relato por
Ricardo Felipe Salvarrey
G
ustaba de sentarse desde la mañana hasta la noche a contemplar su entorno lleno de verde. Pero lo que más lo atrapaba eran los pájaros. Quería que se acercaran a él. ¿Cómo lograr que no tuvieran miedo de su presencia? El fondo de su casa estaba lleno de acacias y un inmenso pino acostado, así le decía él pues el árbol había crecido en forma horizontal, sólo alzaba su copa hacia el cielo. Se preparaba lentamente para quedarse en aquel sitio durante horas. Cada ave, cada rama, llamaban su atención y acrecentaban su deseo de permanecer allí. Instaló una mesa y dos sillas como si el otro convidado fuera la naturaleza. Disponía todos los días los alimentos para sí y los animales y pájaros que pudieran estar en derredor. A esa altura ya tenía algunos contertulios a determinadas horas, como por ejemplo una liebre joven para la que preparaba un camino de trozos de zanahoria, cuestión que demorara un rato al alcance de su vista. Pasaban las horas y los días y siempre mantenía el mismo ritual. Las tardecitas casi noches le recordaban su casa y hacia ella acudía con la nostalgia de las horas cerca del pino y las acacias. Más de una vez, al entrar, algún gorrión quedaba atrapado por demorarse en comer algo de la mesada y él, con voz suave, trataba de calmarlo e indicarle el camino de salida por la puerta de la cocina. Parecía que lo entendían por la forma de volar raudos a refugiarse entre el follaje. No soportaba al gato de la vecina, lo había sorprendido en algún que otro rincón con plumas entre las fauces, de manera que cada vez que lo veía, lo espantaba con gritos terribles y amenazas con un palo. No creía ser capaz de golpearlo pero no soportaba que ahuyentara a quienes quería atraer, menos aún que se los comiera. Con el paso del tiempo su cuerpo se fue acostumbrando a estar cada vez más rato en el sitio aquel que había elegido. En el transcurrir de las horas que pasaba allí, y para no ir hasta la casa, ingería cada vez menos alimentos. Con una delgadez parsimoniosa comenzó a ser más parte del paisaje que de sí mismo. Las acacias habían tomado el entorno por asalto y crecían sin ninguna limitación alrededor suyo. Los pastizales devoraban el hormigón en derredor de la casa de la cual él ya casi ni uso hacía. Las enredaderas cubrían la construcción que otrora le perteneciera. Él se sentía cada vez más compenetrado a la tierra como si estuviera echando raíces. La silla de madera que fuera su descanso reverberaba de pequeños brotes como si nunca hubiera sido un árbol muerto y trabajado por el hombre. Las vestiduras raídas por el tiempo ya casi no lo cubrían, sólo lo escondía del resto de los humanos el verde que crecía sin ton ni son por doquier. Llegó un tiempo en que no quiso moverse más. En realidad tampoco hubiera podido, atrapado como estaba por el follaje. No sentía hambre ni sed. Ya ni recordaba cuándo había ingerido el último bocado. Ahora la luz del sol a gatas atravesaba aquel denso túnel en que se encontraba. Las torcazas habían devorado los últimos restos sobre la mesa que desaparecía al igual que éstos. Él sólo abría la boca para captar la lluvia que caía de vez en cuando. Sólo abría los ojos, que se habían vuelto color de nube, al sol, que en pequeños haces, lograba atravesar la densa cúpula en que aquello se había transformado. Ya nadie se preguntaba en la zona qué habría sido de aquel hombre. Pero quiso el destino que alguien lo recordara y comenzara a preguntar. A raíz de ello los vecinos quisieron traer a la memoria el nombre de aquella persona que una vez fuera uno más en las tertulias del único bar del lugar. Aquel que asistiera a las misas de la única iglesia en la que un encendido cura los conminara a decidirse entre Dios y el Diablo, ilustraciones de la dura batalla entre el bien y el mal. Nadie podía rememorar su nombre, sólo un vago recuerdo de aquel rostro que alguna vez compartiera la vida del lugar. Pero sí sabían dónde supuestamente moraba. Los pocos que cada tanto pasaban por las cercanías recordaban haber visto desaparecer la casa y el terreno bajo un muro verde a través del cual no se lograba ver nada. Reunidos un buen día en la Iglesia, decidieron ir a ver lo que allí ocurría. Muñidos de machetes y azadones para poder atravesar la vegetación, se dirigieron a la casa. Aquel grupo acometió la tarea de desbrozar todo aquello. Encontraron dentro toda clase de animales, insectos, aves, etc. De a poco fueron llegando al fondo del terreno al son de los machetazos. En medio de todos aquellos tejidos de hierba, ramas y quién sabe qué más, encontraron algo parecido a una figura humana que quisieron desprender de la tierra. Había echado tales raíces que aquel rescate, a pesar de los firmes intentos, ni los más fuertes pudieron lograrlo.
Ricardo Felipe Salvarrey Arana. Comunicador social. Estudió Técnico en Psicología Infantil y Adolescente (Escuela de Colaboradores del Médico, Hospital de Clínicas, Facultad de Medicina). Colaboró en los programas Realidad Latinoamericana basado en una idea propia que se desarrolló junto al periodista Daniel Bianchi en canal 5, entre 1999 y 2002, y Perfiles Uruguayos, revista cultural desarrollada en CX-26 Radio Uruguay entre los años 1999 y 2003. Reside en Canelones (Uruguay).
Contactar con el autor: ricardosalvarrey [at] gmail [dot] com
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Ilustración relato: Fotografía por NoName_13 / Pixabay [public domain]
Revista Almiar – n.º 94 / septiembre-octubre de 2017 – MARGEN CERO™
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