por
Juan Pablo Ramírez
Hay versos tan hermosos, que no quiero ni imaginarlos. Simplemente por el miedo de perderlos. De no poder agarrarlos con las manos. De que crezcan y me abandonen.
Madre: ¿Y las mariposas que perseguía en mi niñez?
—Han extinto.
—No. Me han abandonado.
El patio de mi casa es un horrible lugar con aves encerradas, tristes y asustadas por todo el ruido que hacen las personas en navidad. Éste lugar es oscuro. Opaco y desvanecido como la existencia misma. El mejor lugar para sentarse a llorar o para quitarse la vida.
Tarde. Aunque ya no importa el tiempo. El vértigo se ha lanzado por mis ojos. La injuria ha nacido de mi boca. La vida ha acabado con la muerte. La quietud se ha cansado de esperarme.
Y mi soledad se paseaba por los lindes de la razón. Buscando otro reino donde poder gobernar. Y mi vida era un reino pequeño donde sus habitantes nunca salieron de casa por miedo. ¿Sobrevivieron? No, ellos murieron de hambre.
Yo soy un bolero. Triste y escaso de tiempo.
Él siempre vivió en las montañas, vivió Durante tanto tiempo que cuando murió su alma se hizo bosque y de su corazón nacieron pequeños arbustos custodiando un árbol gigante. A su muerte sólo fueron las piedras, y sólo lloraron unas reservadas nubes.
Los faros siempre están naufragando. Sus ojos son
esa luz que va de un lado a otro buscando su hogar.
A veces en las noches salgo a pasear todas mis sombras, ¿por qué no de día? —De día siempre se fueron. Quizá se vieron más grandes.
La existencia es un grifo qué deja escapar la vida: gota a gota.
Las velas que encendieron en la funeraria donde nací, ya se están consumiendo.
Murió esperando, aquel que vivía volviendo.
La felicidad es un río seco, donde los meandros son cadáveres de las ratas que se comen las unas a las otras en el fulgor de un mediodía.
Juan Pablo Ramírez. Nace en Bogotá, Colombia, en la época donde el país dejó de desangrarse simplemente porque no tenía nada más que derramar. Hijo de campesinos y de abolengos oprimidos, hoy aún ve los intestinos de su pueblo regados por el suelo cuando sale a caminar. La vida, las calles lastimeras, las frutas sin cabezas que acompañan los periódicos regados por la séptima, la poesía de Vallejo y de Rimbaud. Creció en los ignotos bolsillos de la vida. Escondiéndose de los ojos de las ruinas. Escribe para nadie. Está al servicio de la miseria de la raza de los hombres. La sombra de las ramas son su templo y melancolía.
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Revista Almiar – n.º 89 / noviembre-diciembre de 2016 – MARGEN CERO™
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