relato por
Jesús Greus

 

A

naïs era una mujer de su tiempo. Tunecina francesa, cincuenta y pico años, estaba afincada en Marrakech desde muy joven. Anaïs era una mujer de espíritu libre. Andaba por su tercer matrimonio, casada haría cosa de cinco años, cuando, una mañana primaveral, se levantó con el pie izquierdo y decidió, sur place, separarse del marido. Llovía sobre mojado. Él era marroquí, economista, hombre de aspecto distinguido, alto y delgado, vestido siempre impecable, pero resultó ser víctima de celos enfermizos, hasta el extremo de conseguir, al segundo año de matrimonio, separar a Anaïs de todas sus amistades, ella que trataba al tout Marrakech y era invitada a todos los saraos de la ciudad.

Respiró Anaïs aliviada una temporada, volviendo a sentirse libre como un pájaro. Empezó a llamar a todas sus amistades, recuperó la costumbre de invitar a copiosas y exquisitas cenas en su casa de Semlalía. Era bien sabido que Anaïs era una cocinera fuera de lo común: sus refinadísimas cenas tunecino-marroquíes, de siete u ocho platos, eran un festín de exquisitez, una delicadeza de sabores agridulces y de mejunjes combinados con imaginación. Se sintió, pues, feliz durante un tiempo. Pero Anaïs no era mujer capaz de vivir sola. Sus hijas estudiaban en Francia, y sólo visitaban Marruecos en vacaciones. De suerte que la mujer empezó a sentirse abandonada. Sí, conocía a mucha gente en la ciudad, recibía de nuevo frecuentes invitaciones para cenar en las mejores casas del Hivernage y La Palmeraie, y en los más espectaculares riads de la medina. Pero al final, cada noche al acostarse, y cada bella y soleada mañana marrakxí al levantarse, Anaïs estaba sola. Se detuvo a reflexionar sobre el asunto, y resolvió que no estaba dispuesta a resignarse a su soledad. Conque, un buen día, Anaïs se afilió a una de esas páginas web de encuentros por Internet. ¿No se hacía ahora así? Sus propias hijas conocían a chicos por Internet. ¿Por qué habría de ser ella menos? ¿Por un prejuicio tonto? ¡Ni de mucho! Había que estar al día y experimentar. No iba a quedarse ella para vestir santos.

Anaïs se inició en aquello con apocamiento, pero pronto empezó a divertirse y a dedicar horas a la fascinante búsqueda «en la red» de un posible novio de carne y hueso. Cada vez se sentía más cautivada y esperanzada. Aquello prometía más de lo que nunca hubiera imaginado. Cuando la llamaban amigas para salir por la tarde, a menudo ponía un pretexto, pues prefería pasarse las horas volcada sobre el ordenador, afanada en estudiar a posibles pretendientes. A unos los rechazaba directamente por la fotografía: uno tenía cara de antipático; el otro, de bestia; aun otro, de iluso. A alguno lo descartaba porque ya en un primer mensaje dejaba entrever su falta de romanticismo. O sea, que iba demasiado directo al grano. A más de uno lo rechazaba porque no sabía escribir, ni seducir, ni sugerir ternura mediante sus palabras. Había mucho zafio suelto, y mucho machismo más o menos encubierto. En todos los pretendientes hallaba defectos. ¡Qué ardua tarea aquella!, se decía un día Anaïs con terrible decepción. ¿Resultaría al final un espejismo aquel sistema de búsqueda por la Red?

Una tarde, varios meses después, Anaïs recibió un mensaje, desde París, de un tipo que, en seguida, le llamó la atención. Así conoció a Alain-Paul, a través de un ordenador. No había foto, pero sus palabras y mensajes resultaban cautivadores, poéticos, ingeniosos. Durante unos cuantos meses mantuvo con él una platónica relación epistolar. Los mensajes de ambos hacían gala de una poesía y una imaginación desbordantes, a más de una heterogénea cultura. Coincidían en sus gustos por la música, la ópera, la danza clásica, los viajes y la cocina. Así pues, Anaïs descubrió, a través de aquellas palpitantes cartas digitales, un alma sensible y culta, pareja a la suya. Alain-Paul era psicólogo y profesor, intelectual devorador de literatura, y un decente escritor aficionado. Llegaron a un extremo tal de fervor mutuo en aquella relación epistolar, que Anaïs se levantaba cada mañana ilusionada como una chicuela, ávida de beberse la última carta que, sin duda, le habría dirigido Alain-Paul a última hora del día. Porque él era trasnochador. Le gustaba escribir al amparo de las sombras y los murmullos noctámbulos.

Lo curioso del caso era que, hasta entonces, ni uno ni otro habían visto el rostro de su interlocutor. No habían osado solicitar un retrato, por recato, acaso por temor a un desengaño tras tanta bella palabra, tanta elocuencia postal y tanta metáfora poética. Una cosa son las palabras, se decía Anaïs, mujer realista, pero, por muy bellas y atinadas que aquéllas sean, no hay que olvidar que, en una relación, el físico también importa. Y su correspondencia, si es que avanzaba, terminaría algún día por dejar de ser cibernética para convertirse en una relación física. ¡Qué zozobra! ¡Qué atroz incertidumbre! Empezó a reconcomer la curiosidad a Anaïs por contemplar el rostro de su amante cibernético. ¿Cómo sería Alain-Paul? Ella se lo pintaba en la imaginación, pero, ¿respondería la realidad a su fantasía?

Dejó caer el tema, sutilmente, en su siguiente mensaje. Y así, un buen día, se resolvieron a intercambiar retratos, presa cada cual de un pudor cuasi adolescente. Era lógico que, ante un paso tan decisivo en su relación, experimentaran ambos una cierta aprensión a afrontar la posibilidad de un fiasco. Anaïs solicitó algún tiempo para cavilar si se resolvía a enviarle una foto suya. En realidad, pasó días sumida en terrible agitación, ocupada en elegir un retrato que le pareciera halagüeño. Los encontraba todos horribles. No le hacían justicia. Y es que, a partir de los cincuenta, no debería nadie fotografiarse, se dijo, sobre todo una mujer que ha sido medianamente guapa. ¿Experimentaría su pretendiente la misma perplejidad en aquel momento decisivo? Tentada estuvo Anaïs de elegir una foto suya de hacía diez o doce años. A tiempo reflexionó que una relación que se iniciaba basada en una mentira tan obvia no podría progresar bien. No había mentido sobre su edad, y bien que estuvo tentada de hacerlo. ¡Resultaba tan sencillo mentir por Internet! Él había confesado sin rubor sus sesenta y un años cumplidos. ¿O se habría quitado alguno? Conociéndole como empezaba a conocerlo, Anaïs lo puso muy en duda. Más valía, pues, mostrar la cruda realidad. Al fin y al cabo, se dijo para consolarse, tampoco se conservaba ella tan mal. ¡Muchas quisieran!

Era medianoche de un cálido día otoñal, como suele ser en Marrakech, y el balcón del dormitorio de Anaïs estaba abierto de par en par a la madrugada perfumada de azahar. Anaïs, sumida en atroces dudas, estaba sentada ante el ordenador, inmóvil, mirando como hechizada la pantalla. Había elegido al fin, tras toda una semana de incertidumbre, la foto definitiva que deseaba enviar a su pretendiente. Hubo de superar un último e inevitable ataque de pánico hasta que, resuelta, oprimió el botón sobre el ordenador que envió, de manera irremisible, su fiel retrato a través de la red. En el acto pensó horrorizada, casi ya arrepintiéndose: Pero, ¡qué he hecho! ¿Cómo deshacer el entuerto? ¿Cómo recuperar el retrato? Era demasiado tarde. Se acostó con el alma en vilo, repitiéndose una y otra vez: no le gustaré, me encontrará mayor, o demasiado delgada, los pómulos altos, los ojos pequeños, la nariz respingona. Debería haberme maquillado y hacerme una nueva fotografía.

Apenas durmió aquella noche. Se levantó a la mañana presa de una gran ansiedad. Corrió a su mesa de despacho y prendió el ordenador. Allá estaba, aguardándola a su vez, el fiel retrato de Alain-Paul. No era exactamente tal y como ella lo había imaginado. Estaba un poco más entrado en carnes de lo que hubiera sido deseable; el pelo, más escaso de lo que ella había imaginado, pero, en cambio, tenía unos bonitos ojos zarcos que miraban a la cámara desafiantes y sin temor. El hecho fue que no se decepcionaron mutuamente, lo cual corroboraron ambos con halagos asaz románticos, aun sin caer en sensiblerías.

Llegó así el día en que, conociendo bien sus gustos y personalidad mutuos, tomaron la decisión de encontrarse en persona. Era aquél otro paso decisivo que podía poner fin para siempre a su relación, o bien suponer otro escalón hacia el cielo. Puesto que Alain-Paul trabajaba como psicólogo en París, no disponía de tiempo libre para trasladarse a Marruecos. Ningún problema, Anaïs propuso viajar ella a Francia, donde, entre otras cosas, residía una hermana suya a la que visitaba con frecuencia. Ahora bien, ¿dónde efectuar el tan deseado y a la vez temido encuentro físico? Porque una cosa son las palabras y su fuego sutil, y otra muy distinta la mirada en directo, la piel, el tono de la voz, el contacto corporal… La primera resolución fue encontrarse al amparo de la noche, no a la luz hiriente del día, por mucho que la luz parisina tenga poco de deslumbradora, más bien de tristeza invernal. A sus edades ya no núbiles, no les convenía verse por primera vez a plena luz. Fue así que Anaïs, no exenta de fantasía, y aterrada a la vez por la posibilidad de llevarse una decepción al contemplar cara a cara a aquel ser a quien sólo conocía por escrito, por mucho y que ya no fuera un extraño, propuso un lugar sorprendente del que alguien le había hablado en una ocasión. Era un restaurante que se anunciaba bajo el sugerente título de The Black Bar, y su gracia consistía en que todo se desarrollaba, en su interior, en la más completa oscuridad. Los camareros eran ciegos, capaces, por lo tanto, de moverse con precisión en total ausencia de luz. Se decía, además, que la cocina era excelente. La idea sorprendió y entusiasmó a Alain-Paul. Conque allá quedaron los pretendientes, trémulos de emoción. Por supuesto, resolvieron encontrarse en el interior del local. Una vez llegada al restaurante, muy puntual, Anaïs fue conducida de la mano por un sirviente hasta una mesa. De momento, la sensación le resultó bastante angustiosa. Ni un rayo de luz, por mínimo que fuera, se filtraba por la puerta de entrada, aislada de la calle mediante un vestíbulo y un cortinaje negro. Aquello de no ver nada de nada y tener que dejarse guiar en la más completa oscuridad, con temor a tropezar de un momento a otro y caer por tierra, resultaba de lo más desconcertante. Al sentarse a la mesa, con indecible alivio, se vio sorprendida por una voz masculina, suave y cálida, que le dio la bienvenida con una risa nerviosa. ¡O sea que Alain-Paul se le había adelantado! Una jugada sagaz.

—Bueno, aquí estamos al fin —dijo él con cierta cortedad, y su voz cálida flotó en la oscuridad.

Ben, Voilà ! —murmuró ella, casi sin atreverse a hablar, de la congoja por las tinieblas que los envolvían como un manto espeso.

En su derredor percibían sutiles corrientes de aire, al desplazarse los camareros por la sala, así como susurros de otros clientes. Nadie osaba alzar la voz en aquella mazmorra de prometedoras sugerencias. Aquella negrura absoluta resultaba sobrecogedora hasta el momento en que uno terminaba por aceptarla y se entregaba al inusitado placer de percibir con otros sentidos: el oído, el tacto del mantel, de los cubiertos, de copas y platos, y el gusto de los alimentos que no podían ser vistos. Cada bocado era un descubrimiento, un deleite inesperado. Ahora se daba cuenta Anaïs de cuánto nos anuncia la vista, de cuánta información nos adelanta antes de que paladeemos o palpemos. Embriagaba la boca el acto inefable de saborear con tiento sin el engaño de la vista. Así, se entregaron ambos a adivinar lo que estaban degustando.

—Percibo  un  sabor  a  seta  con  queso parmesano por encima —observó él— … y aceite de oliva… aromatizado al romero.

—Pues yo diría que esto es mozzarella… ajo… nuez y… trufa. ¡Exquisito! Prueba.

Al intentar pasarse el plato uno a otro se produjo el primer roce, el tacto fugaz de la otra piel. La escena entera era de tal sensualidad, que a Anaïs se le puso piel de gallina, el vello erizado. Saboreaba el instante con sentidos desconocidos, como si por vez primera gustara, oyera y palpara. Aquella voz de su compañero de mesa, que se le antojaba sensual, ¿a qué persona correspondería? ¿Sería él alto o bajito? ¿Cómo iría vestido? Había tanto que desconocía aún de él. ¿Cómo serían sus zapatos? Los zapatos, se decía ella, revelan mucho sobre los gustos, la ascendencia social, la personalidad. Ella, con sólo observar el calzado de alguien, podía definir al personaje con bastante certeza.

A continuación, hicieron cábalas acerca del vino y su añada. Claro que no habían elegido el menú, puesto que no podía leerse una carta en la oscuridad, ni tampoco el vino. Alain-Paul, que parecía entender de vinos, se sintió un tanto perplejo porque no se le permitiera elegir un caldo de su gusto, y es que el camarero le pidió que se fiara de él, pues sabría elegir el más adecuado para acompañar a la cena de esa noche. ¡Y ni siquiera poder contemplar su color y su espesor, tan decisivos detalles a la hora de juzgar un buen crudo! Hubo de resignarse a ello Alain-Paul, como a todo lo demás en aquel peculiar templo de la delicadeza culinaria y sensorial. Ambos comensales degustaron el vino tinto que les sirvió un camarero ciego sin derramar una gota sobre el mantel, o así era de suponer. Hubo un largo silencio mientras Alain-Paul, primero, aplicaba la nariz a la copa y la olfateaba concentrado. El vino desprendía aromas especiados y balsámicos. Después se entregó a paladearlo, hizo buches en la boca, lo elevó al paladar. No era preciso cerrar los ojos para concentrarse mejor en la cata. No le cupo la menor duda de que se trataba de un Burdeos. Después se dedicó a paladear el emboque de Merlot como fragancia más destacada. En menor proporción, el caldo desglosaba perfumes de Cabernet Frank junto a un regusto de Cabernet Sauvignon. En consecuencia, y tras barajar diversas regiones bordelesas, Alain-Paul se inclinó por un grand cru Saint-Émilion. Más difícil era precisar la marca concreta. La confirmó con el camarero: era un Chateau Cheval Blanc de 1998, buena añada. La elección era bastante acertada, sin tirar por lo más alto, sentenció Alain-Paul tras dar nuevos besos al aire y decantar el caldo en la boca. Anaïs, en cambio, no era capaz de apreciar a tal punto el tintorro bordelés.

Hablaron luego de sus cosas: él, de su trabajo como psicólogo, e indicó que, sólo por los gestos y posturas de ella, que en ese momento no podía analizar, sería capaz de precisar bastantes rasgos de su personalidad. Ella, más bien de carácter artista, se sintió muy impresionada por aquella capacidad que casi le sonaba a brujería. A su vez, Anaïs divagó a continuación sobre sus andanzas en Marrakech, la bella y cálida ciudad sureña, punto de encuentro de trotamundos y de nómadas contumaces. ¡Él no la conocía! ¡Cómo es posible! Yo te la mostraré: la conozco palmo a palmo, sus zocos, sus bazares, sus plazuelas, sus encantos ocultos. ¿Se puede llegar a conocer semejante laberinto?, preguntó él, y fue su turno de sentirse pasmado. Se puede, concluyó ella.

A los postres, un hojaldre a la marroquí bañado en crema de almendra con canela, Alain-Paul osó posar una mano sobre la de ella. Anaïs no retiró la suya. Ambos habían superado la prueba con creces. Entonces, Alain-Paul, envalentonado por el caldo bordelés, se inclinó sobre la mesa, atrajo hacia sí a Anaïs y la besó en los labios. Fue un beso tierno y efímero, con sabor a almendra y a canela en rama. Soltaron una risita con cierta cortedad, como chiquillos sorprendidos por adultos en una travesura, si bien nadie podía espiarlos. Al cabo de la cena, un camarero les ayudó a pagar: ellos eran incapaces de distinguir los billetes al tacto. Alain-Paul, caballeroso, insistió en convidar, y Anaïs, halagada, se lo permitió.

Por fin salieron a la calle, de nuevo guiados por alguien de la mano. Al primer momento, la iluminación exterior los cegó. No pudieron verse uno a otro. Mejor así. Esto les otorgaba otro pequeño minuto de dilación de lo inevitable, prolongaba unos segundos más la deliciosa tortura de la incertidumbre. A la luz amarillenta de una farola se vieron por fin las caras. Una vez más, ninguno de los dos se sintió desencantado. Rompieron a reír. Rieron como niños, de felicidad, de sorpresa, de emoción. Sin pronunciar palabra, se dieron la mano y echaron a andar juntos por las calles empapadas de París. Lloviznaba. Los zapatos de Alain-Paul, a propósito, eran unos mocasines de piel negra, sencillos, sin adornos. Era el calzado de una persona llana, que hacía gala de naturalidad y de falta de pretensiones ociosas. Era un intelectual.

Seducidos por la noche mágica, se alejaron calle adelante, abrazados bajo la fría llovizna, hablando en susurros para no romper el hechizo de su encuentro en la oscuridad. Aquella misma noche hicieron el amor con luces apagadas. El pretendiente cibernético se convirtió, seis meses después y en una original ceremonia celebrada en el palmeral de Marrakech, en el cuarto marido de Anaïs.

 

 

relato Jesús Greus

 

Jesús GreusJesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y, actualmente, de la revista digital española Narrativas, y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
Así vivían en al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
Claro de luna. Obra poética.
De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.


Contactar con el autor: jessgreus [at] gmail [dot] com

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