relato por
Hernán Jorquera
Moisés Aguirre, Reñaca, noviembre de 2015
Y respondí a mi jefe: lo que usted ordene, pero voy a necesitar a unos doce hombres, entre ellos a Pablo, Pedro y sobre todo a Juan para que me ayuden a organizar el rescate. Y mi jefe me dijo: bien sabes que con eso no hay problema, cuentas con todos los hombres que requieras, el financiamiento y las armas de mi parte, sólo debes preocuparte de traerlo aquí sano y salvo, mi hijo no puede estar un día más en la cana. Y le aseguré: no se preocupe, jefe, ¿cuándo le he fallado? Cuente con mi palabra. Y me contestó: espero no sea la primera vez, Moisés, tú y mi hijo son mis hombres de confianza y esta misión más que tomarla como tal tómala como algo personal; no me importa a cuantos hombrecitos de verde oscuro mates o si el rescate se filtra en la prensa, bien sabes que puedo silenciar al alcaide de cartón con unos pocos billetes y a esos periodistas sin ética profesional con otro billetito o con el cañón de mi revólver favorito y te lo reitero, sólo enfócate en el éxito de este asunto y no dudes en pedirme lo que necesites, esto para mí es cosa prioritaria y tan prioritaria es que voy a pedirte que apenas cruces esa puerta te concentres de inmediato en la tarea, lo demás que te valga callampa, luego habrá tiempo para el resto de nuestras actividades. Si me necesitas sabes cómo ubicarme, excepto mañana en la tarde, pues no estaré disponible por un asunto que debo atender.
Mi jefe puso en marcha esa silla de ruedas que parecía de fuego y se fue. Quedé estupefacto unos segundos, luego reaccioné y me puse manos a la obra. Llamé a Pedro, a Pablo y a Juan y les expliqué la petición. Pablo se ofreció a encargarse de la selección del arsenal y Pedro a elegir a los hombres más aptos según su criterio. Por su parte Juan dijo que planearía la estrategia a usar porque un rescate no planificado es sinónimo de fracaso (estaba inventando la rueda). Yo asumí la dirección general. Cuando cada uno cumplió con lo suyo Pedro, Pablo y Juan se subieron a sus autos y condujeron a la rapidez permitida hasta Quillota. En el transcurso me mantendría alejado del grupo y seguiría el desarrollo desde las cercanías. Por motivos de seguridad no les conté que una vez que me trajeran al hijo del jefe me escondería con él en la casa de Gabriel hasta el amanecer en Valpo y luego lo llevaría hasta Reñaca, preferí decirles solamente que lo llevaría a un lugar seguro.
Me quedé estacionado (en un Volkswagen) a tres o cuatro cuadras de la cana. Apagué la radio, prendí un cigarro y me puse a tararear una ranchera. No se escuchaba ningún ruido de balazos o de explosiones a lo lejos y eso me extrañó, quizá la diplomacia de Juan evitó mucho derramamiento de sangre, deduje. Mejor. Después oí los inconfundibles silbidos que hacen las balas al surcar el aire y preocupado puse la espalda recta y me puse a avizorar por el parabrisas intentando encontrar el origen de ellos. Para mis nervios venían de donde estaba la cana. Y los silbidos de las balas aumentaron su intensidad y entré a desesperarme. Me nació un mal presentimiento. Y mi instinto de mal agüero tenía razón: pasados varios minutos una luz blanca o anaranjada que hería los ojos y luego un estruendo apocalíptico me hicieron saltar dentro de la cabina y con el mismo impulso del salto abrí la puerta y me bajé a mirar y a escuchar a punto de cagarme. Ojalá que estos hijos de puta lo hayan protegido bien —me dije— de lo contrario el jefe nos castra a todos, pero antes nos convierte en coladores. Transcurrieron unos quince o veinte minutos y vi el auto de Juan pasar fugaz por la calle perpendicular a la que yo estaba y detrás de él un furgón de gendarmes y más atrás dos patrullas de pacos y una micro de fuerzas especiales. Mierda, a este huevón se le olvidó darme al hijo del jefe primero —exclamé. No —deduje que no lo llevaba—, en su mente racional no lo expondría a la balacera. ¿Y si sí lo llevaba? Conchetumadre, comencé a temblar. Me subí a la cabina, arranqué y me dispuse a perseguirlos. De copilotos llevaba dos AK-47 e inconmensurables municiones. Abrí la ventana, sujeté bien el volante y me puse a dispararles. Mi puntería ese día estaba excelente: con mi primera ráfaga le reventé las llantas traseras a una patrulla de pacos, con la segunda los vidrios traseros, sin embargo la de ellos también y una de las balas que respondieron hizo trizas mi parabrisas, otro silbido y el Volkswagen empezó a cojear del lado derecho y ¡zas! ¡Zas! ¡Zas!, y en cualquier momento me volcaba pero no ocurrió, mas el auto seguía brincando como un canguro y pisé el freno y escuché el chirrido escandaloso de los neumáticos y por la fricción el capote casi besaba el pavimento y sentía que salía escupido hacia adelante y entonces una luz dolorosa me encegueció y no supe nada más.
Pablo Rodríguez, Valpo y Quillota, noviembre de 2015
Fui el primero en presentarme al llamado urgente (según él) de Moisés. Ni él ni yo queríamos esperar al resto así que desembuchó lo que tenía que decirme de una sola vez. Así me enteré lo que le pasó a mi jefe y de la petición del jefe de Moisés y que le daba lo mismo si era un rescate recatado o ruidoso. Bueno, particularmente me gustaban los segundos, mientras más sangre y más pedazos de sesos y de cráneos volando como cáscaras de naranja más grande mi sonrisa. Me ofrecí para elegir las municiones y no escatimé en elegir las más destructoras y sanguinarias posibles y si eran de destrucción masiva mejor. Moisés me las consiguió en tiempo récord y repleté los abrigos de mis compañeros con ellas y sus respectivas municiones: AK-47, Minimi F89, Mk 48, Bazucas, bombas de nitroglicerina, bombas Mills, entre otras y también los maleteros de los automóviles con armamento de reserva. Juan y Pedro terminaron de afinar unos detalles y salimos a Quillota conmigo al frente. Tardamos unos tres cuartos de hora en llegar a las inmediaciones de la cárcel. Nos estacionamos en un lugar donde nadie pudiera vernos, cuidamos de camuflar bien los vehículos, nos bajamos, caminamos con calma a la verja de la entrada y como supusimos unos gendarmes nos detuvieron argumentando que no era día ni hora de visitas. La misión duraba ya diez minutos y a mi gusto estaba resultando demasiado limpia, olvidé la prudencia de la que Juan nos había hablado y saqué de entre mi traje mi Minimi F89 y les volé la cabeza. Pedro y Juan me llamaron conchetumadre sanguinario y que si la misión se iba a la chucha iba a ser por mi causa. Sonreí y en respuesta disparé a las ventanas más próximas del edificio azul como si fueran patitos de feria. Y ocurrió de acuerdo a lo que deduje: una sirena estridente comenzó a martirizarnos los oídos, nos empezaron a hacer puntería de otras partes y ni cuenta nos dimos cuando caía sobre nosotros una lluvia de balas. Otros gendarmes aparecieron con sus subfusiles MP7 y sus chalecos antibalas. No tuve miedo, al contrario, me puse feliz, me reí a carcajadas y disparé en todas direcciones. Mis compañeros hicieron lo mismo. No sé a cuántos les dimos, pero la cosa es que ya nadie nos disparaba, el piso quedó hecho un charco de sangre y corrimos pisando a los cuerpos caídos mientras unas luces blancas y rojas nos iluminaban. Dichas luces nos siguieron hasta que nos metimos al edificio. Y en la entrada del mismo nos salieron a encontrar otros hombres de verde boldo y todo se volvió un festival de balazos. Supuse que de tanto disparar a Pedro se le terminaron los cargadores de su Mk- 48, la arrojó con violencia al piso, extrajo de su abrigo un AK-47 y cuando se la llevaba a un hombro le llegó un tiro en un brazo que lo mandó al piso y antes que su victimario lo rematara le volé la cabeza al conchesumadre. No podía dejarlo ahí herido y lo ayudé a levantarse y al pararme constaté con horror y rabia que Juan se había ido, nos había abandonado el hijo de la gran puta y me acordé de sus discursos con la pichula en la mano acerca del compañerismo, la comunidad, la hermandad y del gran equipo que éramos y juré por todos los ángeles que si salía de ésta lo iba a tapar a tunazos pero antes le iba a arrancar los ojos por maraco. Pedro ya estaba de pie, no obstante se convirtió en un estorbo pues no podía cargar su fusil (que no lo había soltado) y a mí también se me estaban agotando los cartuchos, quizá me quedaban para una ráfaga más, la que descargué contra los que vi. Tenía que volver al auto, recargar las armas, regresar y matarlos a todos. Tomé a mi amigo y nos ocultamos tras un pilar, le hice un torniquete con un pañuelo y le di cachetadas para que no cerrara los ojos. Inútil, igual lo hizo. Suspiré, ralenticé mi respiración y me guié por oído. No se oía ningún paso y ninguna voz, entonces me levanté, lo levanté y salimos, pero no contaba con que afuera nos íbamos a topar con dos furgones de gendarmería y que de uno de ellos se bajaría una docena de gendarmes. Levantaron sus subfusiles y nos apuntaron. Comprendí que significaba nuestro fin. También había cuatro patrullas de pacos alumbrándonos y una micro de fuerzas especiales. Me mordí los labios. Caro les iba salir masacrarnos a los conchesumadres. Me llevé la AK-47 de mi compañero al hombro, lo aparté de un empujón que lo mandó al suelo de culo, grité para intimidarlos o quizá de terror y les solté una ráfaga sin saber si acaso les estaba atinando o no.
Juan Gutiérrez, Cárcel de Quillota, noviembre de 2015
Conducía tenso, es que se trataba de mi primera misión de ese estilo. Junto a mí iba sentado Lucas y en los asientos de atrás Marcos y Mateo. Reconozco que el aplomo de Lucas me causaba mucha envidia: se reía, contaba chistes y hasta se bebía unas latas de cerveza. O tal vez lo envidiaba porque había estudiado medicina (pero no se había titulado) y yo en cambio sólo trabajaba vendiendo mariscos en caleta Portales pudiendo haber sido un profesional. Por su aplomo o por sus estudios lo aseguré en primer lugar en mi auto. Marcos y Mateo también se bebían unas latas de cerveza y los envases vacíos los arrugaban y los arrojaban por sus ventanas. Para no ser menos destapé mi petaca de pisco y bebí. En parte eso me envalentonó y me fue calmando los nervios. Nada podía salir mal: había estudiado en profundidad un plano de la cárcel (con el fin de encontrar sus debilidades) y había ubicado el módulo cuatro en donde se suponía que estaba encerrado el jefe (Moisés me entregó previamente esa información). Lo separaba del exterior un muro con alambres de púas en la parte superior y entre ambos había un patio y un pasillo techado. In situ Pedro, Pablo y yo nos presentaríamos en portería con la excusa de que éramos tiras encubiertos y necesitábamos hablar con el alcaide o quien estuviera a cargo a esa hora para comunicarle que interceptamos llamadas que hablaban de un escape inminente (sin otro fin que de ganar tiempo). Entretanto nosotros mentíamos Marcos, Mateo y otros irían sigilosamente hasta quedar frente al muro en cuestión, Andrés y Santiago lo treparían como monos, atravesarían el patio y alcanzarían el módulo mientras el resto distraía a los gendarmes de los puestos de vigilancia desde afuera con un par de palabrotas o de chuchadas o uno que otro balazo al aire hasta que los nuestros cruzaran de vuelta la muralla con el jefe, luego yo se lo entregaría a Moisés que me aguardaría a unas cuadras de distancia. Él lo llevaría a un lugar seguro (que no nos dijo) ínterin nosotros arrastrábamos a los gendarmes que de seguro nos perseguirían por un camino divergente al de él, haríamos que nos siguieran hasta alejarlos lo más posible de la cana. De eso trataba a grandes rasgos el caso ideal y limpio. También pensé en el peor de los casos y más probable: que los gendarmes nos descubrieran desde el inicio. Entonces de donde estuviéramos nos abriríamos paso a punta de balazos, sacaríamos al jefe, lo protegeríamos muy bien y yo lo llevaría con Moisés, entretanto el resto liquidaría a todos los de verde boldo. Corto y rápido. Y en su primera fase el plan sucedió como había supuesto para el caso límpido, hasta que al huevón de Pablo se le ocurrió disparar a los gendarmes de la entrada y luego a las ventanas mas inmediatas del edificio azul y no hubo más remedio que apoyarlo. Vadeamos bajo un chaparrón de balas, sentía que la muerte me acariciaba cada vez más de cerca y la cosa es que me desesperé, no me detuve ante nada y corrí, corrí y corrí como un loco hasta que vi aparecer un pilar frente a mis narices como una bendición y me oculté tras él. Saqué una radio y ordené a gritos que dos vinieran a cubrirme y que los demás como fuera llegaran con el jefe porque ya no existían motivos para ser silenciosos. Cambio y fuera, recargué mi arma. Me parecía muy extraño que ningún otro gendarme saliera a mi encuentro. Quizá inconscientemente les disparé y maté a todos en la carrera, me dije. Escuché pasos atrás mío y me volteé con el cuerpo tenso quizá por miedo o por el deseo de matar. Por suerte no disparé, se trataban de Marcos y Mateo.
—Mateo no lo pensó dos veces ante tu mensaje angustiado —dijo Marcos—, el camino está despejado, vámonos.
—Deben venir Pedro y Pablo atrás. Esperémoslos.
—No los vimos en el trayecto, debieron de haberse ido.
—De seguro por la prisa no los vieron.
—No hay tiempo, debemos irnos.
—Me niego a creer que me abandonaron. Aquí nos quedaremos. Si somos más, los cinco vamos a tener más posibilidades de salir riendo de ésta.
—Pero…
—¡Yo soy el de las decisiones, se hace lo que yo digo!
Terminé de hablar (más bien imponer mi criterio). Lo pensé bien, una cosa era cierta: permaneciendo ahí seríamos presa fácil. Azucé a Marcos y Mateo a seguirme por un pasillo que subía un poco. Por el plano recordaba que la oficina de al final del pasillo era la del alcaide. Les dije que fuéramos para allá antes de ir por el jefe, con el alcaide eliminado tendríamos más posibilidades de éxito. Mateo abrió la puerta de una patada y con Marcos apuntamos al interior. Nadie había ahí.
—Mierda, debieron haberlo sacado.
—Entonces vamos por el jefe, no perdamos tiempo aquí.
Y cuando nos marchábamos aparecieron como una pesadilla atrás nuestro más de una docena de gendarmes. De seguro nos seguían y no nos percatamos. Deduje con resignación enrabiada que Pedro y Pablo ya estaban en el país de los muertos. Y los conchesumadres dejaron que sus armas hablaran por ellos. Y el primero en caer acribillado fue Marcos. Y mis ansias de asesinar se desataron y empecé a disparar poseído por una locura que no había sentido antes. Y Mateo quitó el seguro de una bomba Mills y la lanzó en medio de la tropa, me tomó de un hombro y me arrojó al suelo junto con él. Por instinto me cubrí la cabeza. La bomba explotó y cuando levanté la vista los de verde yacían mutilados por doquier y nuestro alrededor era una ruina. Algo alcanzó a Mateo en una pierna y ésta sangraba. Intentó ponerse de pie pero no pudo. Me levanté, rodeé mi cuello con su brazo izquierdo y lo ayudé a incorporarse y caminar, lo senté en un rincón y temblando saqué mi radio que por milagro permanecía intacta.
—¡Lucas, Mateo está herido y Marcos ya es historia! Ven acá para que te lo lleves.
—Voy con Matías.
Sequé el sudor de mi frente y ralenticé mi respiración. Mateo no hablaba y su rostro reflejaba un dolor abisal. Escuché a personas acercarse corriendo y me puse en guardia. Supuse enemigos. Iba a acribillarlos, pero por suerte reconocí las caras de Lucas y Matías.
—Déjamelo —me dijo—, voy a vendarle la herida con mi pañuelo y sacarlo de acá.
—De acuerdo.
Me levanté algo mareado. Debía de terminar la misión. A nadie encontré en mi camino y eso me hizo pensar que ellos llevaban la ventaja. Mierda —me dije— y me apresuré lo que daban mis pies. De pronto de un costado aparecieron tres gendarmes, pero les disparé en la cabeza antes que ellos alcanzaran siquiera a apuntarme. Tres o cuatro segundos después un ruido ensordecedor maceró mis oídos. Con el ruido vino un temblor, no, casi un terremoto apocalíptico. Observaba con espanto que el techo del pasillo se caía a pedazos, las pilastras se caían a pedazos también y las murallas y el piso se llenaban de grietas. Mi instinto de supervivencia prevaleció y mandé a la mierda el rescate. Di media vuelta y comencé a correr. Sentía una especie de vértigo, varias veces estuve a punto de caer en la carrera. Una de esas grietas se manifestó de súbito frente a mí y cual hocico de hipopótamo amenazó con tragarme. Al frenar por evitarla no pude ver al escombro que se venía impune contra mi cabeza.
Santiago Inostroza, Quillota, noviembre de 2015
Seguimos al pie de la letra el plan de Juan. Andrés, Simón, Tomás, Santiago Hinojosa, Matías, Lucas, Mateo, Marcos, Judas y Bartolomé me acompañaron. La agilidad de Andrés me iba a ser muy útil y de hecho escalaba el muro con todo ese peso en el abrigo como si fuera un gato y yo detrás jadeando cual burro, creo que hubiera podido escalar la muralla sin necesidad de arneses. El resto procedió de acuerdo a lo planificado (supuse) porque, aunque se oía uno que otro silbido de balas, ningún gendarme nos disparaba en la escalada. Al llegar arriba cortamos los alambres de púas con un alicate, bajamos, atravesamos sigilosos por el patio y anduvimos por un pasillo. Al final de este había un gendarme haciendo guardia, Andrés lo eliminó antes de que pudiera percatarse de nuestra presencia. Custodiaba la entrada al módulo. Sin más centinelas a la vista entramos. Algunos presos no dormían y por entre las rejas de sus celdas sacaban sus manos y nos decían conchesumadres, abran, déjennos salir, por qué tan mala onda, hermanos, y no sé qué otras palabrotas de grueso calibre y que preferimos ignorar. Bueno, no exactamente, Andrés le disparó a uno ocultando su tiro gracias al silenciador. Y así la incertidumbre se transformó en certeza: el jefe estaba en una de las celdas del módulo (que compartía con otros seis presos) y al vernos abrió la boca como un cachalote de la sorpresa y se paralizó. Le di un tunazo silencioso al seguro de su verja, Andrés entró y casi lo empujó afuera.
—Deprisa, jefe, o nos pueden descubrir.
El resto de los presos también escapó. Fue un grave error haberlos dejado huir. El ruido irresponsable que provocaron en sus ansiedades por fugarse atrajo a varios gendarmes y no tuvimos más remedio que balearlos. Y de nada sirvió porque llegaron más disparándonos y el resto de los reclusos de otras celdas gritaban váyanse conchesumadres, tenemos hijos, hijos de puta, no queremos que nos saquen en ataúd de aquí y cosas similares. Andrés empujó al jefe tras un pilar y luego me ayudó a reprimir el ataque ocultándose conmigo en otro al frente del de él. Entonces el jefe le preguntó a Andrés si tenía acaso otra Minimi F89. Andrés dijo que no, pero que tenía un AK-47. Le pidió que se lo arrojara. Lo hizo. Lo agarró en el aire y con una velocidad asombrosa disparó a los gendarmes que cayeron como moscas envenenadas casi todos y cruzó hasta nuestro pilar. No me sorprendí, conocía muy bien su habilidad de tirador. A los que quedaron vivos también los mató y con el camino despejado vadeamos al patio y bajo un silbido de balas y la luz de un foco que nos seguía escalamos el muro y saltamos al otro lado. En apariencia nadie nos seguía. Ninguno de mis compañeros se había movido, excepto Marcos y Mateo que habían ido a auxiliar al grupo de Juan por la de ellos.
—Por acá, jefe. Juan lo llevará con su padre.
Miré la claridad de la noche y de casualidad observé medio cuerpo de unos gendarmes colgando cabeza abajo de las torre de vigilancia más cercana.
—¡Por la cresta, huevones! ¿Quién rechucha los mató?
De pronto se oyó una voz desesperada por la radio. Se trataba de Juan. Pedía auxilio para Mateo e informaba que Marcos era historia. Lucas partió en su ayuda junto con Matías.
—Se sabían más groserías que nosotros —contestó Tomás. Bartolomé se picó y empezó a arrojarles piedras. Ellos respondieron con otras y con mejor puntería. Entonces se enfureció, sacó su AK-47 y comenzó a repartir tunazos. Ellos respondieron y no nos quedó más alternativa que volarles la cabeza.
Ahí entendí la causa de los silbidos de balas que había oído.
—Juan dijo prudencia ¿Qué parte de prudencia no entendieron?
—Unos focos están apuntando para acá.
—Se oye como el motor de un camión.
—¡Por la cresta! Son gendarmes.
—Simón, llévate al jefe ahora.
—Voy con Tomás.
Simón tomó al jefe que se quería quedar a derribar palitroques y se fue con él por nuestra derecha. No sólo nos amenazaba un camión de gendarmes, también dos patrullas de pacos. El camión y las dos patrullas ya estaban frente a nosotros. Se bajaron más de una docena de gendarmes y cuatro pacos. Hicieron fuego. Nosotros les contestamos. Los tiros iban y venían. Bartolomé cayó fulminado, yo grité furioso y con una AK-47 disparé sin apuntar a un objetivo fijo, loco de rabia. Parece que maté a dos y herí más o menos a cinco. Ellos empezaron a usar una patrulla de trinchera y desde ahí nos disparaban. Nosotros nos ocultamos tras unos postes de alumbrado público. Llevábamos las de perder. Comenzamos a desesperarnos. Se me terminaron los cartuchos de mi fusil y tampoco tenía de repuesto, entonces le grité a Andrés que me diera un arma cargada. No me la arrojó, corrió el imbécil a dármela, se puso de blanco fácil para ellos y cayó perforado por estúpido. Así como estaba, tumbado y empapado en sangre, me lanzó su propia arma y no se movió más. En ese momento volvió Simón acompañado de Tomás, tuvieron la precaución de no exponerse a las balas. Ni les pregunté si el jefe estaba a salvo, con un grito les pedí sus abrigos. Me preguntaron desconcertados para qué los quería. Les respondí que no preguntaran huevadas y me los dieran sin chistar. Hicieron la misma idiotez que Andrés y asimismo cayeron abatidos. Rodé por el suelo hasta donde yacía el cadáver de Andrés y saqué de su abrigo varios cartuchos de dinamita. Junté esos cartuchos con lo que había en los abrigos de Simón, Santiago Hinojosa (a quien también se lo había pedido), Tomás y el mío e improvisé una bomba tan rápido que me sorprendí, y eso que era el experto en bombas del grupo. Me puse a la vista de ellos, les grite conchesumadres chúpenme el pico y lancé mi explosivo contra ellos. Me lancé al suelo y me cubrí la cabeza, por entre los párpados podía percibir una luz intensa y deslumbrante, luego se oyeron un estruendo terrible y el ruido de paredes viniéndose abajo como si fueran los muros de Jericó. Sólo espero que todos estos hijos de puta hayan volado en pedazos —musité y sonreí— después parece que me desmayé.
Judas Ilabaca, Valparaíso – Quillota, octubre-noviembre de 2015
En un principio éramos un dúo de música electrónica, ambos manejábamos muy bien la mezcladora, inclusive yo mejor que él y nos repartíamos las ganancias; pero él, en un acto vil y despreciable por donde se lo mire, comenzó a relegarme a un segundo plano en los shows, no, a un tercer plano y se justificaba con el pretexto que su imagen vendía muchísimo más que la mía y que debíamos aprovechar ese plus. No dudé un instante de su justificación. Aunque no me gustase lo injusto de mi nueva condición acepté, hasta que mis bolsillos de a poco empezaron a verse vacíos. Al hacérselo saber contestó que no me preocupara, que era un tema legal que estaba viendo nuestro manager, que se solucionaría en los próximos días y que el dinero iba a llegarme retroactivo. Pasó el tiempo y mi situación no mejoró, al contrario, empeoró. A esas alturas ya ni siquiera actuaba, era el sonidista, el porta tornamesas, el porta cables, el porta lo que fuera, el electricista, en fin, el obrero y la goma detrás de ese aprovechador. Lo más grave fue dejar que la situación me fuera adversa hasta esos límites por confiar en él. Tenía que recuperar mi sitial como fuera. Y no sólo eso, vengarme. No obstante por más que pensaba en un método nunca me veía libre de polvo y paja. ¿De qué forma hacerlo entonces? Y asimismo ¿cómo proteger a los míos? Debía de pensar en ellos también. Entonces una llamada que recibí me ofreció la alternativa que de otro modo jamás hubiera podido optar.
—Hablo con Judas Ilabaca.
—¿Quién habla?
—No puedo decirle mi nombre, sólo que trabajo con la policía y en clave puede llamarme El Fariseo.
Sabía que se trataba de mí. Iba a cortarle (lo menos que deseaba era codearme con la policía) mas él adivinó mi deseo.
—No me cuelgue, le tengo un ofrecimiento que puede salvarle el pellejo. Sabemos quién es usted, a qué se dedica, en dónde vive con su familia y si doy la orden en diez minutos están todos detenidos.
Logró atemorizarme, sin embargo también que me enfadara.
—No puede detenerme ni a mi familia si no hay cargos. Está tratando de intimidarme, nada más.
El tipo rió.
—Hemos trabajado durante años intensamente en dar con el paradero de una célula criminal que se dedica al narcotráfico por toda la región. La cabeza de esta organización es de lo más intrépida que la policía ha conocido; en la práctica no deja pistas ni huellas que puedan incriminarla. Parece que obraran como un milagro. Pero a veces la suerte confabula a nuestro favor: una persona que no voy a decirle su nombre, pero que usted debe conocer muy bien, porque es adicta a las carreras de caballos, lo indicó involuntariamente a usted como su proveedor de cocaína.
Me estremecí y guardé silencio.
—Su silencio me está confesando que la acusación que le estoy haciendo es verídica. Ahora dígame señor Judas Ilabaca, ¿De dónde saca la droga?
—No le he confesado nada, ¡hasta luego!
El Fariseo soltó una carcajada.
—Hace dos días este señor anónimo que veníamos siguiendo hace mucho tiempo por su riqueza que crecía de forma exponencial sin otra entrada que la de las apuestas, encargó diez gramos de cocaína por teléfono a un número que estaba registrado a nombre de un niño de cinco años. Nos sorprendimos, era el golpe de suerte que esperábamos, aunque no pensábamos que este señor fuera un simple consumidor, lo creíamos el proveedor. Rápidamente nuestro servicio de inteligencia trianguló la llamada, ¿y sabe?, el destinatario de ella respondió de este domicilio. No tiene escapatoria, mi amigo. Pero como le decía al principio, puede optar a una pena mucho más baja si colabora con nosotros. Y no se preocupe, lo hará en absoluta confidencialidad.
Me rendí. Pude seguir alegando con eso de la presunta inocencia, sin embargo eso significaba exponer a los míos.
—¿Y qué debo hacer?
—En diez minutos lo paso a buscar.
Colgó. Tomé mi chaqueta y salí a la calle a esperarlo.
Bueno, ahora puedo contarles que las fiestas electrónicas no eran nuestro negocio principal, pero sí el más importante para mí. Fue una decisión fácil entregar al hijo de puta, me motivaba que se pudriera en la cana. Y de pasó evité mi secado en la cárcel. Y de paso salvé a mi familia también, pues pedí protección para ella. Canté lo más claro que pude todo lo que sabía (entregué hasta la más ínfima prueba) y los acontecimientos de los próximos días. El Fariseo, después de escucharme, me propuso lo siguiente: Durante una pausa (cualquiera) en medio de la fiesta electrónica que daríamos en Villa Alemana debía llamar a la policía (ellos estarían esperando mi llamada) para que se dejase caer a arrestar a todos, excepto a mí, que me escabulliría aprovechando el caos y la confusión. Así de simple. Pero eso no lo encontré suficiente, para hacer más comprometedora la detención y por mis deseos de venganza decidí añadir algo más: aprovechar el desenfreno y la concentración del hijo de puta y del equipo en el show para arrojar unas pastillas de éxtasis al público que me había pasado Pedro con el fin de venderlas durante el evento. Y procedí de acuerdo a lo que pensé, lancé las pastillas, hice la llamada y el conchesumadre y todo el equipo fueron detenidos en medio de un escándalo dionisiaco. Días después, no obstante, lo lamentaría, pues no contaba con que a su padre (así me enteré que tenía un padre y que estaba arriba de él y lo protegía y que jamás había visto en mi vida) se le iba a ocurrir la brillante idea de rescatar a su hijo de la cana y que yo iba a ser seleccionado por Pedro para ser parte de esa misión porque tenía la obligación moral —según él— de participar al ser mi compañero de trabajo. Deduje que por nuestro número reducido (doce) no tendríamos éxito, lo más probable es que la impulsividad de Pablo arruine el rescate —pensé— y motivado por la alta pena que arriesgaba ese desgraciado es que me propuse a sabotear el rescate de alguna u otra manera. ¿Cómo hacerlo y a la vez salvarme?
No le di más vueltas y llamé al Fariseo para contarle, cuántos iban a participar y de la existencia de un padre al que todos obedecíamos pero que jamás habíamos visto.
—Con este favor, Judas, te has ganado la absolución de todos los cargos. Tus papeles quedarán limpios. Y tu familia estará tranquila de por vida.
Eso para mí ya era una recompensa más que suficiente.
—Una cosa más te digo: eres un traidor. Has traicionado dos veces a tu propia organización. ¿Quién me dice que no eres capaz de hacer lo mismo con nosotros? Vamos a coordinar con gendarmería para que redoblen la vigilancia y que dispongan más personal de antimotines ese día. Nosotros entretanto vigilaremos todos los accesos a la ciudad. Entretanto tú, mientras los nuestros frustran el escape, te escabulles y me buscas. Te quiero lo más cerca posible de mí ese día. Si no lo haces lo interpretaré como traición de tu parte.
Corté o el Fariseo cortó.
Lo medité bien, y analizando con cuidado el plan de Juan concluí que el mejor instante para escabullirme sería cuando estuviéramos frente al muro.
Lucas Martínez, Quillota, noviembre de 2015
Corrí fuera de la cárcel casi arrastrando a Mateo. En el auto de Juan había analgésicos, vendas más adecuadas y otros elementos de primeros auxilios. Para allá lo llevé. Lo senté en el asiento de atrás y le dije huevón, eres fuerte, si de esta vas a salir, te vas a recuperar y le puedes pedir al jefazo un dinero extra por los gastos médicos o por haber ayudado a rescatar a su hijo, ¿crees que te va a decir que no? No te duermas, conchetumadre, no te duermas. Entonces le di muchas cachetadas y le apliqué una inyección para el dolor y le limpie y vendé la herida que era más profunda y más grave de lo que pensaba. Quería ayudar a mis compañeros, se oía el sonido de balas surcando el aire a lo lejos y decidido me llevé la Mk-48 de Mateo a modo de resguardo y me bajé. Corría a la cana, pero un grito familiar me detuvo.
—¡Lucas! Prende el auto, huevón. Llévate al jefe.
Miré al jefe y me llené de alegría al comprobar que estaba sano. Lo conocía bien, lo último que deseaba en ese instante era irse, prefería estar repartiendo balazos que estar bajo el brazo de su padre como un mamón. Y como deduje, a regañadientes se subió al auto y esperó a que yo lo pusiera en marcha.
—Moisés está a cuatro cuadras de aquí. ¿Sabes dónde está, verdad?
—Lo sé a la perfección, ¿no qué Juan se iba a llevar al jefe?
—¿No escuchas las balas acaso? Está la cagada, alguien se lo tiene que llevar o el jefe máximo nos matará.
—De acuerdo, si da igual quien se lo lleve.
Me subí al vehículo y lo puse en marcha. A pesar de estar ocultos de cualquier mirada y de todo el camuflaje era cosa de tiempo que nos descubrieran: un camión de gendarmes, dos patrullas de pacos y una micro de fuerzas especiales venían veloces hacia nosotros. Aceleré rápidamente e intente alejarme de ellos, al menos mantuve la distancia que nos separaba. Mateo acaso se había dormido. El jefe sonreía, abrió la ventana y con el AK-47 que llevaba les disparó. Di en el blanco, me dijo, el parabrisas del camión se hizo mierda aunque sigue en el camino y parece que maté al copiloto. Voy a terminar de hacerlos cagar, tú sólo mantén firmes las manos en el volante. La respuesta de nuestros perseguidores no se hizo esperar y por el miedo de llevar conmigo al jefe y por protegerlo aceleré más y me olvidé hasta de mí, sólo quería perderlos y ojalá salir sano y salvo. No sé qué sucedió —me decía— pero una patrulla se volcó de la nada y este accidente feliz para nosotros me ha hecho ahorrarme unas cuantas balas, voy a dispararles a los que quedan, no te muevas Lucas, no te muevas. La situación me tenía al borde del colapso nervioso. Podía escuchar los tiros asesinos que nos disparaban surcar el aire y los que el jefe respondía. Quillota había quedado atrás e incrédulo vi que la distancia que nos separaba de nuestros perseguidores aumentaba y que al cabo de un rato no se veían. Obvié lo extraño de eso y festejé con un «bien por la chucha, la hicimos». Mi jefe se largó a reír a carcajadas y me preguntó si había chela. Le respondí que quedaba un paquete de seis debajo de su asiento. Sacó dos y me pasó una. Brindamos por la libertad y busqué un acceso al Troncal Sur. Conduje hacia el que recordaba más cercano, pero a medida que me acercaba divisé con espanto a un furgón de gendarmería, otro de fuerzas especiales y tres patrullas de pacos que lo bloqueaban.
—¡Mierda! —exclamé—. ¿Cómo chucha se enteraron tan rápido por donde íbamos?
La respuesta llegó sola. De una de las patrullas descendieron dos carabineros y un hombre que conocíamos muy bien.
—¡¿Por qué me traicionaste, conchetumadre?! —le gritó el jefe.
—Me ofrecieron protección a mi familia y salir absuelto de cualquier cargo.
—Y de seguro tú también hiciste la maldita llamada y todo lo demás.
—Sí.
Un grupo de gendarmes bajó del furgón apuntando a nuestro auto.
—Y de nada te va a servir la libertad, huevón maricón, por los agujeros que te voy a hacer.
Levantó su arma y descargó una ráfaga sobre el traidor que se desplomó como un saco de arena. Los gendarmes y los pacos respondieron de inmediato. Mi jefe cayó abatido sobre el pavimento.
Comprendí que se trataba de mi fin. Tenía que elegir entre morir libre o vivir preso. Opté por eso último. Me bajé del auto con las manos en alto. Gendarmería y Carabineros no dejaban de alumbrarme con los focos de sus vehículos ni de apuntarme.
—¡Ponte contra el capote del auto con las manos atrás! ¡Ahora!
Y eso hice. Al estar desarmado dos gendarmes me esposaron y me empujaron dentro del furgón de gendarmería. A Mateo se lo llevaron dos carabineros en una ambulancia. Un rayo de sol se coló por la ventana enrejada del hermético transporte y así supe que estaba amaneciendo. No me senté en la fría banca metálica, lo hice en el suelo y hundí mi cabeza entre mis rodillas.
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Cana: cárcel.
Paco: carabinero (policía de Chile).
Conchetumadre: Insulto chileno, similar a hijo de perra.
Chucha: mierda.
Pichula; pene.
Tunazos: balazos.
Tiras: detectives.
Chuchadas: groserías.
Rechucha: grosería mayúscula.
Huevadas: estupideces.
Pico: pene.
Goma: alguien para los mandados.
Mario Hernán Jorquera. Ingeniero Civil Electrónico. Es un escritor chileno nacido en Santiago de Chile en mil novecientos ochenta y tres, pero fue en la ciudad de Valparaíso donde inició su carrera literaria. Cuenta con una obra publicada, Circo de silencio, y diversos premios literarios y colaboraciones, entre ellos: II premio de cuento Gronemeyer de la I. Municipalidad de Quilpué (Chile); mención honrosa de la Sociedad de Escritores de Chile por la obra Dis- fraces; seleccionado entre los mejores cien microrrelatos del concurso «Valparaíso en cien palabras» versiones dos mil catorce y dos mil quince; seleccionado dentro de la Antología de relatos del II Certamen internacional de cuento breve de Logo Ediciones, México (microrrelatos publicados por Revista Brevilla, Corporación de letras de Chile) entre otros.
📧 Contactar con el autor: vino.de.invierno2013 [ at ] gmail [dot] com
🖼️ Ilustración relato: Fotografía por kira / Pixabay [CCO dominio público]
Revista Almiar – n.º 87 / julio-agosto de 2016 – MARGEN CERO™
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