale?», repite, «¿eh?», insiste mientras se relame y se limpia la cara con un jirón de tela percudida que alguna vez fue un pañuelo. «Veinte pavos, abuelo, ya lo sabes, en Sol», responde el chaval con indiferencia a la vez que abre la puerta y desaparece. Entonces el cuerpo del viejo parece hundirse en el váter. Un abrasivo ramalazo de culpa y de frustración le cae encima. Es ese momento de vuelta a la realidad en donde la ficción se acaba y no quedan más que molestias. Por eso Raimundo golpea a su mujer todos los fines de semana. Por eso, cada vez que vuelve a casa arrastrando los pies, con los bolsillos llenos de colillas pero sin un céntimo, luego de su epifanía sexual, se siente como la Selección Nacional, poderoso y capaz de todo, a un paso de la gloria. Pero sucede que su mujer, esa vieja gruñona y arrugada, con el pelo sucio y las piernas gordas y varicosas, le lava, le plancha la ropa y le da de comer, y por eso todavía no se atreve a más. La gloria sigue un poco lejos. Y es una trampa. Siempre ha sido una trampa. O un espejismo. Es lo que siente. Las calles están casi desérticas. Toda España está en los bares, en sus casas, en los restaurantes.
La Selección Nacional ganará, pero él no lo sabe. Ni le importa.
Rafael Romero. Guatemala, 1978. Licenciado en Letras por la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Su propuesta (narrativa y poesía) ha aparecido en revistas impresas y digitales (Incubus, La Ermita, Luna Park, Algarero, Las Afinidades Electivas, Remolinos, Haciendo Hora, Letralia, Destiempos, Ariete, Des Honoris Causa, La Cuerda, Literatura Libre, Culturamas, Magazine Siglo XXI). Creador de la revista antológica virtual Te prometo anarquía en donde recoge nuevas propuestas literarias y/o artísticas de Guatemala. Recientemente publicó El elegido (Bubok, 2011), novela corta, Distensión del ansia (Alambique, 2011), poesía, y Génesis y encierro (Cultura, 2011), relatos. Es autor también de Explotarás conmigo y El convoy en el que habito se desplaza entre tinieblas (poesía), inéditos, y de Lo más profundo que hay en mí está en la superficie (en proceso). Actualmente, reside en Madrid en donde trabaja como corrector de estilo.
Sus blogs Epifanía doméstica de la nostalgia pura:
(http://epifaniadomesticadelanostalgiapura. blogspot.com.es/)
y Catecismo; (http://katehizam. blogspot.com.es/).
📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 60 /septiembre-octubre 2011 – MARGEN CERO™
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