relato por
Manuel Moreno Bellosillo
Para TRV
S
oy abogado y estoy habituado a trabajar hasta tarde, si algún asunto lo precisa no me importa quedarme solo en el despacho hasta altas horas de la noche. A partir de las siete los empleados con hogar a quienes aguarda una familia empiezan a desalojar la oficina, el bullicio de la actividad diaria se va desvaneciendo, el febril aporreo de los teclados se silencia, el rumor mecánico de las impresoras se apaga y los electrónicos timbres de los teléfonos piadosamente dejan de sonar. Sobre las diez la oficina se queda casi vacía, el vigilante nocturno hace una ronda apagando las luces de los despachos desocupados y el edificio parece extinguirse excepto por las dos o tres ventanas iluminadas de aquellos despachos en los que empleados de actividad nocturna siguen trabajando. Esa hora de quietud es para la mí la mejor para trabajar en los asuntos que requieren silencio y concentración.
La precisa noche a la que esta historia se refiere me había demorado la preparación de una demanda especialmente compleja ejercitando la acción de nulidad de un testamento. Sobre la medianoche, cuando más reconcentrado estaba en la redacción de la demanda, intempestivamente se apareció un viejo cliente del despacho. Estaba furioso, como fuera de sí, y exigía que le atendieran inmediatamente. Normalmente no hubiera recibido a nadie a esas horas, pero al tratarse de un antiguo cliente del despacho y aparecer en semejante estado de turbación, consideré más conveniente hacer una excepción y atender su consulta.
Todos en el despacho conocíamos a don Fulgencio Pimentel —que así se llamaba mi inoportuno visitante— pues era el más antiguo cliente del bufete, aunque los años de fidelidad a la firma no lo habían hecho más estimado. Era un hombre muy viejo, rebasando los noventa años, y por su maneras, indumentaria y forma hablar daba la impresión de venir de otra época. La vejez no le había hecho descuidar el vestuario y conservaba un gusto remilgado por la elegancia, presentándose siempre en el despacho tan atildado y pulcro como para ir a la ópera. Sin embargo, esa noche su aspecto resultaba algo decrépito y el terno que llevaba estaba raído y sucio.
Como cliente había pasado de abogado en abogado durante 60 años hasta llegar hasta mí. En realidad no lo quería nadie porque era muy exigente y puntilloso con el trabajo, cicatero con las propuestas exigiendo siempre una reducción de los honorarios y mezquino para el pago de las facturas retrasándose en su pago y reclamando el justificante de los gastos más insignificantes. Yo había recibido el cliente de un compañero harto de las manías y exigencias de don Fulgencio. En el despacho se contaban cientos de anécdotas y de chismes sobre el Sr. Pimentel, anecdotario que iba heredando cada abogado a quien se le asignaba el cliente y que iba incrementando con su propio acervo hasta conformar de algún modo una crónica del devenir del cliente en la firma. No sé si este material referenciado me convierte en un narrador fiable, aun así me atribuyo el derecho de relatar un apunte biográfico de mi cliente.
Don Fulgencio disfrutaba de un considerable patrimonio, pero no en calidad de dueño sino como mero usufructuario. Su patrimonio no le pertenecía, al menos no su propiedad, como usufructuario sólo le correspondía su uso y disfrute, pues todas sus fincas, inmuebles, acciones, obras de arte… no eran suyos propios, los había heredado de su mujer.
Al parecer, en su juventud a don Fulgencio se le había conocido como un petimetre atildado y galán sin un real en el bolsillo ni ninguna ocupación conocida, salvo la de cortejar a las hijas casaderas de las familias adineradas de la época, buscando enriquecerse a través de un matrimonio providencial. Bastante veterano logró conquistar a una joven e incauta huérfana, única heredera de la fortuna de sus padres fallecidos en el famoso naufragio del Transatlántico Príncipe de Asturias, el 5 de marzo de 1916. Sin la vigilancia y protección de sus progenitores, don Fulgencio actuó a sus anchas, colmando a la joven huérfana de flores, poemillas y bisutería. La joven, además de rica, debía ser una belleza de la época y le sobraban los pretendientes, pero don Fulgencio —galán viejo y experimentado—, sabiendo quizá que era su última oportunidad, acosó a su presa espantando al resto de los postulantes hasta que ésta claudicó a sus requerimientos amorosos. Cuando se casaron ella no cumplía los veinte y él rondaba los cuarenta. La boda fue sonada y estuvieron invitados los principales próceres del país, en Internet se puede encontrar la reseña publicada en la sección «ecos diversos de sociedad» del ABC.
Tuvieron tres hijos y el matrimonio no debió ser muy feliz pues ella languideció durante diez años hasta que finalmente dejó este mundo sin cumplir los treinta. Don Fulgencio resultó beneficiario de una cláusula testamentaria denominada la «cautela socini», por la cual recibía el usufructo universal y vitalicio de todo el patrimonio de su fallecida esposa, quedando sus hijos como herederos universales, que únicamente recibían la nuda propiedad de los bienes. Este tipo de disposición testamentaria —habitual y recíproca en los testamentos de matrimonios para no dejar desposeído al viudo— supone la atribución a los hijos de una parte superior a su legítima pero enteramente gravada por el usufructo del cónyuge viudo, es decir, les atribuye más de lo que les corresponde por legítima, pero con la carga de soportar el usufructo del viudo sobre el patrimonio, dejando a su voluntad cumplir la disposición testamentaria a cambio de una mayor participación en la herencia cuando el cónyuge viudo fallezca o por el contrario recibir su legítima estricta.
Cuando murió su esposa don Fulgencio mandó a sus hijos a un internado remoto, una institución más conocida por su severidad que por la calidad de la enseñanza, y cuando terminaron el colegio les buscó plaza en universidades foráneas. El Sr. Pimentel no quería compartir con nadie los bienes de la herencia de su mujer, y sus hijos —víctimas de la «cautela socini»— deberían esperar apartados a que su padre muriera para recibir la propiedad integra de los bienes que les correspondía como herederos universales del patrimonio de su madre. Como modernos Midas eran nominales titulares de enormes riquezas de las que no podían disfrutar.
De entre los bienes que don Fulgencio había recibido de su esposa más que de ninguno disfrutaba de su «palacete» del Paseo de la Castellana, uno de los pocos que perduraba en toda la calle. En realidad se trataba de un chalé señorial ubicado en la esquina de la Calle Jorge Manrique con Paseo de la Castellana y construido sobre 1910, posterior a los palacetes de la Castellana del siglo XIX, pero contagiado del mismo estilo. Lo visité muchas veces —normalmente por razones profesionales—, el Sr. Pimentel estaba muy orgulloso de su «palacete» y era proclive a mostrarlo con cualquier excusa. Estaba rodeado por un muro con una reja de lanzas. Se entraba por un portón con dos columnas y accedías a un porche a través de una escalinata. El edificio costaba de dos plantas y la planta de arriba estaba rodeada por una balaustrada. Un jardín exquisitamente cuidado con parterres y árboles de ornato rodeaba la casa y una hiedra espesa cubría la fachada. En el interior había toda una colección de piezas de museo y obras de arte, cerámica china, un reloj Chippendale, cristalería de bohemia, esculturas art déco, un piano Pleyel, muebles estilo imperio, cuadros de Sorolla y Zuloaga… Una colección heterogénea y chirriante que en conjunto daban una impresión de ostentosidad y mal gusto.
El Sr. Pimentel cuidaba de su «palacete» como de un museo, tenía empleados a un jardinero, un mayordomo y dos criados de forma permanente al servicio de la casa. Además contrataba con bastante frecuencia los servicios de restauradores para sus muebles y cuadros antiguos, y a empresas de reforma para las numerosas obras de mantenimiento que precisaba el edificio. Los contratos con esos gremios los tenía que negociar y revisar yo, y el Sr. Pimentel regateaba con el precio hasta el bochorno y era siempre reticente al pago por cualquier excusa.
Por su ubicación, el solar del chalé era muy codiciado por las empresas promotoras más importantes del país. Don Fulgencio se dejaba cortejar por todos como una muchacha coqueta y caprichosa, pero exigía un precio tan disparatado que la mayoría renunciaba enseguida. A los pocos pretendientes que por sus ensoñadoras especulaciones inmobiliarias les compensaba el precio, las sometía a unas negociaciones tan meticulosas y pesadas, con una incesante revisión de las clausulas del contrato e introducción de otras nuevas, modificación de las anteriores, renegociación del precio, cambio de las condiciones… que acababan desistiendo hastiadas. En realidad, el Sr. Pimentel no quería vender el inmueble, su «palacete» era lo que más apreciaba, para él no había dinero suficiente para pagarlo. Yo —que me encargaba de negociar los contratos, de redactarlos y de revisarlos una y otra vez—, sabía que, inevitablemente, la operación nunca se cerraría, después de muchas ventas fallidas sabía que cada nuevo borrador de contrato era un flirteo más de don Fulgencio que no llegaría a concretarse jamás. A don Fulgencio le gustaba recibir las ofertas de las empresas promotoras más prestigiosas, negociar con ellos, desesperarlos, atormentarlos, volverlos locos y finalmente rechazarlos. Para don Fulgencio su «palacete» era mucho más que un solar urbano en medio de la ciudad con una edificabilidad de miles de metros cuadrados codiciado por las constructoras, sobre todo era el modo que había encontrado de considerase pretendido y creerse importante; se puede decir que en cierta forma era su manera de sentirse «sexy».
Los hijos de don Fulgencio eran las víctimas más sufridas de las veleidades de su padre. En su condición de nudo propietarios tenían que suscribir el contrato y como tales participaban en las negociaciones para la venta. Con cada operación que se frustraba por la intransigencia de su padre dejaban de ingresar millones de euros y se volatizaban de nuevo ilusiones de riqueza sucesivamente demoradas. Lo odiaban sin tapujos —yo había sido muchas veces consignatario de sus quejas y sus reproches—, pues mientras él disfrutaba del patrimonio de su madre, que entendían les pertenecía, ellos vivían muy discretamente de sus sueldos y las míseras limosnas que él les dejaba. Don Fulgencio parecía que fuera a vivir más de cien años y sus hijos, que iban envejeciendo no tan bien como su padre e iban padeciendo tempranos achaques, veían en la venta del inmueble el único medio de disfrutar en vida, aun parcialmente, de la herencia que su madre les había dejado; así las diferidas negociaciones, las interrupciones, los cambios de criterio les torturaban y cuando la operación naufragaba por las indecisiones de su padre les generaba un resentimiento que se iba acrecentando con cada venta malograda. Habían intentado por todos los medios excluir al padre en las negociaciones, desde ingresarlo en un asilo para sacarlo de la casa hasta incapacitarlo legalmente, pero siempre habían fracasado. Mientras su padre viviera la «cautela socini» era una maldición para ellos y yo no descartaba que tomarán alguna medida desesperada para recuperar lo que consideraban que era suyo.
Conociendo lo anterior se puede comprender la urgencia y el estado de excitación de don Fulgencio Pimentel al presentarse en el despacho, pues sus ávidos hijos habían conseguido desalojarlo por fin de su «palacete» para venderlo a una promotora. Al parecer habían desocupado el chalé para derribarlo y construir sobre el solar un edifico de oficinas, ingeniándoselas de alguna manera para despojar a su «legítimo» poseedor. El Sr. Pimentel se enfurecía refiriendo los planes de sus hijos de derribar la casa donde, según él, «había vivido junto a su mujer y criado a sus hijos», no dejaba de despotricar y hacer aspavientos. Quería interponer un interdicto de recobrar la posesión, un procedimiento sumario para recuperar la tenencia ilícitamente despojada usando la violencia o por un abuso de confianza. Lógicamente la presencia y la cólera del Sr. Pimentel me sobrecogían y trataba de apaciguarlo, pero su espíritu parecía estar poseído por un demonio fiero e indomable. Tratando de ganar tiempo le dije que analizaría el asunto y que prepararía un informe jurídico resolviendo su consulta. Mis dilatorias excusas enfurecieron aún más a don Fulgencio, exigiendo que inmediatamente me pusiera a redactar el interdicto contra «esos ingratos» para presentarlo en el Juzgado al día siguiente. Don Fulgencio me exasperaba, era una persona egoísta, miserable y ruin, pero por encima de cualquier otro sentimiento ahora me provocaba compasión, no podía dejar de sentir una profunda piedad por él. Don Fulgencio estaba apegado a las cosas de la vida con ansia, como una garrapata al pellejo de un perro, apegado a sus propiedades, a su riqueza, a las vanidades, a las ostentaciones, aferrado a ella de una manera terrenal y mísera, pero la quería y necesitaba más que nadie. Le pedí que se marchara, que se lo pensara esa noche y que si por la mañana seguía decidido interpondríamos ese interdicto. Pero era una persona muy terca y siguió insistiendo una otra vez en que redactara el interdicto hasta que se acabó mi paciencia. «Don Fulgencio, usted no ha sido desalojado de su casa, sencillamente dejó de poseerla, para seguir habitándola tendría que estar vivo y usted está muerto, murió hace siete meses, yo mismo me encargué de su testamento», le dije finalmente crispado por su insistencia, aporreando con la mano el grueso legajo de su testamentaría que todavía reposaba sobre mi mesa. Don Fulgencio enmudeció súbitamente, atónito agarró la Escritura y se puso a pasar las páginas una y otra vez. Su testamento, cuya presencia sobre mi mesa sólo podía tener un significado para él, pareció convencer a don Fulgencio de un hecho que le resultaba imposible de aceptar y su agitación fue remitiendo hasta la quietud absoluta. Se me quedó mirando y su mirada era como una súplica llena de terror y angustia rogando que le admitiera, que le dejara permanecer en este mundo. Me pidió con una voz tenue y quejumbrosa que interpusiera el interdicto, que le prestara este último servicio. Negué con la cabeza y su patética mirada siguió fija en mí mientras la presencia se iba poco a poco difuminando hasta desaparecer.
Recogí mi mesa, apagué el ordenador y me fui a casa. Eran las dos de la madrugada y la consulta del Sr. Pimentel me había dejado demasiado exhausto para seguir trabajando. Mientras paseaba hacia mi casa por las calles oscuras, húmedas, vacías, iba pensando que, a pesar del increíble anecdotario del cliente, nadie me creería el último episodio de don Fulgencio Pimentel.
Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de Madrid. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet bajo el seudónimo de Horacio Hellpop una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.
✉ Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail.com
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 92 | mayo-junio de 2017 – MARGEN CERO™
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