relato por
Adrián Anikeenko

 

M

e vi envuelto en un dolor sobrenatural que golpeaba al mundo cada vez con más fuerza, decidí ser el Siddharta que soñando despierto bajo un árbol de hojas en llamas, se levantase para buscar la respuesta que desentrañaría los secretos que yacían sepultados dentro del blanco río que surcaba los cielos nocturnos.

Salí y pregunté a las calles por los hambrientos que se arrastraban moribundos por avenidas de oro ante la lasciva mirada de eunucos obesos.

Les pregunté por los vendedores de toxinas que hacían guardia frente a las universidades del placer y el surrealismo en busca de ansiosos viajeros de extasiadas ojeras.

Pregunté por los que deambulan descalzos con la mirada perdida en sueños donde visten de marca, mientras tratan de reservar una suite entre bolsas de basura para resguardarse del frío.

Pregunté por los cañones que besaban las sienes de profetas crucificados sobre los propios sueños de una vida que les había prometido demasiado.

Por los que lo perdieron todo y se refugiaron en retretes y explotaron segregando restos de cocaína y vodka barato.

Les pregunté por las mujeres que se maquillan con la furia de sus maridos, por los que se tocan en parques públicos rodeados de la infancia que les fue negada.

Intenté saber de los reverendos que recitaban salmos prohibidos para exorcizar a los demonios de ojos rojos que buscaban ídolos en el humo disperso por la casa de su camello.

Les pregunté por los fetos que llamaban a sus madres entre gritos, mientras hervían en marmitas de cobre frente a las sonoras carcajadas de los que les vetaron el derecho a existir.

Pregunté por las navajas que chorreaban las últimas gotas de sangre de niñas que habían ofrendado sus tiernos cuellos al Dios de la circuncisión.

Pregunté por todos ellos, y no recibí más respuesta que la del mensajero del eco que producían los aullidos de los chacales sobre los últimos rascacielos que se derrumbaban, rodeados por hijos de Mahoma armados con banderas del imperio que tembló ante el explosivo mordisco de dos aves blancas, que inundaron de polvo y fuego las calles de la nueva Roma.

Jamás supe lo que les pasó a los esclavos del progreso, que fijaban sus ensangrentados ojos hacia el sol, en busca de una divinidad complaciente.

Silencio fue lo que hallé en los grisáceos cielos de azufre que acariciaban decenas de cadáveres desnudos de niños adultos.

Pregunté por los recién nacidos a quienes marcaban el trasero con códigos de barras; por los enamorados que practicaban la sodomía escondidos en polvorientos armarios. Pregunté por los negros que fueron besados por el plomo de aterrorizados apóstoles que sólo creían en un Dios occidentalmente pálido.

Pregunté a las calles por los que yacían en estrechos pasillos mordidos por dosis de realidad rabiosa.

Pregunté por las largas colas de desesperadas hormigas que, hartas de ser pisoteadas por suelas impregnadas de excrementos, mendigaban una ración de comida a sus propios depredadores.

Quise saber de los líderes de masas que plantaban bosques de tubos de escape para contentar a un pueblo que ahumaba sus colgantes pulmones sobre la carretera asfaltada.

Corrí en pos de la verdad, tallando interrogantes en las puertas de los incrédulos que recibirían la visita de la beata musa de las antiguas profecías del esclavo de los faraones, espíritu que allanaría la morada de los padres de la ignorancia.

Nadie me contestó cuando pregunté por lo que ocurrió con los negros cadáveres que el mar había vomitado, tendidos sobre la línea de meta que trazaba la orilla prometida de sus sueños.

No supe de los niños que perdieron la virginidad en oscuras capillas de templos dedicados al placer de los predicadores de la palabra de un hombre santo que se sacrificó por una causa perdida.

No encontré los cuerpos de los soldados que murieron combatiendo en la guerra santa del capital, salvaguardando unos valores que ni ellos mismos comprendían.

Pregunté con insistencia por el paradero de las fabricas de cáncer, que trabajaban a toda maquina para satisfacer a los sicarios que cobraban directamente del bolsillo de sus víctimas.

Nadie me contestó. Y vociferé, ¡vociferé sin respuesta alguna a nada!

Indagué en las bibliotecas de libros en blanco, que eran leídos por muñecos de ventrílocuo vestidos con uniformes escolares.

Pinté interrogantes clandestinos sobre muros que delimitaban las fronteras de estados erigidos en la mente de unos pocos esquizofrénicos.

Vagué, vagué día y noche dentro de úteros inseminados por camioneros que pagaron una y otra vez cantidades ridículas por profanar su matrimonio.

Acabé conversando con un trotamundos que compartía su única comida diaria con su fiel can, bajo la atenta mirada de desprecio de un buitre encorbatado que se dirigía a devorar los restos de alguna víctima del banco.

Salí y pregunté a las calles por los bosques de tumores palpitantes que se alimentaban de la ignorancia de los doctos.

Caminé por las alfombras de excesos mórbidos y llegué al cementerio de la humanidad, que reposaba en silencio sobre una capa de lirios secos, descompuesta en unos cuantos restos olvidados de sí mismos.

Me abrieron las puertas de una ciudad ciega y sorda que se erigía sobre las creencias de los que la construyeron. Una ciudad gobernada por el vestigio de una sombra milenaria que se había separado de la cruz, esculpiendo nuevos ídolos de oro y carne que predicaban una verdad tan única como todas las demás verdades.

Caminé con pies sangrantes vistiendo un calzado de papel donde estaba escrita la historia de mi camino, manchada por el caldo que manaba de mis supurantes heridas de peregrino errante.

Sentí dolor, el mismo que atormentaba a las gárgolas que custodiaban las cornisas de las catedrales góticas, contemplando desde lo alto el barullo de una existencia tan ficticia como el alma de sus pétreos vigilantes.

Continué con mi búsqueda y pregunté por todos aquellos miserables que desaparecieron de la faz de la tierra al no aparecer inscritos sus nombres en las listas de la civilización moderna; pregunté por los desempleados que no pudieron certificar su raza humana ante los juzgados de la burocracia capitalista.

Observé los cuerpos que yacían en el húmedo suelo de las grandes urbes, perdidos en el laberinto de su pasado, dormitando despiertos con la mirada vidriosa y una larga barba, contemplando la procesión de miles de piernas que desfilaban impasibles la marcha de la indiferencia, reflejadas en una botella de vino barato, la cual fue robada con el propósito de permanecer en el trance etílico de los perfumes del verano transitorio.

Hallé los caparazones huecos que susurraban los silencios de la ausencia; descifré el código de la metafísica que formaba palabras escondidas en la niebla, desvaneciéndose entre pentagramas de hojarasca dormida.

Pregunté por los hongos que germinaron en una ciudad del pacífico, ahogando los gritos de las momias calcinadas que una vez fueron colegiales que jamás llegaron a su primera clase de piano.

Pregunté por el paradero de aquel poeta andaluz, desaparecido entre Viznar y Alfacar bajo el manto de la censura y la inconsciencia de los dementes que desafiaron a la providencia.

Insistí con vehemencia y descubrí que aún vivía, ¡sí! Vivía en el corazón de los amantes de los versos que aún creían en los amaneceres impregnados del canto de los ruiseñores.

Recorrí las frías galerías de arte donde exponían cuadros prostituidos que, desnudos y avergonzados, enmudecieron antes las últimas puñaladas de pinceles romos balbuciendo sin llegar a ser comprendidos.

Anduve por los puentes de costillas afiladas, contemplando con horror la descuartizada carne que colgaba rezumando muerte de algunos fragmentos óseos, arrancados por los carroñeros de rostro amable, que danzaban en un festín de abundancia y despilfarro.

Pregunté por el ángel que formó parte de los cuatro jinetes de la psicodelia, causante de cruentas cruzadas entre flores y fusiles gubernamentales, unos fusiles que poco entendían el mensaje profetizado por el sueño de un hombre santo; un sueño que terminó con el ladrido de una pistola que le cerró para siempre los ojos, salpicando con nuevas fuerzas el espíritu de futuras generaciones, que le sustituyeron para seguir soñando individualmente; para seguir imaginando el mismo mundo sin barreras ni reyes celestiales que impongan sus dogmas divinos a los hombres; para seguir luchando por unos ideales cada vez más opacos en la transparencia infame. Para seguir imaginando.

Llegué a las tierras de las iglesias de cuarenta pisos que se alzaban violando las nubes, falos gigantescos que fecundaban el firmamento impulsados por la divina mano del dólar.

Presencié el entierro de decenas de personas en el metro, que permanecían inmóviles, enfrascados, petrificados bajo una capa de escarcha, esclavizados por una tecnología que les prometió el progreso y les arrastró hacia una deshumanización forzosa, donde el sol, era para ellos una simple luz caduca que un día iluminó sus infantiles e incorruptos rostros.

Ya no beben de los ríos, ya no cantan con los peces, ¡ya no creen en la alegría!

Les pregunté a todos los transeúntes por los hijos de los muertos, por los perros fugitivos, por los locos serenos, por las cárceles de vino. Silencio.

Si los árboles desde sus colinas abrieran los ojos y contemplasen en lo que su mundo se ha convertido, gritarían horrorizados arrancándose las hojas y los nidos, gritarían hasta quedarse al borde de la enajenación mental si pudieran, hasta caer dormidos.

Romperían en llanto ante la desoladora estampa de una tierra que se marchita, sometida a sus propios hijos, que olvidaron hace mucho el color del cielo, y quien bajo éste habita.

Pregunté por lo que fue, pregunté por lo que es y lo que será, sin percatarme de que las respuestas que tanto ansiaba, yacían en los interrogantes que fluían de mi ahínco por encontrarle sentido al proceder de la desdicha humana; una manzana que ya creció podrida desde un principio y que siempre alojará en su interior un infame gusano, que la roerá hasta el día que el árbol deje de dar frutos.

Golpeado por tal verdad, me negué a creer en lo que me mostraba el reflejo de la realidad; en lo que el eco de mis propias preguntas había traído a rastras de vuelta a mí.

Al fin pude ver con claridad, por el efecto de algún tipo de sinestesia, el color de la humanidad. Era negro; negro como el cielo nocturno sin astros, y me estremecí ante la naturaleza de mi especie, condenada a la decadencia desde el primer instante en el que nos atrevimos a ser.

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Me llamo Adrián Anikeenko, tengo 23 años y soy lo que antaño se podría conocer como un goliardo, aficionado a leer, y sobre todo a escribir, enfrascado en un proyecto de dos libros, uno de poemas en prosa y otro de relatos…

 

📩 Contactar con el autor: soul.of.trees[at]hotmail.com

📸 Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

Biblioteca, relato por Adrián Anikeenko

TRES RELATOS SORPRESA (seleccionados de nuestra biblioteca)

Baratijas militares Baratijas militares, por Luis G. Torregrosa. En Margen Cero (Relatos 2 – 2002)
La alcoba La alcoba por ALT 126. En Margen Cero (Relatos 3 – 2003)
Avenida indiferencia Avenida indiferencia, por Augusto Rubio Acosta. En Margen Cero (Cuentos 5 – 2004)


Revista Almiar · n.º 83 · noviembre-diciembre de 2015 · MARGEN CERO™

 

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