relato por
Hernán Paredes
S
olía creer en las palabras como meros instrumentos de expresión. Así como los músicos se valen de una extensión finita de notas que, agrupadas de diversas maneras y dotadas de precisas unidades de tiempo, dan nacimiento a incontables obras —algunas, titánicas y atemporales; otras, simples melodías pegadizas que nos impulsan a bailar el ritmo de moda o nos venden algún producto innecesario—, pensaba que la palabra no tenía entidad por sí misma, sino que se amoldaba a las intenciones de todo aquel que goza de sus diligentes servicios para comunicar ideas, informaciones o sentimientos. Siempre me ha asombrado cómo dos personas pueden agrupar las mismas palabras con idéntico orden y, sin embargo, transmitir dos sentimientos diametralmente opuestos. La frase «negro de mierda», por ejemplo, puede salir tanto de la boca de alguien que abraza a un amigo con el que se reencuentra luego de años de separación como de quien se dirige despectivamente a una persona de diferente raza. Es por eso que toda mi vida me he opuesto al hecho de estigmatizar a la palabra, ya que consideraba que su natural función de canal de expresión hacía que se convirtiera en una ventana nítida a través de la cual, si se observa con objetividad, es posible adivinar con claridad las intenciones de quien la utiliza. En mi opinión, el real causante de los problemas de comunicación no se encontraba en nuestra lengua, sino en nuestros oídos, con sus interminables filtros que hacen que esta se pierda en laberintos de interpretaciones tan diversas como seres humanos tiene el planeta. Por esta razón, desde muy joven me interesé en la literatura, ya que creía que la habilidad de los grandes escritores para plasmar la palabra en un contexto artístico, era donde esta más se acercaba a su loable objetivo. La labor de un escritor no consiste en ordenarlas al azar, poniendo especial cuidado en florituras y frases ampulosas, como una mujer que busca impactar tiñendo sus cabellos, pintarrajeando su rostro y agregándose prótesis mamarias. La verdadera belleza de la creación literaria es la capacidad que estos autores tienen, mediante simples signos lingüísticos, de evocar o provocar sentimientos en lo más profundo de nuestras almas, transportándonos a mundos desde donde, si uno se deja conducir, puede volver transformado. Las orgías de palabras que se suceden en los poemas de Girondo o en los cuentos de Cortázar producían una reacción pornográfica en mi mente, a tal punto de que dejé de leerlos en público, ya que varias veces me han echado a las patadas de algún bar luego de entrar en éxtasis y experimentar escandalosos orgasmos cerebrales. Pero todo eso es parte del pasado. Todas esas creencias que tenía con respecto al universo de las palabras se han desmoronado ante la revelación de sus auténticas y abominables intenciones. Hace un año decidieron adquirir voluntad propia y tomar el control de cada aspecto de mi existencia. Poco a poco fueron desmantelando hasta el más mínimo vestigio de dignidad en mi ser, solazándose en una lenta tortura.
Comenzaron atentando contra mi vida amorosa, y no pasó mucho tiempo hasta que consiguieron separarme de mi dulce Florencia. Su primer acto de sabotaje fue cuando me dejaron mudo luego de recibir su sentido «te amo», para más tarde aparecer inspiradas en el medio de un velorio, manifestando las frases más románticas jamás concebidas a la reciente viuda. El siguiente golpe se perpetró en el casamiento de su mejor amiga, al desbocarse en piropos por demás picantes hacia varias de las asistentes, entre las que se incluían mi suegra y la flamante novia. Pero la estocada final a esos cinco años de amor fue cuando, en medio del más intenso arrobamiento sexual, me obligaron a proferir a gritos los nombres de cada una de mis anteriores parejas. Enfervorizadas a causa de este primer triunfo, su siguiente paso fue acabar con mi vida laboral. No tuvieron que trabajar demasiado para lograrlo, ya que sólo les bastó con transformar mi boca en un verdadero conducto cloacal y, acto seguido, dedicarse a describir en voz alta, con la más execrable chabacanería, las exuberantes redondeces que conforman el contorno de las caderas de mi exjefa. Conscientes de su creciente poder, celebraron una asamblea general en donde pusieron de manifiesto su desdén por los convencionalismos que las encasillaban en un significado específico e inamovible. A partir de la moción presentada por la palabra «perro» —que era una acérrima amante de los gatos— dictaminaron unánimemente declararse en rebeldía y reasignarse dichos significados de acuerdo a sus propios caprichos. De ahí en más tuve que dejar de concurrir a restaurantes, ya que las palabras que describen las diferentes comidas se negaban a emerger, siendo reemplazadas por otras que usurpaban alevosamente su lugar y me exponían a situaciones en extremo bochornosas. Así la pizza de mozzarella pasó a llamarse prepucio de chimpancé y las papas fritas cambiaron su nombre a forúnculos fritos (como ven, esta última fue la única en rehusarse al arbitrario cambio). También me enteré de que la palabra «lepra» era hincha fanática de Rosario Central, cuando en medio de los apasionados cánticos que se suscitaban en la platea de Newell’s Old Boys se me escapó un audible «¡vamo’ canalla!», que me forzó a emprender una huida desesperada para poder salvar mi vida.
Hace unos días fui citado a tribunales para aclarar un pequeño incidente que involucraba a mi persona y una serie de epítetos peyorativos e insultos varios dirigidos a los honorables agentes de la seccional 9.ª de policía, adonde había ido a denunciar el extravío de mi documento de identidad.
—¿Cómo se declara, Fernández? —preguntó el juez luego de leer los cargos.
—Me declaro indecente.
—¿Perdón?
—Disculpe señor nuez, la palabra que busco es impotente.
—¿Usted me está tomando el pelo o tiene problemas mentales?
—¡Noooo, soy insolente! Quise decir impertinente… Incongruente, indigente, indiferente, inconsciente, intendente, in…, in… ¡Mierda!
—¡Al calabozo! —concluyó el juez.
Y aquí estoy, en esta celda de mala muerte que comparto con un condenado por homicidio múltiple, el cual, desde el primer momento de mi llegada, me mira fijamente a la vez que rechina sus deterioradas piezas dentales y golpea su palma abierta con el puño cerrado, acción que resalta aún más sus imponentes bíceps cubiertos con tatuajes alusivos al Tercer Reich. Obviamente ellas no pudieron con su genio y resolvieron jugarme una última mala pasada. Justo en el momento en que mi compañero se encontraba descargando su vejiga, se les ocurrió verbalizar en tono bromista una relación comparativa entre el tamaño excesivo de los músculos y la insignificancia del miembro viril masculino. Para ser completamente sincero, creo que de esta no me salvo.
Hernán Paredes. Autor argentino. Actualmente reside en
el Departamento de Canelones (Uruguay).
📩 Contactar con el autor: hernanmetal [ at ] hotmail[dot]com
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🖼️ Ilustración relato: Fotografía por styroplaid / Pixabay [CCO dominio público]
Revista Almiar – n.º 87 / julio-agosto de 2016 – MARGEN CERO™
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