relato por
Maren Navarro

 

Dejar de respirar es crucial para estos casos —dijo en voz alta el desconocido que estaba sentado a mi lado—. ¿Sabía usted que durante un episodio de hiperventilación lo que necesitamos es reducir al máximo el oxigeno?

—No lo sabía —le contesté un tanto desconcertada por la intromisión de mi acompañante de vuelo.

—Soy médico —dijo mostrándome la bolsa de papel que tenía entre las manos—. Todo el mundo sabe que tiene que respirar aquí dentro, pero pocas personas entienden el porqué.

—Pues yo soy una de esas pocas —le dije mientras sacaba un libro de mi mochila.

—La explicación es un desequilibrio entre el oxigeno y el dióxido de carbono —continuó sin dar muestras de entender que yo prefería leer—. El cuerpo sabe qué hacer, pero la cabeza siempre va por libre —comentó tocando con el dedo índice su sien.

Yo esperaba que no fuera de esos pasajeros que aprovechan cualquier oportunidad para contar su vida, pero me pareció descortés no prestarle atención, así que dejé el libro sobre mis rodillas.

—La mente cree que nos estamos ahogando por falta de oxigeno y hace que nos comportemos como barbos fuera del agua.

—Vaya, qué interesante —balbuceé mientras una imagen de peces bigotudos me venía a la cabeza.

—Lo interesante, señorita, es que la mente funciona también así de equivocada allá abajo, en nuestro día a día —me dijo inclinándose hacia la ventanilla—. Créame cuando le digo que es cierto que nuestros sentidos nos engañan —«¡Dios mío, no era un pasajero corriente, me había tocado un gurú!», pensé un tanto molesta mientras él continuaba hablando—. ¿Se imagina cuántas muertes, cuántas cazas de brujas, cuánta infelicidad y enfermedades se podrían evitar si no fuésemos por ahí, dando tanto crédito a la realidad que perciben nuestros sentidos?

—No entiendo mucho de realidades ni de percepciones —comenté sin mucho interés.

—Ni usted, ni la gran mayoría de los mortales —continuó diciendo él mientras sonreía—. Se asombraría de saber cuántos funcionamos con el piloto automático, convencidos de que somos aquello que pensamos y que creemos ser.

Como no sabía qué responder, me limité a asentir con la cabeza aunque no sabía muy bien de lo que me estaba hablando.

—Acuérdese de lo que le dice este viejo —me pareció notar cierta tristeza en su voz—, esta bolsita de papel es tan especial  para  la  hiperventilación,  como  la  meditación  lo  es para la vida —dijo mientras la guardaba de nuevo en el bolsillo del asiento.

Y dicho esto se quedó en silencio, no sé muy bien si dormido o paralizado.

Empecé a leer, pero el libro era tan aburrido que casi eché en falta las enseñanzas de mi compañero de viaje. De repente recordé el manual de prácticas de respiración que alguien me había regalado para uno de mis cumpleaños y que trataba sobre cómo servirnos de la respiración para llegar a un estado meditativo.

Recordaba haber leído que la meditación podía reducir, e incluso erradicar, todos los síntomas del estrés. No era ningún secreto que últimamente yo andaba muy estresada. Miré de reojo al médico y tuve la certeza de que su parálisis se debía a que estaba meditando, sólo tenía que fijarme en su cara de paz y su media sonrisa. Así que me puse manos a la obra, podía resultar divertido y beneficioso. Inhalé sintiendo la entrada del aire por la nariz, al mismo tiempo que un pensamiento en forma de precioso paisaje suizo irrumpió de repente. No estaba mal del todo para usarlo como imagen new age de fondo, de no haber sido porque venía acompañado por otro pensamiento algo cotilla que en ese momento tenía la urgencia de saber el nombre del abuelo de Heidi. Lo aparté de un manotazo, no sin dejar de sentir cierto fastidio y volví a concentrarme en la inhalación. «Uno», murmuré con determinación, pero, de inmediato, otro pensamiento arremetió de manera contundente para quejarse de cómo era posible que no supiera el nombre, teniendo en cuenta que de pequeña me había tragado toda la serie. Antes de poder reanudar la concentración en la respiración, otros pensamientos vinieron a agolparse haciendo alarde de que aunque ellos tampoco lo sabían, sí que podían enumerar  la mayoría de los nombres de los otros personajes, y vaya si lo hicieron, desde la tía Adelaida, hasta el pajarito Pichi, pasando por todas las cabritas.

«Uno, inspiro». Volví a decirme yo mientras me removía nerviosa en mi ya casi exasperante intento de anclarme en el Aquí y el Ahora. «Dos, expiro,…Tres, inspiro», seguí contando mientras se me fruncía el ceño por el esfuerzo.

Parecía que la cosa iba bien, cuando de repente, se coló un pensamiento que imaginó que el avión caía en picado hacia las azules aguas del Mediterráneo. Yo me cogí con fuerza a los reposabrazos del asiento. Notaba el sudor frío en las palmas de las manos y una ligera náusea que parecía estar localizada en algún lugar del pecho.

Un juicio resonó en mi cabeza y me sentenció que estaba perdiendo el tiempo con eso de la meditación, que era una fracasada, y que volvería a fracasar también en esto, como en todo en lo que me había enfrascado en la vida.

Me enfadé bastante. Una, porque tenía razón, y dos, porque quería demostrarme que podía conseguirlo, así que apreté con más fuerza los párpados e intenté concentrarme de nuevo en la respiración, pero el enfado en esos momentos quería pelea, yo me resistía, aunque sólo conseguía enfadarme más todavía. Al cabo de unos minutos de combate mental, otro juicio más benevolente y reconciliador me dijo que lo dejase estar, que ya lo intentaría cuando llegase a mi casa, también me dijo que antes tenía que hacer algunas cosas muchísimo más importantes, y entonces una lista con frases escritas en rojo y en mayúscula apareció frente a mí. La primera frase decía que tenía que dejar de fumar. La segunda, terminar el proyecto. La tercera, adelgazar, y así hasta un par de folios más, que no transcribo aquí por decoro y algo de vergüenza.

A punto de tirar la toalla, una especie de alarma de mi CSI interior, me puso sobre aviso de que todo eso, no eran más que maquiavélicas maniobras que la mente inventaba para resistirse a la meditación, entonces me dio por repetir la frase de la dichosa bolsa de papel, porque no cabía duda de que lo mío empezaba a parecerse a una hiperventilación, pero de la cabeza y dije para mis adentros «Respira, ya pasa», «Respira, ya pasa», pero como a esas alturas mi cabeza ya se había convertido en Casa Pepe, otro pensamiento de corte filosófico preguntó: ¿qué era lo que en realidad pasaba? Y yo a punto de estallar, pero seguí aguantando el tipo, hasta que apareció otro pensamiento en escena que tropezó con el que estaba dentro y ya salía, y le respondió que lo que en realidad pasaba y muy deprisa, era nada más y nada menos que la vida.

—¡La vida y mi paciencia! —dije yo en voz alta.

Abrí los ojos y vi que el médico no se había inmutado y que seguía hibernando en su asiento.

Me dolían los dedos porque mis manos en lugar de descansar sobre mi regazo, se agarraban con fuerza al asiento. Agotada y harta de todos aquellos intentos fallidos, me dejé absorber por el maravilloso paisaje aéreo que estábamos atravesando. Cuando volví de mi viaje por las nubes, el avión se había convertido en un escenario propio de uno de los fabulosos Cuentos Asombrosos, de Spielberg. Aunque también es posible que me hubiese vuelto loca, porque una considerable multitud de entes amorfos, que no eran otra cosa que pensamientos, saltaban de asiento en asiento como monos, y se colaban en las cabezas de los pasajeros. Algunos de estos entes, se instalaban cómodamente como si fuesen a quedarse en las cabezas para siempre y se apresuraban a atrancar las puertas de acceso con máximas del tipo, «yo soy así», «no puedo dejar de…», y demás frases por el estilo. Otros se apareaban, transformándose en lo que me parecieron emociones y sensaciones que producían cambios evidentes en las personas.

En medio de aquel tumulto de pensamientos saltarines e invasores, me percaté de que algo se había instalado en mi pecho, y al mirar vi una congoja sonrosada y bastante rolliza que se relamía las zarpas mientras me miraba de reojo, quise quitarla de allí, pero un coro de pensamientos bastante fornidos y bien trajeados, irrumpieron a cantar con alma de blues diciéndome que no ofreciera más resistencia y que me rindiera de una vez. Además, no dejaban de repetir en su estribillo «somos tú», «somos tú». Es decir, que eran yo, que eran yo.

Cuando desperté en el asiento del avión, mi acompañante gurú, estaba dándome unos golpecitos en la cara y una de las azafatas me había traído un vaso de agua, regalo de la compañía aérea. Según ellos había sufrido un desmayo, debido seguramente al cansancio y a las emociones del viaje.

Cuando llegué a casa, vi que tenía la bolsa de papel de la hiperventilación plegada en el bolsillo de mi chaqueta. Había algo escrito a mano debajo de las palabras impresas Keep Calm & Breathe*: «No deje de seguir intentándolo, señorita lectora. ¡Cada vez es más asombroso!».

 

* Keep Calm & Breathe: ‘Respira, ya se pasa’ (Nota de la autora).

 

 arabesco texto relato Keep Calm & Breathe

 

María José Navarro

Maren Navarro (diminutivo de María José Navarro); Burriana, 1968. Licenciada en Psicología. Máster en Clínica y Gerontología Social. Recientemente ha realizado el Postgrado de Mindfulness y Psicoterapias en la Universidad de Barcelona. Ha publicado la novela en papel Cada vez que no me miras para la Editorial Los Libros del Sábado, bajo el seudónimo de Marien Koan, el libro de relatos Diez relatos y un árbol desnudo, la novela juvenil El valle de Goldron en el Portal Literario www.entreescritores.com. Y el libro de reflexiones y crecimiento personal A través de la lluvia en la web www.ta-lentosediciones.com de la cual es cofundadora desde el año 2012. Ha sido finalista en varios concursos de relatos y poesía en la editorial Hipálague, de Sevilla, y en la Revista Literaria Archivos del Sur (Argentina).

📩 Contactar con la autora: manavar5 [at] hotmail.com 

📸 Ilustración relato: Fotografía por Alchemilla / Pixabay [CCO dominio público]

 

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