relato por
José J. Rodríguez Ruiz

E

se amanecer no quiso calzarse las viejas botas de su padre, como venía haciendo todos los días de su vida desde hacía veintisiete años. Las acomodó cuidadosamente en el interior de una caja cobriza. Eran de auténtica piel de mantarraya, negras como la boca de un lobo, suela de cuero. Y, aunque le venían un poco estrechas, tenían su historia. Según su padre, y su padre jamás le dio un motivo para desconfiar de su palabra, se las arrebató a un miembro del Cártel de Juárez en una redada en Santa Teresa, en 1988. Santa Teresa es una pequeña ciudad de Nuevo México de no más de cuatro mil almas, ahorcada y estrangulada por su cercanía con El Paso y Ciudad Juárez. Su padre pretendía avergonzar a Amado Carrillo, que logró huir, como siempre huyen los señores. El líder del Cártel, esperó.

Dos semanas después, el apodado El señor de los cielos distribuyó los restos de su padre a lo largo y ancho de la frontera. Una pierna entre San Diego y Tijuana. Otra entre Douglas y Agua Prieta. Un brazo entre Del Río y Ciudad Acuña. Otro entre Laredo y Nuevo Laredo. El tronco, entre Matamoros y Brownsville, donde algunos integrantes de la secta Children Of The Fold le dieron el papel protagonista en alguno de sus macabros ritos. La cabeza fue pasto de los perros. Si le llamaban El señor de los cielos, no era por poseer la misericordia de un Dios.

Recordó el día en que le llegó un paquete desde Lukeville. Pensó que la estampa de un sheriff enviando las botas de un narcotraficante por correo tuvo que ser el acontecimiento del año en aquel estercolero de ciudad, similar al cuatro de julio para el resto del país. Porque la verdad es que en esa parte del condado de Pima, Arizona, jamás ocurría nada. No había mucho movimiento, salvo por los autobuses que se dirigían a Phoenix y Tucson. No tuvo que emplearse a fondo para recordar los días siguientes. Jabón de calabaza, un cepillo de dientes, un trapo, un cepillo para zapatos y agua. Aquellos fueron los instrumentos que usó para convertir unas botas ensangrentadas en su calzado de trabajo. Fue el último regalo de su padre y, a pesar de que sus ojos jamás tuvieron la oportunidad de detenerse a mirar sus arrugas, se ahogaron en llanto el día en que un telegrama le comunicó su muerte.

Se secó la lágrima que osaba resbalar por su mejilla y se recompuso. Cogió su Stetson Takani de la percha y lo encajó en su cabeza con firmeza. Se detuvo a mirarse en el espejo. Era consciente de que le quedaba condenadamente bien. Probablemente fuera el único tipo del país con un Stetson sobre sus hombros pero en su localidad, Alboloduy, en Almería, a nadie le parecía raro. Ninguno de sus seiscientos habitantes pestañeaba al verle pasear con él por la calle. Era Noah Blázquez, el hijo del americano. Sus padres decidieron que lo mejor para él era conservar el apellido mexicano de la madre. Noah fue concebido durante una gélida noche invernal en la que el alcohol no bastaba para calentar los cuerpos, entre ladridos de perros callejeros y el balanceo casi tribal de los árboles. Su padre tenía predilección por las mexicanas, especialmente por una que era incapaz de negarle una sonrisa a un hombre de uniforme, Cristina Blázquez. A pesar de que él se tenía por estéril, ya que traer un hijo al mundo con su mujer se había llevado los mejores años de su vida, y ella disfrutaba de los encantos de varios hombres, ninguno de los dos dudó un solo segundo. Por lo que a ambos concernía, él era el padre y, como tal, se ocupó de sus hijos en la distancia. Cuando Cristina contrajo una enfermedad que la dejaría sin aliento al cabo de dos meses, enviaron a sus hijos a Almería, España. Allí fueron criados por parientes lejanos de Cristina hasta su muerte, lo que provocó que dieran con sus huesos en un orfanato local. Entre tragos y pólvora, su padre les enviaba dinero cada mes.

Se afeitó con navaja, en homenaje a su tío que, según pudo averiguar, era barbero. Se hizo un par de cortes que, pensó, no le quedaban mal del todo. El resto de su vestimenta era la habitual, nada destacable ni que llamara mucho la atención. Escondió su cuerpo en aquel trozo de tela vieja. Unos pocos que conocían su trabajo como funcionario de prisiones en la capital, le ofrecieron entrar en el cuerpo de policía varias veces en sus primeros años. Su respuesta no variaba. «Deja que me termine este paquete. Dos cigarros». Siempre dejaba un paquete a medio terminar.

Noah se montó en su Chevrolet Impala del 67, de cuatro puertas y techo duro y, al encender el motor, Wildwood Flower, de The Carter Family, le saludó. Esa canción solía robarle una sonrisa por dentro. Se fumó un pitillo hasta que la ceniza comenzó a abrasarle los labios. Aguantó lo que pudo antes de deshacerse de la colilla por la ventanilla. Arrancó y se dirigió al desierto, a unos treinta kilómetros al oeste, no muy lejos de su hogar.

Jonas Blázquez no había pasado lo que se dice una buena noche. No había conseguido pegar ojo y, cuando lo había logrado, era hora de ponerse en pie. Las seis de la mañana y la boca ya le apestaba a cartón húmedo. Por muchos dentistas que visitara, ninguno le encontraba nada. «Lo llevo pegado a las paredes del estómago», pensaba él. Pero nunca acudió a un gastroenterólogo ni hizo nada con aquel pensamiento. Se preguntó si sus padres fueron madrugadores en sus días pero, como no tenía forma de comprobarlo, pronto desapareció su curiosidad. Se encendió un cigarro y escudriñó la habitación. Todo parecía cuidadosamente ordenado, pero un pequeño rastro de sangre asomaba del cuarto de baño. Intentó recordar. Puede que solo hubiera dormido veinte minutos pero su cabeza se sentía dos semanas más vieja. Su primer impulso fue levantarse y comprobar el baño, pero la sangre nunca lleva a nada bueno, así que decidió esperar. Siempre había tiempo para las malas noticias, pero contemplar el amanecer desde una habitación de motel perfectamente ordenada era una novedad. Aprovechó el momento. Se levantó de la cama, desnudo, y se asomó a la ventana. Contempló con interés cómo la oscuridad se resistía a dejarle paso al sol. Era una batalla perdida de antemano. Jonas se imaginó lo que pasaría si, por un solo día, la noche tumbara al sol. La gente enloquecería. Los animales se arrancarían la piel los unos a los otros. Probablemente, se producirían saqueos. Siempre quiso vivir un saqueo. Lo había visto en las películas y le resultaba emocionante, excitante. Pero los únicos sobresaltos de su existencia debía proporcionárselos él mismo aunque, a veces, el precio fuera prohibitivo.

Se apartó de la ventana y se dirigió al cuarto de baño. Allí, una joven de piel morena se encontraba tendida en el suelo con los ojos abiertos y el cuello roto. Miraba al techo. Jonas miró al techo. No había nada. Se preguntó si la decisión de mirar el techo fue de la chica o se trató de una orden suya. Quizá no quería ver lo que le ocurría al resto de su cuerpo. Puede que a él no le agradaran los ojos de la chica clavados en su ser. Se agachó, le agarró el mentón y se acercó. Sus ojos eran castaños. Caoba. Jonas pensó que la decisión de mirar al techo fue cosa de la chica, porque él mataría porque esos ojos le miraran en ese momento. Procuró no echarle el humo directamente a la cara. Se le escapó un frágil «perdona», referido al humo. Orinó. Se metió en la ducha y maldijo, pues podría haber ahorrado agua de la cisterna orinando en ella. Siempre le habían preocupado esas cosas. El medio ambiente, los animales, la naturaleza. Su falta de empatía para con el ser humano lo compensaba con un gran sentido de civismo ambiental. No sabía argumentar el porqué, pero lo atribuía a la influencia de su madre. Se la imaginaba rodeada de árboles, matorrales y riachuelos. Siempre con falda, para sentir la danza del viento en sus piernas. Muy morena, a causa de no esconderse del sol. Quizá se equivocara y su madre solo fuera una prostituta mexicana que únicamente abandonaba su cuarto para lavarse el coño y tirarse a su padre. En momentos como ese, la ausencia de un pasado significaba que podía tener cualquier pasado. Y eso, a veces, era algo bueno.

Jonas salió de la ducha y emergió un ser completamente nuevo. Se le veía tranquilo y reposado pero, al mismo tiempo, activo. Al estar limpio, el hedor que desprendía el cuerpo de la chica se multiplicó. Se afeitó rápido y cerró la puerta del baño, aislando la pestilencia. Se vistió completamente de negro, como un mariachi. Años atrás, visitó Puente Grande, perteneciente al estado de Jalisco, por motivos sentimentales. Se carteaba con una presa del Reclusorio Femenil de Puerto Grande. Aquella historia de amor terminó ese mismo día, pues en el interior del núcleo penitenciario era común que el silbido de las balas silenciara la respiración de los visitantes extranjeros. Reservó un par de noches en la Hacienda Casa Grande, Zapotlanejo, a unos cinco minutos en coche de la prisión, y pretendía sacarles partido. Vagando por sus calles se fijó en que los mariachis siempre iban de negro. Daban sensación de unidad, de grupo. No era tanto su música como su imagen. Él no pertenecía a ningún grupo, pero ir de negro le recordaba a aquellos mariachis. Le gustaba México. Hubiera deseado pasar allí su infancia, jugando a La víbora del mar. En México podría haber llegado a ser algo. Él era un animal anárquico y carente de amor por las leyes de los hombres. Y México representaba todo eso. La libertad. La fiesta. El compañerismo. El grupo. El tequila chorreando por la garganta hasta las primeras luces del alba. Vivir con lo puesto y, aun así, celebrar la vida. En el caso de que el cine y la literatura le hubieran engañado y no fuera así, no habría problema, pues fundaría su propia ciudad. O, al menos, su propia comunidad. Y, si no, se emborracharía hasta dejar un hinchado y pesado cadáver.

Se subió en su camioneta Ford F100 de 1964, color negro mate americano y, al son de Ni en defensa propia, de Vicente Fernández, puso rumbo al desierto.

7:12 de la mañana. 18º. En el Desierto de Tabernas, unas cuantas nubes plomizas formaron un corrillo alrededor de la montaña más alta. El suelo, extremadamente seco, sufría la falta de vegetación y las poco corrientes aunque torrenciales lluvias. Un 15% del terreno lo integraban las llamadas badlands. Según los Sioux, «malas tierras». Según los cazadores franceses, «malas tierras para cruzar». Ni rastro de fauna, salvo alguna perdiz y pequeños roedores desorientados. No había zorros, pues solían dejarse caer para cazar al atardecer y, sobre todo, al amparo de la noche.

Jonas Blázquez se encontraba sentado en el capó de su camioneta, deleitándose con largas caladas, al tiempo que no apartaba la vista de los focos que se acercaban a él desde hacía un minuto. Noah Blázquez redujo la marcha para intentar adivinar si, en el conjunto negro de su hermano, habría lugar para esconder un arma. No pudo ver nada. Aun así, aparcó a pocos metros de la camioneta de Jonas y fijó su vista en él desde dentro del auto unos segundos. Finalmente, cuando se sintió preparado, salió del coche y avanzó con autoridad hacia el hombre de negro. Sacó un pitillo y, sin pedir permiso, usó el fuego del cigarro de su hermano, que descansaba en sus labios, para prender el suyo. Se unió a su sangre en el capó y observó el suelo, donde un escarabajo malherido luchaba por su vida. Jonas oteaba el horizonte y Noah abrió fuego.

—Ya no se encuentra entre nosotros, ¿verdad?

—No.

—Cuando liberó su último soplo de vida, ¿pudo sentir tu compañía?

—No lo sé.

Noah arqueó las cejas, que adquirieron una aciaga forma de “u”.

—Una vez te diste cuenta de la equivocación… ¿No se te ocurrió devolvérsela a sus padres?

—Pasó por mi mente, desde luego, pero no pude visualizar ningún escenario victorioso.

—Ella no te iba a delatar, Jonas, solo era una muchacha muerta de miedo…

—Eso no lo sabes, Noah. Igualmente, creo estar seguro de no haberla matado yo. Pero tú… tú hueles la muerte a través del desierto.

El escarabajo abandonó la batalla. Noah lo tapó con su sombrero y lo apartó suavemente con la punta de su bota. Se despegó del capó, vagando en círculos frente a su hermano.

—Tienes razón. He venido a que me convenzas.

—¿Convencerte de qué, hermano?

—Si debo sacarte de aquí con vida o entregarte a la familia de la chica.

—Es curioso, la última vez que lo comprobé eras funcionario de prisiones, no el vivo retrato de papá.

—Donde se encuentra papá no tiene elección. Tú la tuviste. Y ahora es mi turno de preguntarme si debo ser ciudadano o hermano.

—Si necesitas preguntártelo, ya tienes tu respuesta.

—No te hagas el ofendido, Jonas. Sabes tan bien como yo que la aguja está demasiado cerca de la vena…

—Un poco tarde para hacer de hermano, ¿No crees?

Jonas y Noah tiraron su cigarro casi al mismo tiempo. Jonas se acercó a Noah lentamente.

—4383 días. 1227 pasos. Doce años viviendo a poco más de un kilómetro. He tenido tiempo para hacer las cuentas. Nos hemos visto dos veces, hermano. Dos veces.

—Recibí una educación cristiana, igual que tú. La culpa jamás afloja la soga de mi cuello.

—Cuando me pudra en mi celda… ¿Te consolará ese pensamiento?

Noah miró duramente a su hermano. Sus ojos vidriosos denotaban que había escarbado muy adentro en la búsqueda de sus siguientes palabras. La brisa mutó a ventisca.

—O vienes conmigo o me entierras en el desierto. Es lo mejor que puedo ofrecerte.

—O no te preocupa mi conciencia, o crees que carezco de ella.

—Has salido a mamá. Podrás vivir con ello.

—¿Sabes qué? Creo que tienes demasiado polvo en los pulmones. Quizás necesites un par de agujeros más para respirar mejor.

Noah no se inquietó. Le aguantó la mirada a Jonas, a un palmo suyo, casi rogando su perdón.

—No puedes llevar una vida de frontera, hermano, la vida que crees que enorgullecería a una mujer que no llegaste a conocer. Una mujer que amas y odias.

Un escalofrío recorrió el lugar. Las nubes circulaban a velocidad de vértigo y ya no quedaba vestigio alguno del sol. El viento tocaba una balada hermosa y taciturna. Las montañas contemplaban impotentes cómo algunas piedras peregrinaban cuesta abajo sus laderas. Los dos hermanos, uno frente al otro, se retaban con pose severa e inflexible.

—No nos estamos haciendo más jóvenes mientras hablamos, Jonas…

Jonas buscó en su bolsillo trasero y dio con una navaja. No se quitaban ojo.

—Dime, Noah, ¿por qué no llevas hoy las botas de papá?

Noah olisqueó el desierto con los ojos, antes de dirigir su mirada al suelo y, por último, a su hermano.

—¿Nunca has pensado que un sitio temporal para unos, es permanente para otros?

El cielo se estremeció.

 

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José Joaquín Rodríguez Ruiz es escritor y guionista.
Contactar con el autor: josjrodriguez [at] gmail [dot] com

 

📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

archivo relatos José Joaquín Rodríguez Ruiz

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