relato por
Guillermo Presti

 

Esta insólita aventura comenzó en Buenos Aires, a fines del siglo venidero. La Tierra, fue sustituida por otro planeta igual… Pero todo estaba mezclado…

J

oseph Julius —arquitecto— acarició los pechos de su secretaria, recorriéndolos, en toda su extensión, con la yema de los dedos como un ciego que leyera la Enciclopedia Universal… Sonrió satisfecho. Esta vez no tuvo esa sensación de insignificancia frente a las opulentas glándulas mamarias, que representaban sendos globos terráqueos. Un augurio de la historia que estaba por comenzar. Dos pechos, dos mundos, dos planetas.

Joseph Julius —arquitecto— debía utilizar siempre dos manos en esta operación. Primero uno y luego al otro. Este sencillo ritual le contrariaba mucho. Era un hombre muy ocupado.

La demora se debía a que sus manos pequeñas no alcanzaban a actuar por si mismas y cada una requería la ayuda de la otra. Pero, Joseph Julius —arquitecto— no quería aceptar esta muestra de pequeñez en las manos de un hombre tan importante. Decía a los que ponían en duda su capacidad de acariciar pechos femeninos, que sus manos eran normales. La dificultad de recorrer esos opulentos cerros, era perderse en el camino. Afirmaba, con aire filosófico, que el desequilibrio entre las manos y los pechos forma parte del orden sagrado de la naturaleza. Siempre serán mayores que las manos, pero los hombres audaces, como él, no se amilanan ante esas diferencias y emprenden el ascenso a la cumbre.

Esta vez estaba más que satisfecho. El gran proyecto que le había absorbido muchos años de agobiante trabajo, sería realidad en breve tiempo. La obra más audaz de todos los tiempos. Nada construido por el hombre podría igualarse. Una nueva era comenzaba.

Tenía a la vista la comunicación oficial del gobierno en su mesa de trabajo. Se aprobaban sus planos para la construcción de la nueva ciudad capital de la república. Lo nombraban Director General de las obras y le concedían el título de Gran Arquitecto. Este título de nobleza hubo que crearlo ex profeso. El país era una república.

Con las manos en el lugar indicado para desarrollar su inteligencia, cerró los ojos y recordó cuántos esfuerzos y desvelos habían pasado para concretar el más ambicioso proyecto encarado por el hombre.

Todo comenzó hace años en su país, Argentina, cuando el gobierno llamó a concurso para la construcción de una nueva ciudad, capital de la República. Quería una más grande y hermosa que la de Brasil, su vecino.

La contaminación del medio ambiente era motivo de preocupación. La población humana crecía sin pausa. Muchos ensuciaban y pocos limpiaban. Las autoridades estaban preocupadas, como es habitual en las autoridades.

Los expertos aconsejaron la construcción de grandes ciudades en las zonas interiores del país y el consiguiente traslado de todos sus habitantes.

Así, la contaminación iría detrás de las ciudades. Después de unos años, una vez contaminada la nueva ciudad, se volverían a trasladar donde estaban antes. Mientras tanto se limpiaba la vieja con abundantes productos químicos. Habría ciudades gemelas.

La idea le pareció excelente al gobierno deseoso de mostrar al electorado su postura de vanguardia. Cada ciudad del país tendría una hermana gemela.

Este fabuloso proyecto no pudo llevarse a cabo. Los quejosos de siempre demostraron que el ciclo de contaminación se iría acortando. No se podría efectuar a tiempo la limpieza de las ciudades desocupadas… porque debían ser limpiadas, por segunda vez, de los productos contaminantes, utilizados en la primera.

Joseph Julius —arquitecto— profundizó el tema. La población debería trasladarse de ciudad en ciudad, cada cierto número de años. Las carreteras se congestionarían. Estarían de mudanza permanente. Cuando lleguen los últimos en mudarse se cruzarían con los primeros de la nueva mudanza.

La polución se agravaría por el gran número de obras en todas partes. Los costos eran elevados. Además, si a cada ciudad le correspondía una gemela es obvio que cada país tendría que tener un país gemelo. Esto, según demostró a las autoridades, traería una gran confusión.

Nadie podría recordar en qué país estaba ni a qué bandera servía.

Esto último no afectaría gran cosa. Es sabido que los países solo figuran en los mapas. A nadie le importaría mucho una bandera u otra. Se utilizan para identificar al oponente en tiempos de guerra o en los torneos deportivos, que no deja de ser lo mismo.

Joseph Julius —arquitecto— concibió la genial idea de concentrar a toda la población del país en un solo edificio, lo bastante grande para que entren todos.

Daría alojamiento a más de 40 millones de seres humanos con sus enseres domésticos. Un avanzado sistema de depuración de líquidos cloacales los reciclaba y potabilizaba para que regresen, sin polución, al circuito del agua.

El edificio tendría grandes zonas verdes parquizadas entre sus paredes de cemento. La zona de fábricas se ubicaría en los pisos bajos para contaminar solamente la parte de abajo.

Las zonas de veraneo, ubicadas en terrazas, deberían estar cerradas y presurizadas dada la gran altura de las mismas. Por sus carreteras circularían automóviles eléctricos y ferrocarriles de larga distancia para quienes tengan parientes lejanos dentro de la misma construcción.

Las Fuerzas Armadas, para dar imagen de fortaleza, estarían también alojadas dentro del edificio. Los misiles estarían en las habitaciones de la periferia listos para disparar en cualquier momento.

Los aviones despegarían desde la presurizada azotea. Se ahorraría mucho combustible pues solo tendrían que planear hasta llegar a destino. Los ascensores para ir a tomar un avión, serían muy veloces. Formarían parte del vuelo mismo.

Salir del edificio estaría severamente prohibido. Detalle sin importancia. Los habitantes nunca llegarían a la salida. Además era imposible salir pues no habría aberturas. Un sistema de tubos reflectantes que rodeaba al edifico, introducía la luz del exterior.

Los cementerios se ubicarían en los cimientos para seguir la costumbre de poner a los muertos debajo de los vivos. Los cadáveres, luego del responso, se depositaban en un tubo neumático. Iban directo al lugar asignado de eterno descanso y allí quedaban.

El gigantesco edificio quitaría al país buena parte de su territorio. Pero también dejaba libre otra buena parte para purificar el ambiente. Se construiría proporcionalmente hacia lo alto como hacia lo ancho. La altura y la superficie serían impresionantes. Superaría la altura del monte Everest. De la Argentina solo quedaría libre la solitaria Patagonia.

El detalle fundamental que mereció la admiración de las autoridades y decidió finalmente su aprobación, fue el que la población del país, al vivir todos juntos, haría realidad el sueño de la integración nacional. Todos vecinos.

Se trataba pues de construir un país, enclavado dentro del país, destinado a proteger al país, de la contaminación del país. Era además un país de máxima seguridad. No se podía salir ni vivo ni muerto.

Joseph Julius —arquitecto— estampó su firma en el último de los planos y, otra vez, sonrió satisfecho. Jamás se había emprendido semejante obra en la historia humana. La magnitud de su diseño convertiría a las pirámides en castillos de arena. Se verían desde la azotea.

Joseph Julius —arquitecto— pasaría a ser el número uno en la historia. Delante de Adán que solo construyó una cueva. A su lado estaba su fiel secretaria. Acarició largamente con ambas manos cada uno de sus pechos con orgullosa ternura.

Se disponía a orar como buen religioso. Quitó las manos de los lugares impíos para juntarlas en oración. Rogó a Dios que ilumine su espíritu en la aventura que estaba por comenzar.

—¡Dios mío…, por favor…, que todo salga bien! —imploró.

Como suele suceder, Dios no le prestó atención.

Todo el país estaba pendiente de su decisión. Legiones de obreros estaban alineadas en fila. Ordenó el inmediato comienzo de los trabajos.

Para semejante tarea se construyeron máquinas especiales. Las que había, quedaban obsoletas ante tamaña obra. Joseph Julius —arquitecto— había diseñado unas potentes excavadoras de tamaño gigantesco pues no era cuestión de demorar la obra en los cimientos.

Las zonas a excavarse fueron desalojadas. Sus habitantes y hacienda trasladados a otros lugares donde se podía hallar algún sitio disponible. Nadie se quejó. Todos soñaban con vivir juntos y en armonía.

La profundidad de los cimientos era proporcional a la altura del edificio. Había que cavar quince metros bajo tierra por cada metro de altura del edificio. Como se trataba de ir hasta más allá del Everest se comprende la presencia de las súper-excavadoras. El proyecto estaba elaborado y revisado hasta en sus más ínfimos detalles.

Para seguir las tareas de la excavación, Joseph Julius —arquitecto—, instaló sus oficinas en una plataforma aérea capaz de trasladarse de un lugar al otro. Destinó otra oficina a su fiel secretaria, cerrada y con comunicación solo por teléfono. Por el momento prefería no verla, a ella ni a ellos.

La obra había comenzado. Las otras naciones del mundo hacían declaraciones independientes, pero enviaban a sus agentes a ver lo que sucedía en el sur. Los espías eran abundantes y andaban por todas partes. Se los reconocía por las gafas oscuras que nunca se quitaban

Si bien cada país trabajaba en proyectos para disminuir la contaminación, ninguno era tan ambicioso como el que estaba en ejecución en el extremo meridional de América. Muchos aseguraban que fracasaría. Todo terminaría en escombros. Las aventuras argentinas solían terminar en escombros.

Los planos eran muy custodiados. El gobierno, consciente de su responsabilidad con la historia, no permitía a nadie acercarse a los planos. La corrupción se había terminado. No había suficiente dinero. No obstante las críticas, el gobierno estaba satisfecho. Los innovadores siempre despiertan actitudes reaccionarias. Esta administración es de mentalidad tan avanzada que hasta un proyecto de avanzada es cosa de rutina. La historia nos recordará eternamente, decían.

Tenían razón en eso.

El proyecto de hacer una sola Iglesia, llena de feligreses, era muy seductor para dejarlo pasar. El Vaticano no se quedó dormido. Los espías de sotana eran muy numerosos. Simulaban rezar pero el misal ocultaba una cámara. Todos lo sabían. Los ingenuos niños los saludaban al cruzarse con ellos para salir en la televisión.

A todo esto la excavación era inmensa. Medio país estaba excavado y era un gigantesco pozo. Entre los escépticos de siempre, se decía que Argentina estaba en un pozo y esta vez era de verdad.

Joseph Julius —arquitecto— había previsto todo. El material extraído se acumulaba a un costado. Se pensaba en una nueva cordillera, paralela a la de Los Andes.

Los militares argentinos estaban de parabienes. Una nueva cordillera dificultaría una invasión del otro lado y también otra de este lado. Los chilenos desconfiaban. Decían que, cuando las obras estén terminadas, no se sabrá si hay otro lado al otro lado.

Los trabajos continuaban. Joseph Julius —arquitecto— concibió la idea de interesar en su proyecto a otras naciones vecinas. No era necesario enviar espías.

Ante el foro de la Organización de Estados Americanos, organismo famoso por su dinamismo, del cual era el Presidente Honorífico, propuso la construcción de un edificio, más grande aún, donde podrían vivir las poblaciones de todos los países de la región. Se lograría la integración regional. Todos serían vecinos. Nunca más guerras.

El sueño de los próceres de antaño.

Los gobiernos de Sudamérica, celosos el uno del otro, aprobaron el proyecto. Se decidió integrar la región en un solo edificio. La unión sudamericana era un hecho. Los planos fueron modificados. Ahora el edificio sería el quíntuple del original, por lo tanto el pozo mucho mayor. Las ventajas eran muchas. No habría conflictos de límites, todos tendrían salida al mar y disfrutarían de la Patagonia y del Amazonas. Los países de la región se adhirieron al proyecto. Las dificultades habían terminado… Por lo menos las anteriores.

La avanzada tecnología de las naciones circundantes proveyó a la obra de las más gigantescas excavadoras conocidas y el pozo se agrandó considerablemente. El material extraído ya igualaba la altura de la cordillera andina.

Joseph Julius —arquitecto— estaba abarrotado de trabajo. Los planos precisaban constantes modificaciones. Como el edificio era cada vez más grande, se debía profundizar aún más los cimientos. Las plataformas excavadoras ocupaban todo el espacio aéreo disponible.

La magnitud de la obra se veía desde el espacio.

Al fin, el gran país del Norte, abrió los ojos cuando sus satélites mostraban los cambios en la superficie del planeta.

Cuando vieron que la gente del sur los superaba en audacia, lanzaron su famoso grito de América para los norteamericanos y decidieron participar con todo su potencial industrial y militar.

Mediante el pago de una gruesa suma de dinero, sus técnicos lograron convencer a Joseph Julius —arquitecto— de las ventajas de desayunar tocino con huevos y ser ciudadano norteamericano. Lo nombraron presidente de la compañía de construcciones más grande del mundo… O de lo que iba quedando de él.

Las excavadoras que trajeron eran tan grandes, que en una sola palada recogían tanta tierra como la que ocupaba la ciudad de Nueva York. Los planos se corrigieron. Las obras continuaron bajo la férrea vigilancia de los marines. La integración americana era un hecho.

Los filipinos vieron que la tierra se movía bajo sus pies y tuvieron temor de quedar rezagados en el proceso integracionista. Comenzaron a agrandar el pozo desde su lado. Firmaron los acuerdos y solicitaron el envío de excavadoras. Les fueron despachadas, junto a los planos, a través del mismo pozo.

El mundo quedó perforado. El sol brillaba 24 horas para regocijo de muchos y angustia de otros. Para ese entonces sucedió un eclipse total de luna y era posible observar la sombra de la Tierra proyectada sobre la Luna como una inmensa rosquilla negra.

Los otros países del mundo observaban en silencio. Nadie sabía muy bien de qué se trataba, pero cuando los norteamericanos se integraron a las obras cayeron en cuenta que era una maniobra expansionista.

Sus espías lograron una entrevista con Joseph Julius —arquitecto— y mediante un generoso pago de dinero, lo convencieron de la ventaja del método socialista, que consiste en no desayunar y mantenerse delgado.

Lograron fotografiar los planos más famosos de la historia humana e iniciaron su propio proyecto de vida en familia. Construyeron las más potentes excavadoras conocidas, estaban  dispuestos a recuperar la tierra perdida.

Los chinos se sintieron amenazados. Pidieron ser integradas a las obras. Nadie como ellos, con sus millones de chinos, precisaba con más urgencia un edificio propio.

A los rusos no les gustó esa idea. Pensaron que los chinos, como son muchos iban a ocupar casi todo el edificio.

Los franceses presionaron a favor de los chinos porque deseaban venderles unas poderosas excavadoras para que adelanten los trabajos. Así fue cómo los chinos se integraron a las obras trabajando como chinos y en poco tiempo estuvieron a la par de los rusos, que trabajaban como rusos.

Los japoneses cavaron muy rápido. Lo hicieron a mano pues vendieron sus excavadoras a los italianos. Por ese entonces había gran demanda de excavadoras y los japoneses no perdieron la oportunidad de hacer negocio. Como son muchos pudieron cavar a mano y, como es un país pequeño, fue el primero que desapareció.

Todo el mundo estaba involucrado en el pozo. Los árabes y judíos cavaban juntos con una pala en una mano y un fusil en la otra. Soñaban con la integración palestina.

Visto desde el satélite el mundo era un enorme pozo y la tierra extraída formaba una cadena montañosa muy grande.

Las potencias se medían ahora por la magnitud de su excavación, sin tener en cuenta el armamento. El pozo ocupaba los continentes que alguna vez habían sido tales. Los océanos lamían los bordes. No se temían grandes cataclismos dada la exactitud de los planos, tantas veces copiados, que ya nadie sabía cuál era el original.

Joseph Julius —arquitecto— era el amo del mundo. La humanidad en pleno trabajaba al unísono. La integración era un hecho.

No se pudo disponer de más excavadoras porque no había donde construirlas. Se habían excavado a sí mismas. El material extraído empezó a causar problemas. Era tanta cantidad que no había lugar para depositarlo.

La cuestión se resolvió de una manera simple. La enorme masa de tierra comenzó a tener gravedad propia. Todos estaban cavando y nadie se percató de lo que sucedía. El material extraído se juntaba, alejándose lentamente de la Tierra.

Todos festejaron. Ahora sería más sencilla la excavación. Se aceleraron los trabajos. La Tierra era más liviana.

Ocurrió un fenómeno muy curioso que paralizó las obras por completo. La cantidad de tierra extraída era igual a la que quedaba. La gravedad de ambas masas idéntica. Se llegó a un equilibrio gravitatorio.

Fue éste el único equilibrio que se pudo observar para esos días. Los humanos, por el contrario, estaban desequilibrados en ese entonces, como siempre había sido.

La cuestión era de suma gravedad. La paridad gravitatoria impedía continuar las obras. Las máquinas se detuvieron. El silencio se hizo oír en el mundo. Las obras se paralizaron.

Joseph Julius —arquitecto— tomó conciencia del tremendo peligro que amenazaba las obras y convocó a una urgente conferencia de los más afamados científicos de la época.

La reunión se hizo en el aire. No había espacio en la Tierra. Los mayores cerebros del siglo, desvelados por noches sin dormir, estaban con el semblante serio y preocupado. Sabían la responsabilidad que caía sobre sus espaldas. La humanidad estaba pendiente de la conferencia que sesionaba sobre sus cabezas.

Decidieron, finalmente, que era necesario trasladar una porción de tierra, de una masa a la otra para romper el equilibrio. El problema era cómo hacerlo. Todo estaba detenido por la paridad de la gravedad.

Dos niños, que remontaban una pequeña cometa construida con algunas varillas de madera halladas entre las excavaciones, aportaron la solución.

La cometa fue expropiada de inmediato a despecho del llanto de los niños. Atada a su cola una pequeñísima cantidad de tierra se la elevó hasta la otra masa suspendida en el espacio. Fue atraída de inmediato. Roto el equilibrio gravitacional se pudo continuar la excavación. La humanidad alborozada celebró la hazaña científica. Tan solo dos niños derramaron una lágrima, pero nadie les hizo caso. La integración era un hecho.

El ritmo de trabajo se aceleró notablemente. La menor gravedad de la Tierra hacía todo más sencillo. Era más práctico cavar a mano y enviar una palada al espacio. Millones de palas empuñadas por millones de hombres lanzaban millones de paladas de tierra que eran atraídas por la otra masa, también de tierra

La Tierra, la clásica de tantos años, perdía su gravedad, pero nadie se dio cuenta. Todos soñaban con agrandar su pozo y construir el gran edificio mundial. No tardó en formarse un nuevo planeta.

Como su gravedad iba en aumento atraía todo lo que había en la vieja Tierra. Algunos hombres comenzaron a trasladarse al nuevo planeta, que fue bautizado con el nombre de un tango, en postrer homenaje al país donde se había iniciado esta historia. Así fue cómo se llamó Cambalache [1] al nuevo planeta porque en él todo se mezclaba.

Bastaba un breve salto para ir a Cambalache. Todo lo que había en la Tierra, asentado por siglos de historia, estaba siendo atraído por Cambalache. La Tierra se despoblaba. Los objetos más livianos —como son los hombres— viajaban primero. Era muy gracioso. Todo viajaba de la Tierra a Cambalache y se mezclaba.

Nada caía en su lugar. Ya nada tenía un lugar. Los libros, los santos, las biblias, los calefones, los archivos ultra secretos, latas de comida viajaban y caían en cualquier parte.

Muchas ciudades enteras estaban ahora en Cambalache, se rompían en pedazos y se mezclaban unas con otras. Sobre las ruinas de una ciudad caía otra y todo se mezclaba.

Los musulmanes estaban desorientados porque no sabían dónde estaba La Meca. Ningún camino conducía a ninguna Roma. Las pirámides cayeron invertidas, los faraones huían espantados y ningún turista pasaba por allí.

Los museos cayeron con gran estrépito y las obras de arte estaban desparramadas por todos lados. Muchos hombres ignorantes encendían fuego con los cuadros famosos pues deseaban cobijarse bajo el calor del arte, según dijeron luego. Los árboles, inteligentes, caían de pie y sus raíces buscaban ávidamente la nueva Tierra.

Los cementerios viajaron desordenadamente y los muertos famosos de la historia estaban junto a cajas de salchichas.

Grandes mausoleos con grandes huesos de grandes hombres estaban al alcance de los perros como huesos que eran, así en la Tierra como en Cambalache.

Los muertos obstruían todo con sus ataúdes destrozados. La gente los quitaban del medio pues nadie era deudo de nadie y las cenizas de los cadáveres abonaban la nueva tierra como siempre había sido.

Nada ha cambiado. Todo sucede en otro lugar.

Los animales se mezclaban y había leones que devoraban a los hombres y hombres que devoraban animales como acostumbraban hacerlo en la Tierra.

Había pingüinos en los trópicos y avestruces en los polos. El petróleo caía por un lado, los oleoductos por otro y nadie quería hacer la guerra por el petróleo. Más bien buscaban la manera de limpiar esa cosa negra que ensuciaba todo.

Los ríos, mares y continentes se mezclaron en la nueva tierra. Nadie sabía que río navegaba ni dónde habitaba.

Los países se perdieron. Las fronteras desaparecieron. No pudieron formarse nuevos países porque nadie encontraba un compatriota. Ningún japonés encontraba otro japonés para formar el país de los japoneses.

Los barcos caían en cualquier lado y perdían el rumbo de ida y de vuelta. No había Norte ni Sur. No sabían si iban o venían. Los políticos se mezclaron. Nadie podía decir discursos ni hacer la guerra porque no había amigos ni enemigos.

Los bancos cayeron en cualquier parte, desparramaron dinero por doquier y el dinero abundaba en la nueva Tierra por primera vez en la historia. Pero nadie le prestó atención porque los ricos se volvieron pobres y los pobres continuaron pobres.

Los niños jugaban muy felices. Trepaban a los misiles y organizaban partidos de fútbol con las bombas atómicas y nadie decía nada. Nunca vieron una bomba atómica y no sabían cómo eran.

Las Bolsas del viejo mundo desparramaron su contenido por Cambalache y se podían ver las acciones de las empresas más poderosas de antaño junto a los paquetes de salchichas, dólares y basura por doquier. Los humanos de entonces preferían las salchichas. Las acciones y los dólares servían para encender fuego y calentar las salchichas.

La basílica de San Pedro se rompió en miles de pedazos. El Papa, azorado, buscaba una nueva piedra para edificar su iglesia y reunir su disperso rebaño.

Los ferrocarriles caían por un lado y los rieles por otro, los puentes se atrancaban en las montañas y las carreteras descansaban en el fondo de los mares. Los automóviles caían sin combustible porque las cosas líquidas se mezclaban con la tierra, había mucho lodo en todas partes y las fogatas abundaban.

Las películas pornográficas, los libros sagrados, las cosas solemnes y las vulgares, todo caía y se mezclaba, nada era importante. Los expedientes de la Justicia cayeron en cualquier parte. Los jueces y los presos se saludaban. Nadie sabía quién era el preso y quién el juez.

No se podía señalar a un delincuente porque no se sabía dónde estaban las leyes. No podía prohibirse nada, porque nada estaba escrito.

Muchas prostitutas se mezclaron con las monjas de los conventos, se exhibían con sus hábitos a la vista y sus calzones al viento, no se sabía quién era puta y quién era monja. Muchas mujeres antaño liberadas de ataduras sexuales se mezclaron con los musulmanes y perdieron su libertad, soportaron el cinturón como siempre debió haber sido, según dicen ahora.

Negros y blancos, árabes y judíos, sanos y enfermos, perros y gatos en Cambalache todo se mezclaba. La integración era un hecho consumado.

Muy pronto las grandes excavadoras que ya no tenían nada que excavar en la Tierra, cayeron en Cambalache y causaron gran impacto. La gente preguntaba a quién le podían echar la culpa. Los hijos cambiaron de padres, los gobiernos de gobernados, los maridos de esposas, las esposas de amantes y los amantes de amantes. Fueron los únicos que se mantuvieron amantes. Los curas predicaban en los prostíbulos y las putas atendían en las iglesias. La integración era un hecho.

Tan solo Joseph Julius —arquitecto— derramó una lágrima que ni siquiera cayó porque la gravedad de su cuerpo era igual a la de la Tierra. Junto a su fiel secretaria, estaban ambos parados sobre una pequeña roca. Era todo lo que quedaba de la Tierra. Serían los últimos en abandonar el barco.

Contempló a su fiel secretaria y suspiró desconsoladamente. Observó la masa de los pechos de ella y consideró a la ley de gravedad como muy acertada. Donde había materia había gravedad. Para evitar caer separados se aferró a ellos y le indicó con la mirada que debían saltar. Junto a ellos viajó el último trozo que llevaba por nombre la Tierra. Cuando cayeron en Cambalache la Tierra ya no estaba donde estaba.

El sueño se había realizado al fin. Todos vivían juntos, sin banderas, ni fronteras ni dioses. La integración era un hecho.

Joseph Julius —arquitecto— caminó lentamente por la planicie de Cambalache repleta de escombros de ciudades, de dólares al viento y latas vacías. Pensó que lo que estaba viendo eran los restos de la historia diseminados por doquier.

Sin duda alguna, nada es verdad ni mentira, todo es cuestión del lugar en que se tira. La raza humana seguía siendo la misma, pero en otro lugar. Lo que había desaparecido era el orden de la historia y sus símbolos mágicos.

Contempló a los hombres deambular de un lado al otro desorientados. Se calentaban en las fogatas, se guarecían en cuevas y cazaban animales que andaban por allí. Algunos, más audaces, construían chozas de barro o armaban pequeños tinglados con sobrantes de ciudades.

Esa pobre gente no tenía dónde vivir pensó Joseph Julius —arquitecto.

Su inquieta mente concibió una idea.

Pensó en construir un edificio.

 


[1] Tiendas de empeño en cuyos escaparates se mezclaban objetos de toda índole……«como en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclado la vida…».

 

separador bolitas Un asunto de gravedad


Guillermo Presti nació en Buenos Aires; en la actualidad vive en Barcelona. Ha escrito novelas, cuentos y ensayos. Algunos de sus trabajos pueden leerse en su web: Prestitango (http://prestitango.blogspot.com.es/).

 

🖼️ Ilustración relato: Volando en sueños, fotografía por  Fernando J.
Soria Castro (©), participante en la 2.ª Muestra de Fotografía Almiar (2003).

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