relato por
Héctor Prahim

 

D

ejaron atrás los balnearios y sus médanos. Bajaron con el Volkswagen Polo a la playa cuando comenzaba a oscurecer. Estacionaron frente a las olas.

—Hay que probar —dijo Pablo, le acarició el bretel del corpiño,  estaba  seguro  de  que  podía desprenderlo  con  una mano—, si duele paro.

Gaby se recostó en el asiento, apoyó los pies desnudos sobre el parabrisas empañado.

—Me da miedo —dijo.

—¿Miedo a qué?

—No sé, que duela —un repentino calor subió por sus mejillas. Sus ojos, grandes y vivos, recorrieron las piernas hasta las  uñas  sin  pintar  de  los  pies. Se  acomodó  la  pollera,  y agregó—: aparte no me gusta.

—Si nunca probamos, ¿cómo sabés que no te gusta?

—Por lo que me contaron.

—¿Y qué te contaron? —Pablo estuvo a punto de decirle que se dejara de estupideces, que le quedaba mal el papel de puritana.

—Eso, que duele. Poné música.

Pablo presionó el botón del estéreo. Pasaban anuncios de carnicerías y rotiserías locales, y luego interferencias. Dejó encendido pero sin volumen. Bajó un poco la ventanilla, respiró aire marino. Observó el destello lejano de la ciudad.

Habían estado separados largo tiempo. Uno de los detonantes fue la tarde en que Pablo se quedó jugando al fútbol en la computadora y Gaby fue a la óptica a retirar sus lentes de sol. En el camino se cruzó con la tía Roberta, la tomó del brazo, y la llevó a ver vidrieras y a comentar lo desvergonzado que había sido en vida el tío Armando. Después de retirar los lentes, Gaby la invitó a tomar mate. Al abrir la puerta del departamento vieron cómo Pablo se  masturbaba frente a la computadora. La tía Roberta dejó caer las bolsas y se sostuvo de la pared. Gaby alcanzó a taparle los ojos, le gritó a Pablo, pero éste tenía los auriculares puestos.

La tía Roberta juró y perjuró no abrir la boca, pero alguien les contó a los primos, los primos hablaron delante de los sobrinos, los sobrinos se lo dijeron una tarde de lluvia a la madre de Gaby en un pelotero de McDonald’s.

—Hay mucho viento, subí la ventanilla —dijo Gaby, hizo a un lado su larga cabellera caoba y la dejó caer por delante del hombro, la acarició como a un animal dormido. Se sintió incómoda pero excitada a la vez.

Tras la separación, se había anotado en pilates. Sólo fue siete veces. Luego se metió en un curso intensivo de DJ, y hasta llegó a tocar en el cumpleaños de un familiar. Más tarde contactó a Federico, su primer novio. Federico la había llevado a comer a un lugar llamado Pamplona, donde degustaron paella y cenaron tapas. Él habló de la falta de legislación del reciclado, de toneladas y toneladas de gabinetes cpu, de teclados y teléfonos celulares desechados para siempre. Con el postre, explicó cómo las empresas extraían el plomo, el mercurio, el amianto, el arsénico y el cobre para volver a hacer estos aparatos. Con el café, habló de las cavas a cielo abierto que hacían migrar a los pájaros, de la fosforescencia de las aguas con cianuro, y habló y habló, y Gaby tuvo la certeza de haber retomado la relación en el punto ecuatorial justo donde la había dejado. Luego fueron a un hotel de ruta, donde Federico, después del sexo, le dijo que hacía un año estaba en pareja, y que esperaba un hijo.

Pablo volvió a subirle la pollera. Deslizó los dedos por la entrepierna.

—Pará un poco —dijo Gaby, echó la cabeza hacia atrás y se abanicó con la mano—. Mejor hablemos.

—¿De qué querés hablar? —Pablo bajó el seguro de la puerta, apoyó la espalda, y pasó un brazo por encima del volante.

—¿Hasta qué día tenemos en el hotel?

—¿De eso querés hablar?

—No, de eso no, dame un minuto —Gaby sacó el teléfono celular,  el resplandor  blanco  iluminó  las  mejillas  todavía coloradas—. Voy a preguntar por mi sobrina, estaba bastante resfriada.

—¿Ahora la tenés qué llamar?

—No me mires así, de paso aviso cuando volvemos.

Pablo extendió las piernas, puso un pie al lado del embrague, el otro al lado del acelerador.

—Tenemos hasta el lunes a las diez —dijo—, pero nos volvemos el domingo a la noche.

Gaby sonrió, apretó send.

A través del parabrisas empañado las estrellas parecían puntos borrosos. Pablo soltó un chorro de agua, accionó el limpiador. Cuando se separó de Gaby adelantó las vacaciones en el trabajo y no salió ni se afeitó por dos semanas. Volvió a ver toda la saga de Star Wars y de El Señor de los Anillos. Dejó de usar anteojos y se puso lentes de contacto. Compró jeans y remeras y comenzó a leer libros de superación personal. Más tarde se anotó en spinning, pedaleaba por una hora en una bicicleta fija como un hámster asustado, detrás de mujeres con calzas que, al compás de la música, subían y bajaban sobre la punta del asiento. En una fila interminable de postulantes para entrar a la casa de Gran Hermano, alguien mencionó que siempre buscaban historias de alto voltaje. En fracción de segundos, Pablo repasó su vida, y aunque no encontró nada digno de ser contado, esperó igual para audicionar detrás de tipos que modulaban la voz o ensayaban pasos de baile.

Oyó el ruido de las olas. Pasó una mano por el parabrisas y buscó la luna, la encontró del lado de Gaby que volvía a marcar send y se llevaba el teléfono al oído.

—Deben estar durmiendo —dijo Pablo.

—No —dijo Gaby—, mi hermana se acuesta tarde.

—¿No la habías llamado desde el hotel?

—Mandé mensaje, pero no hablé.

—Mientras me bañaba te oí hablar con alguien.

Por un tiempo, Pablo asistió a los encuentros de adictos al sexo, allí conoció a un dark loco por las películas snuff y las hojas de afeitar. A una tatuada ninfómana de peinado y vestidos Pin-up. A un gasista matriculado al que llamaban Ken por sus desventuras afectivas con las muñecas Barbie. A un abogado laboral que le gustaba la lencería erótica y meter el pene en todo artefacto eléctrico de succión. A un banquero sadomasoquista obsesionado con las mujeres embarazadas y las secretarias en edad de jubilarse. Pero el que más impresión le causó, fue un carnicero de un hipermercado que se deshacía por las medias reses. Cada vez que lo oía contar, lo podía imaginar con el delantal manchado de sangre, con sus botas de goma en la cámara frigorífica, trayendo, con esas manos grandes como tortugas, la media res colgada en los rieles del techo. Lo imaginaba oyendo chamamé mientras despostaba, aserraba, y acariciaba los cortes en completo éxtasis, para luego hacer un tajo quirúrgico con la cuchilla y penetrar la bola de lomo, la cuadrada, el peceto. Al final, un poco antes de abandonar el grupo, consiguió hablar con vergüenza de su problema, se acostó un par de veces con la ninfómana, comenzó a mirar películas snuff y dejó de consumir carne en bandeja de los hipermercados.

—Te oí hablar con alguien —insistió Pablo.

—¡Ah, sí! —Gaby extendió un mechón de pelo a la altura de los ojos, lo dejó caer—. Hablaba con Luciana.

—¿Acá también te llama?

—No seas así, se separó y necesitaba hablar.

—Sí, ya sé, siempre necesita algo de vos —una vez más soltó agua sobre el parabrisas, accionó el limpiador. Pensó en los kilómetros y kilómetros de oscuridad líquida ahí afuera, tan sólo interrumpida por la luz lejana de algún pesquero. Alguna vez había fantaseado su final en esas olas, en llevar una erección digna como bandera al otro lado, un viejo trasatlántico hundido con el mástil lleno de algas pero aún firme. Pensó en el viaje que Gaby había hecho con Luciana a Machu Picchu. Según Gaby, Luciana le había dicho que tenía que ser un poco más liberal, que a cierta edad no era bueno cargar con viejos mandatos, y en una noche de baile y pisco, Gaby  tomó  pastillas  de  éxtasis  y  casi  muere  de hiper- termia—. ¿Luciana fue la que te dijo que duele?

—Sí, ella.

—Y encima vos le crees —bajó la mirada, apretó los dientes. Todavía la hacía responsable de haberle llenado la cabeza a Gaby para que lo dejara.

—¡Cómo no le voy a creer! Es mi mejor amiga. Es más, hasta me llegó a proponer algo.

—¿Qué te puede proponer esa amargada? —Pablo tiró de la palanca del asiento. Se enderezó, volvió a pasar una mano por el parabrisas.

—Nada, un trío.

—No me jodas —la miró sin dejar de mover la mano sobre el vidrio—. ¿Qué le contestaste?

—Esperá —Gaby levantó su teléfono, tenía un mensaje de la hermana, decía que recién había visto las llamadas, que la sobrina estaba mejor, y preguntaba, en imprenta mayúscula, si ella se encontraba bien.

La última Nochebuena que pasó con la familia de Gaby, Pablo comenzó a tomar temprano. Hizo una mezcla feroz de vino, cerveza, sidra y champagne. Un rato antes de las doce, se levantó y brindó por la vieja cornuda de su suegra, por el viejo prostático de su suegro. Luego largó una sarta de ofensas hacia el resto de familiares presentes. El primo de Gaby lo llevó a empujones hasta la ligustrina, estuvo a punto de golpearlo. Uno de los cuñados se metió con el pretexto de que a los borrachos no se les pega. Primo y cuñado se trenzaron en un forcejeo. Cuando al fin lograron separarlos, descubrieron que Pablo se había escabullido hacia el living, y subido en el sillón, se masturbaba sobre la pecera. El resplandor de los adornos del árbol de navidad reproducía en una docena de veces su movimiento. Lo bajaron de un cachetazo, pero ya era tarde, los peces, Hendrix, Jagger y Lennon, se comían el semen como si fuese fitoplancton. Lo despertó el sol de la siete de la mañana. Escupió tierra y pasto, estaba tirado en el fondo de la casa de Gaby, tenía un ojo hinchado, el labio partido y algo de sangre seca en la camisa. El hermano de Gaby fue el único que se acercó, le contó lo que había hecho. Pablo no recordaba nada.

—Esperá —dijo Gaby, volvió a apretar send, se llevó el teléfono al oído—. Son dos palabras.

—Hacela corta —Pablo encendió los faros. La luz pegó contra las olas, se abrió horizontal hacia la noche. Luciana y Gaby aparecieron desnudas en una cama amplia, entrelazaban sus lenguas, se tocaban los pechos, y lo invitaban a que se uniera. Cerró los ojos, volvió a abrirlos. Luciana aparecía en cuatro con Gaby debajo. Se refregó los ojos con insistencia. Trató de concentrarse en la luz de los faros. Gaby frotaba los labios rosados de su vagina, Luciana, arrodillaba delante de él, se relamía y le desabrochaba el cinturón. Recordó una de las tantas frases de superación personal que tenía pegadas en el espejo del baño, en la puerta de la heladera, en la mesa ratona del living, y hasta dentro de la billetera: «No es malo que tu mente vuele, lo malo es que no estés en la cabina de mando».

—¡Hola! ¿Me oís? —dijo Gaby, movió el teléfono para un lado y para el otro—. Se corta. Por lo menos ya sé que mi sobrina está mejor. ¿Hablamos?

—Sí, de tu amiga —Pablo apagó los faros. La oscuridad retrocedió por encima del agua y rodeó y oprimió las puertas y traspasó el parabrisas para alojarse, apenas resistida por la franja de luz plana de la radio, entre medio de los dos.

—No, de ella no, de tu tratamiento.

—No pienso volver a ese lugar. No hice 330 kilómetros para oír lo mismo de siempre —ladeó la cabeza, pasó una mano por el volante—. Hablemos de tu amiga, mejor.

Gaby bajó la mirada. Tuvo la sensación de que en algún punto él era como esos alcohólicos recuperados, convencidos pero no convertidos, que estaban un tiempo bien y un tiempo mal. Y ella tendría que estar siempre a su lado, abnegada y paciente, como lo fue la tía Roberta con el tío Armando. Pero ésta no era la historia de su tía Roberta, ni Pablo un borracho perdido como su tío Armando.

—Yo no tendría problema —dijo Pablo.

Por sobre el hombro de él, ella vio el destello difuso y lejano de la ciudad. Volvió la vista a su ventanilla. Pensó en Federico, no lo había vuelto a ver desde que volvió con Pablo, aunque él seguía con los mensajes de texto, a veces decía que la extrañaba, que su mujer se había vuelto loca, que su relación ya estaba terminada.

Una vez más, Pablo le subió la pollera. Le besó el cuello, y una vez más movió la mano en su entrepierna.

—¡Pará! —dijo Gaby— ¡Entró agua!

—¿Qué pasó ahora, de qué hablas?

—De verdad, hay agua ahí, fijate.

—No hay nada, mirá —Pablo tanteó la alfombra, la encontró húmeda. Abrió la puerta, hundió un pie, luego el otro. Comprobó que el auto estaba en medio del agua, con las ruedas sumergidas hasta el eje.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —dijo Gaby.

—Pará un poco —dijo Pablo, saltó al asiento, giró la llave de contacto, y el escape largó una cortina de humo. Aceleró. Pisó el embrague, metió la marcha atrás. Las ruedas patinaron en la arena.

—Me quiero ir —dijo Gaby, estiró el brazo y agarró el zapato izquierdo. Alumbró con el teléfono para un lado y para el otro y no encontró el derecho—. Me quiero ir.

—¡Pará, no entendes lo que es pará! —Pablo bajó de nuevo, se arrodilló en el agua. Cavó con las manos alrededor de las ruedas. La arena volvió a desmoronarse.

Gaby sintió ganas de llorar, ganas de llamar a Federico. Abrió un poco la puerta y sus ojos, grandes y vivos, vieron pasar una oleada de espuma.

 

relato Fitoplancton

 

Héctor Prahim

Héctor Prahim. 40 años. Argentino. Premio Municipal de Cuentos Manuel Mujica Láinez, 2014.
Premio Certamen Nacional e Internacional de Relatos El Escriba, 2011.
Mención de Honor Concurso Anual Internacional de Relatos Crepúsculo 2009, Fundación Tres Pinos.
Primer Premio de Relatos Yo te cuento Buenos Aires; la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2008.
Publicó cuentos en revistas y participó en varias antologías.

Contactar con el autor: hectorprahim[at]hotmail[dot]com

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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