relato por
Esther Domínguez Soto
I
Julio, 1920.
La primera vez que vi a Amalia estaba llorando. Sentada a su mesa, un libro en una mano, lloraba en silencio. No era ese llanto desesperado, violento que, a su paso, parece romper algo muy dentro. El suyo era un llorar silencioso, manso. El llanto que, aunque empieza por cualquier motivo sin importancia, al final acaba por arrastrar consigo viejos dolores adormecidos, a los que nunca antes dedicamos una sola lágrima, dejándonos en paz con nosotros mismos. No sabía la razón de aquellas lágrimas, pero el haberla sorprendido en aquella situación me hizo sentir como una intrusa cogida en falta, hurgando en la intimidad de una desconocida. Quise salir y volver más tarde, cuando se hubiera tranquilizado. Pero, en ese momento, levantó la cabeza y me vio. Cerró el libro que había estado leyendo y se secó los ojos con un pañuelito que guardaba hecho un higo en la mano que le quedaba libre. Cuando me habló, su voz estaba ronca.
—Pase, pase —me invitó amablemente, con la voz un poco cascada—. Espere un minuto. Es que sin gafas y a esa distancia, no veo lo que se dice nada —buscó sobre la mesa hasta encontrar un par de gafas redondas, escondidas detrás de una maceta con una aspidistra. Se las puso y me miró, con una sonrisa—. Supongo que estará sorprendida de verme aquí, hecha una Magdalena.
Balbucí algo sobre que tal vez aquel no era el mejor momento para visitarla. Me ofrecí a volver en otro momento. Pero no me dejó acabar la frase que había empezado a improvisar.
—Por favor, no faltaba más. No es un mal momento. Ni mucho menos. La culpa de que me encuentre con este aspecto la tiene Charlotte Bronte.
No pude disimular un gesto de sorpresa al oír semejante nombre. Cogió el libro y me lo tendió. Lo tomé con curiosidad. Era pequeño y no muy grueso. En la portada, una mujer joven contemplaba, horrorizada, a otra mujer con el rostro distorsionado por una mueca de ira que bajaba una escalera de caracol con un enorme cuchillo en la mano, el brazo levantado, preparado para herir. Leí el titulo: Jane Eyre.
—¿Es de misterio? —me interesé.
—No, no. Es una novela romántica. Es preciosa aunque bastante trágica. La he leído ya tres veces y siempre me impresiona. Sobre todo la parte del orfanato. Es que soy muy llorona —se apresuró a añadir—. Y no puedo evitarlo.
—Llorar no es malo. Demuestra que el corazón sigue en su sitio, ¿no?
—Estoy de acuerdo con usted. Lo malo es que me encantan las novelas y, claro, me paso el día con la lágrima puesta.
Sonreí.
—Debería escoger novelas alegres.
—No crea que no lo intento. Pero es inútil. Siempre hay algún párrafo que me emociona y acabo con los ojos tan rojos como los de las brujas —movió la cabeza con gesto compungido—. Lo mío no tiene remedio. Al principio, me daba vergüenza salir a la calle con esta cara y me quedaba aquí, después de cerrar, hasta que se me pasaba la rojez. Pero acabé saliendo a las doce de la noche la mayoría de las noches. Y, dado que todo el mundo me conoce y saben que tengo las lágrimas muy flojas —explicó—, me decidí a acabar con tanto disimulo. Ahora, voy por ahí sin preocuparme por mi aspecto. Es mucho más cómodo —añadió, con tono convencido.
La escuchaba con curiosidad. Me habían hablado muy bien de aquella mujer. Para ser sincera, me habían contado casi toda su vida. Amalia era hija única de un emigrante enriquecido quien, a su vuelta de Cuba, había invertido parte de su fortuna en comprar terrenos en su pueblo natal y construir en ellos una escuela, un asilo y una biblioteca, donde ahora estábamos. Con el pasar de los años, la fortuna traída de Cuba disminuyó bastante y, a la muerte de su padre, Amalia tenía lo necesario para vivir sin agobios aunque sin excesos. Se encargaba de la biblioteca y administraba el fondo que su padre había dejado para su correcto mantenimiento. Los rumores afirmaban que se había leído todos los libros que allí se guardaban, además de los que tenía en su casa. Algo muy poco femenino, añadió mi informante, quien me había jurado que hasta había estado enferma de tanto leer, aunque reconocía que esas lecturas, insanas por lo numerosas, le habían proporcionado una gran cantidad de conocimientos. Sabe más que el maestro, el boticario y el cura todos juntos, afirmaban los vecinos. El lado negativo era que esa cultura había sido la causa de que no se casara. Demasiado saber en una mujer espanta a los hombres, afirmaba mi abuela con convicción. Y, al parecer, en el caso de Amalia se había cumplido el axioma. Cuando la conocí seguía soltera y sin compromiso aparente. Sin saber por qué, yo había esperado una mujer madura, grande, de hombros cuadrados, algo masculina y ademanes perentorios. Pues me había equivocado casi en todo, salvo en la edad. Amalia era bajita y delgada. Tenía el pelo castaño con algunas canas que llevaba peinado en un moño no muy bien hecho y plagado de horquillas que tenía que enderezar continuamente con un gesto nervioso de sus manos, sorprendentemente grandes para una persona de su estatura. Hablaba con voz baja y pausada.
—Pero usted no habrá venido para oír estas tonterías —aseguró, convencida. Se levantó y se dirigió a una de las mesas, invitándome con un gesto a acompañarla—. Siéntese, por favor, y dígame en qué puedo ayudarla.
Miré a mí alrededor. Estábamos solas en la sala de lectura, iluminada por el sol que entraba por los ventanales. Las estanterías llegaban hasta el techo y, aunque no estaban llenas, había allí una buena cantidad de libros. Cartelitos blancos escritos con una letra picuda indicaban las distintas secciones en que estaba dividida la biblioteca. La madera del suelo estaba brillante, así como las mesas de lectura. En una esquina, había dos montones de periódicos, muchos ya amarillentos.
—Son, con mucho, lo más leído de aquí —aseguró Amelia—. Engracia, la mujer que limpia esto tres veces a la semana, los usa para cubrir el suelo recién fregado y que éste no se manche con las pisadas. Un día se confundió y cogió los más recientes. Todavía recuerdo el rapapolvo que me echó don Torcuato, el boticario, cuando quiso consultar un periódico atrasado y se lo encontró en el suelo, justo debajo de sus botas llenas de barro. También recuerdo sus comentarios sobre las mujeres y su manía de limpiar todo lo que encuentran. Desde ese momento, hago dos montones. El que está pegado a la pared no se puede tocar. Ahí están los periódicos de todo un mes. Al mes siguiente, pasan al montón de los que Engracia se lleva para encender el fuego en su casa.
—¿Y si viene alguien que quiere leer algo de hace tres meses?
—Siempre le queda el recurso de ir a casa de Engracia y probar suerte —las dos sonreímos—. No tenemos espacio para guardar todos los periódicos atrasados —puntualizó—. Acabaría teniendo que salir de aquí para dejar sitio a la prensa. Y, dígame, ¿ha venido a buscar algún libro en particular?
Lo que necesitaba no era un libro sino ayuda. La ayuda de una persona como ella. Esa era la razón de mi visita. ¿Y por qué la necesitaba? La respuesta era simple. Quería presentarme a un examen muy importante y había olvidado lo que aprendiera años atrás, cuando todavía era una niña que se sentaba ante su pupitre, procurando no manchar la ropa con aquella tinta traicionera que caía cuando menos me lo esperaba. Amalia hizo algunas preguntas discretas y acabé por contarle una buena parte de mi vida. La muerte prematura de mi padre cuando yo tenía apenas trece años, tres años después del fallecimiento de mi madre. Hija única y sin familia cercana, la necesidad de ganarme la vida me había llevado a trabajar de criada para los dueños de una enorme finca dedicada a la cría de ovejas. Allí había pasado nueve años, ni felices ni particularmente desgraciados. Simplemente, nueve años. Finalmente, la suerte me llegó en forma de telegrama que abrí, nerviosa. Una tía abuela a la que ni conocía acababa de morir. A falta de parientes más cercanos, yo era su heredera universal. Aquellas palabras me impresionaron. Eran imponentes. Acababa de convertirme en heredera universal, aunque yo ignoraba a cuánto ascendía la herencia y el porqué se le llamaba universal a lo que únicamente quería decir que yo era la única heredera. Tardé unos días en enterarme de la cantidad exacta que aquella tía desconocida me había legado. Y durante todo ese tiempo no pude evitar dejar volar la imaginación. Tan pronto me veía viajando por el extranjero y alojándome en lujosos hoteles —también yo leía novelitas románticas—, como viviendo en una casa, rodeada de cosas bonitas y criados. Luego me obligaba a ser sensata y poner los pies en la tierra. Lo más seguro era que la herencia se redujera a algunos muebles y ropa de casa. Serían bienvenidos, desde luego. Pero no debía hacerme ilusiones, me repetía una y otra vez al tiempo que seguía con mi trabajo.
El notario me sacó de dudas. No era una fortuna, desde luego, pero tampoco cuatro cuartos. Lo recuerdo en su despacho, sentado ante su imponente mesa, rodeado de legajos, vestido de negro, el pelo engominado, afirmando con voz profunda: «podrá darse algún que otro capricho». Después de mucho pensar y calcular hasta el último céntimo, llegué a la conclusión de que haría algo mejor que darme ese capricho del que hablaba el notario. Tenía una idea mejor. Gracias a esa tía desconocida podría hacer algo que siempre había deseado: convertirme en profesora. Con el dinero de mi herencia estudiaría Magisterio. La muerte de mi padre había convertido la posibilidad de estudiar una carrera en un sueño inalcanzable. Ahora tenía el dinero suficiente para vivir sin trabajar unos cuatro o cinco años. Esperaba que fuesen suficientes para cumplir mi objetivo. Rectifico, tenían que ser suficientes ya que no podía permitirme el lujo de sobrepasar ese plazo que yo misma me había marcado. Repasé las cuentas una vez más. Tanto para libros, tanto para la pensión en la que debería alojarme, tanto para matrículas. Estaba tan aturdida que creí haberme equivocado en una de las sumas. Cuando me cercioré de que todo estaba en orden, pasé a organizar mi nueva vida. Me despedí de mi trabajo y me trasladé al pueblo más cercano. Lo conocía de cuando la cocinera y yo íbamos a recoger los paquetes que la modista de nuestra patrona enviaba desde la capital. Era un lugar pequeño —unos tres mil quinientos habitantes— pero tenía todo lo que yo necesitaba: profesores, y una pequeña biblioteca. Además, la vida era más barata que en las ciudades más grandes. Alquilé una habitación en la pensión Buenos Aires, un lugar sencillo y económico, regentado por doña Matilde, una viuda bastante joven, de voz tonante y obsesión por la limpieza. Ella fue quien me ayudó a encontrar a alguien que me echara una mano para poner al día lo que había olvidado en esos nueve años, además de enseñarme lo necesario para aprobar el examen de ingreso. No iba a ser fácil. Tenía poco tiempo hasta que se celebrasen las pruebas. Poco más de un año. Sin perder un minuto, me dirigí a la biblioteca. Y allí estaba. Dispuesta a convertirme en profesora.
Amalia sonrió.
—Me parece que ha tomado la decisión acertada. Siempre es bonito enseñar a los demás, ayudarles a comprender mejor lo que los rodea. Es un trabajo importante. De lo que ya no estoy tan segura es de ser la persona adecuada para enseñarla —añadió con modestia.
—Toda la gente con la que he hablado ha coincidido en que usted sería la maestra idónea.
—Muy amable. Pero debo advertirle que mis conocimientos de algunas asignaturas son insignificantes —leyó con atención la lista que yo había copiado, señalando algunos nombres con el dedo.
—Las ciencias naturales, la filosofía y la historia puedo estudiarlas por mi cuenta. Las matemáticas, la geometría y la química son más difíciles. Necesitaré una persona que me explique lo que yo no entiendo. Ya he hablado con Don Nicasio, el profesor jubilado. Me dará cuatro horas de clase diaria. Espero que sean suficientes. Confiaba en que pudiera ayudarme con las asignaturas de letras. Sobre todo con el latín y el griego. Ahí sí que voy a necesitar mucha ayuda porque no tengo ni idea.
Sonrió con alivio. —No se preocupe. El latín no es tan difícil como parece. Y el griego, bueno, dedicándole atención y unas horitas de trabajo, acabará pareciéndole sencillo. ¿Y todo esto? —señalaba una larga lista de títulos debajo del encabezamiento «Historia de la literatura universal».
—Hay que leer todas esas obras. Creo que hacen preguntas en las que hay relacionar cosas que algunas de esas novelas tienen en común para comprobar si se han leído o no.
—Pero si aquí hay, al menos, cuarenta títulos.
—Cuarenta y dos —puntualicé, apesadumbrada—. Había un libro que las resumía, incluso traía preguntas y respuestas parecidas a las que se hacen en el examen. Pero es muy antiguo, han dejado de editarlo y ya no se puede encontrar. Como no conozco a quien me lo pueda prestar, no me quedará más remedio que leerlas. Me llevará un año. Y sin tiempo para dedicar a todo lo demás —remaché.
—No necesariamente —la miré, asombrada—. Ni tampoco es imprescindible conseguir el libro ese de resúmenes. Yo me he leído todo esto —señalaba la interminable lista—, puedo contarle las historias. Con tomar algunas notas sobre el argumento, los personajes principales y alguna cosita más, yo creo que tendría suficiente. Eso nos ahorraría mucho tiempo que podremos dedicar a otras asignaturas.
La miré, agradecida. Era una idea francamente magnífica y lo dije con entusiasmo. Amalia guiñó un ojo. —Hay que facilitar las cosas, ¿no le parece? Nadie les irá con el cuento a los examinadores.
En ese momento, sentí que me gustaba aquella mujercita que me miraba tras sus gafas de miope.
II
No fue tarea fácil. Había olvidado mucho más de lo que me imaginaba. Y tenía que aprender gran cantidad de cosas nuevas. Me levantaba temprano y repasaba lo que don Nicasio me había enseñado la tarde anterior. Hacía problemas, aprendía nombres de animales y plantas que vivían en países de los que nunca había oído hablar. Memorizaba fórmulas químicas y trataba de averiguar cuánto tardaría un ladrillo en caer desde una altura equivalente al de un edificio de catorce pisos. Lo más complicado para mí era imaginar cómo sería un edificio tan alto. Jamás había visto una casa que pasara de los tres pisos y me costaba pensar en una casa tan alta como una iglesia. Don Nicasio afirmaba que no era necesario ver una cosa para calcular la aceleración de un cuerpo en relación con el espacio recorrido aunque, añadía, una construcción de esa altura debía ser todo un espectáculo. Entonces me hablaba de la torre Eiffel, una torre de trescientos veinticuatro metros de altura que hacía unos años habían erigido en París. Me enseñaba una postal en la que podía verse la torre. A mí no me gustaba demasiado. Era como un inmenso esqueleto, descarnado y desnudo, aunque comprendía el entusiasmo de don Nicasio que se sabía de memoria el número de piezas que la componían, las toneladas que pesaba y el número de escalones que había que subir para llegar a la punta. Para no ofenderlo, me guardaba mis opiniones sobre la famosa torre. La verdad, yo preferiría conocer la catedral de Burgos o el acueducto de Segovia. Y, si todo salía como esperaba, tal vez, algún día, podría verlos con mis propios ojos.
Doña Matilde había decidido ayudarme en mi empeño y, todas las mañanas, sin perdonar ni una, me tomaba la lección, como ella llamaba al interrogatorio al que me sometía, implacable, durante el desayuno, entre sorbo y sorbo de café. También pidió a don Federico, un irascible dependiente jubilado, que ocupaba la mejor habitación de toda la casa, que me echara una mano. Entre los dos, convertían los pocos ratos que tenía de descanso entre clase y clase en un verdadero torbellino de preguntas, correcciones, comentarios sobre la poca memoria que tiene la gente de hoy en día y consejos sobre cómo aprender mejor y más rápidamente.
Una tarde, estaba ayudando a doña Matilde a hacer empanadillas para el día siguiente. Me gustaba la cocina y echaba una mano siempre que podía. Doña Matilde aprovechaba aquellos ratos para preguntarme acerca de las comidas en la casa donde había trabajado, si los criados comíamos lo mismo que los señores, cómo era la ropa blanca o si era verdad que la familia no tenía tanto dinero como se decía. Yo cortaba tiras de masa y las estiraba con las manos de forma mecánica. Entonces me di cuenta de que estaba moldeando la masa hasta darle las formas que había visto en mi libro de geometría. Un pentágono, un hexaedro, incluso un cono, aunque tuve que rehacerlo porque es imposible hacer una empanadilla de un trozo de masa con forma de cucurucho. Doña Matilde se rió mucho cuando le expliqué qué estaba haciendo aunque me advirtió que «con las cosas de comer no se juega». Volví a la forma convencional, una circunferencia más o menos perfecta rematada por una línea quebrada que la ruedecilla corta masas iba dejando a su paso. Pura deformación académica.
Las mañanas las dedicaba a las asignaturas de letras. Aunque no eran fáciles, me gustaban mucho más que las que me explicaba don Nicasio. Con Amalia aprendí las declinaciones latinas, luché con el alfabeto griego —que me recordaba una serie de lombrices con cólico permanente—, me acostumbré a medir versos y a situar los países en mapas mudos. También me enseñó a abrirme paso entre los verbos franceses y a componer frases, que al principio eran muy sencillas aunque más adelante se volvieron mucho más largas y complicadas. Las tardes de los sábados las dedicábamos a las labores. Descubrí, por casualidad, que los trabajos de aguja eran el único terreno en que yo sabía más que Amalia, que se declaraba una auténtica torpona con una aguja en la mano. Afirmó que le gustaría aprender a calcetar y bordar. Por eso, decidimos que, por una tarde a la semana, se cambiaran los papeles. Yo la enseñaba a bordar o a hacer ganchillo mientras ella me ponía al día con el programa de Historia de la Literatura Universal. Todos los sábados por la tarde, a eso de las cuatro, me iba a su casa y allí, sentadas en la galería, cosíamos hasta las seis. A esa hora, tomábamos un café con algún dulce que yo llevaba. Después, volvíamos al trabajo hasta las ocho. Durante esas tardes de sábado, cuando sólo la salida de la gente de la misa de siete y la llegada del coche de línea que iba a la capital dos veces a la semana daban un poco de vida al pueblo, Amalia me contaba los argumentos de las novelas que yo debía conocer antes de presentarme al examen. Lo hacía con sencillez, sin las palabras pomposas que aparecían en los libros de texto. Ella convertía los personajes en seres reales, cercanos, con los que compartíamos sus alegrías y a los que compadecíamos cuando la vida les mandaba un revés. Aún recuerdo su voz calmosa, su empeño por pronunciar los impronunciables nombres ingleses y el entusiasmo que ponía al llegar a determinados pasajes que le gustaban especialmente.
Así, en aquellas tardes de sábado, por la galería de Amalia pasaron los héroes de la guerra de Troya camino de una muerte cruel y violenta; conocí las aventuras y desventuras de Ulises, luchando contra la magia y los elementos en su viaje de vuelta a Ítaca; el fatal destino de Antígona y las correrías de Lucio durante la temporada en que se convirtió en asno; las historias que los peregrinos contaban en su viaje a Canterbury —aunque Amalia se saltó la mayoría porque eran bastante descarados—; los diabólicos pactos de Fausto, las correrías de Lázaro de Tormes y los viejos poemas que se cantaban en las cortes medievales. Admiré el candor que rezumaban los versos de Gonzalo de Berceo, la dignidad del epitafio de Don Diego López de Haro: Aquí yaze sepultado/ quien su fe jamás faltó:/ el más firme enamorado./ Quien más quiso lo mató/ de una muerte de olvidado; la lealtad inquebrantable del Cid. La voz de Amalia temblaba, emocionada, cuando describía la ingratitud del rey hacia su mejor vasallo. Y, debo reconocer, que yo también tenía que limpiarme los ojos de vez en cuando.
La Historia de dos ciudades me impresionó muchísimo. Nunca había oído nada tan bonito. El pensar en el pobre Doctor Manette, encerrado durante dieciocho años en la Bastilla por un error judicial me ponía la carne de gallina. Seguí con un suspiro de alivio su viaje hasta Londres, donde vivió unos años sin sobresaltos. La tranquilidad me duró poco ya que, a continuación, surgió Darnay, el joven francés acusado de traición y espionaje. Afortunadamente, lo dejaron en libertad aunque pronto surge el amor que Darnay y Carlton, el joven abogado, sienten por Lucy. Creía que con el matrimonio de Carlton y Lucy la historia iba a terminar felizmente. Me engañaba. Volví a pasarlo fatal cuando oí cómo el marqués de San Evremonde mata a un niñito en la calle y maltrata a una pobre viuda que le pide ayuda para comprar una lápida para la tumba de su marido. Tengo que confesar que me alegré cuando supe que semejante individuo había aparecido muerto en su cama la mañana siguiente. La alegría me duró poco. Con la toma de la Bastilla, Darney regresa a su país para ayudar a su sirviente y yo sufrí al oír que él mismo había sido hecho prisionero. Incapaz de seguir bordando, escuché con verdadera ansiedad cómo Lucie y su padre regresan a París para intentar salvarlo de las garras de los revolucionarios. Me indigné cuando la malvada Madame Defarge consigue que Darnay sea condenado a muerte. La voz de Amalia fue desgranando el sorprendente final: Carlton tomando el lugar de Darney en la Bastilla, muriendo en la guillotina para salvar al marido de su amada, asegurando con su sacrificio la felicidad de la pareja, mientras Darnay, Lucy y el Doctor regresan a Londres.
Me encontré limpiándome las lágrimas con el pañito que estaba bordando. Ya no me molesté en asegurar que la culpa de mi llanto la tenía el tufo del brasero. Amalia, más precavida, recurrió a su eterno pañuelo.
—¡Qué historia tan preciosa! Menos mal que acaba bien.
—Bueno, tanto como bien. No olvides que el pobre Carlton acabó de muy mala manera —puntualizó Amalia.
—Qué bonito debe ser que alguien te quiera tanto como para morir por ti, ¿verdad? —pregunté con entusiasmo.
—Ya lo creo —afirmó Amalia con tono soñador. Suspiró—. Me encantaría ser capaz de escribir cosas tan bonitas como esta novela. Claro que, procuraría que los finales fueran más felices.
—Pero si acabas de decir… –protesté.
—Ya, ya. Me refería a que mis finales no tendrían ese sabor agridulce que suelen tener las grandes novelas. Ya me entiendes. ¿Por qué tiene que morir Carlton? Ya bastante problema tenía con querer a Lucy y no poder casarse con ella.
—¿Qué final pondrías tú? —pregunté con curiosidad.
—Me imagino que Carlton lograría escapar de la Bastilla y regresar a Londres. O quedarse en Francia, enamorarse de otra mujer y ser feliz. No sé. Algo menos trágico.
Las campanas de la iglesia nos recordaron que eran ya las siete. Mientras preparábamos el café, Amalia siguió afirmando que lo malo de las novelas era que sus finales eran demasiado tristes.
Cuando llegué a la pensión, Doña Matilde estaba jugando la partida con Doña Celia, la mujer del Comandante de puesto de la Guardia Civil y Doña Carmen, la mujer del secretario del Ayuntamiento. De la cocina llegaba un olor muy agradable. La cena debía estar casi lista. Intenté pasar a mi habitación sin que me vieran, pero fue inútil. Mis ojos enrojecidos llevaron a Doña Matilde a la conclusión de que acababa de oír una historia triste.
—Me parece que la bibliotecaria te ha contagiado su manía de andar llorando por todo. Créeme, se llora por los de uno. Y ya no está mal, dada la cantidad de golpes que la vida te da. Llorar por los ajenos es una tontería, créeme.
Como les picaba la curiosidad, quisieron saber la razón de tanto llanto y acabé contándoles la novela de cabo a rabo. Cuando terminé, las tres señoras lloraban como desesperadas, incluso hipaban. Doña Celia afirmó que hacía siglos que no lloraba tanto, ni siquiera cuando su marido leyó en voz alta Abajo las armas, y eso que era una novela bien trágica, aunque bonita, puntualizó.
Tras Historia de dos ciudades vino La cabaña del Tío Tom. Los sufrimientos de las familias de esclavos, las humillaciones a los que eran sometidos y, sobre todo, la muerte de Eva nos hicieron llorar a raudales a todas. Digo todas porque se había convertido en costumbre que Doña Matilde, Doña Celia y Doña Carmen esperaran mi vuelta cada sábado para escuchar la novela de ese día. Tampoco Cumbres borrascosas ayudó a alegrarnos la noche del sábado siguiente. Los trágicos amores de Heathcliff y Catherine nos dejaron bastante de capa caída. A continuación, le tocó el turno a La dama de las camelias. Cuando mi auditorio —ahora eran cuatro señoras las que escuchaban a mi regreso de casa de Amalia pegadas al brasero— supo que Margarita Gautier renuncia al amor de Armand Duval para no perjudicar el futuro de su amante y sus relaciones con su aristocrática familia, para acabar muriendo de tuberculosis, sola y tras una angustiosa agonía, casi se rebelan. Todas comprendían que la conducta de Margarita y su moralidad dejaban mucho que desear. Bueno estaba que no se casara con Armand —no era cosa de alentar ciertas conductas indecentes con una boda por todo lo alto— pero de ahí a matarla de esa manera mediaba un abismo. Mi patrona resumió la situación preguntando si no había novelas alegres porque lo que es estas nos ponen el corazón en un puño, hija. Trasladé la pregunta a Amalia.
—Casi todas acaban fatal. No sé la razón, pero es así —suspiró, desalentada—. Aunque en la lista hay algunas que no son tan tristes.
—Pues a ver cuándo empezamos con ellas o Doña Matilde y sus amigas me van a matar.
El sábado siguiente tocó teatro. Supe de las andanzas de Cyrano de Bergerac. Me gustó el detalle de escribir las cartas de amor a su amigo Christian, ocultando el hecho de que ambos estaban enamorados de la misma mujer, aunque quedé aliviada al saber que, al final, Roxane averigua la verdad y acaba amando a Cyrano pese a su fealdad. Y volvimos a la novela. Me impresionó la historia de Emma Bovary; sus devaneos amorosos me hicieron temer que su marido le hiciera pagar de algún modo sus infidelidades pero me equivocaba. Emma se arrepiente sinceramente y el matrimonio hace las paces, trasladándose a otro pueblo para intentar empezar una nueva vida. Otra mujer infiel, Anna Karenina, me tuvo en ascuas. El hijo ilegítimo, la huida a Italia con su amante, el deterioro de su relación y el aislamiento que sufren al regresar a San Petesburgo no hacían presagiar nada bueno. Cuando supe que Anna recurría a la morfina, estuve segura de que aquello no podía acabar bien. Alexei, su marido, era un hombre vengativo, no como Charles Bovary, siempre dispuesto a perdonar. Amalia me aconsejó que no me precipitara. Y tenía razón. Alexei termina por perdonar a su esposa ante el sincero dolor que ella demuestra tras su ruptura con su amante. Aunque no le resulta fácil, le da la oportunidad de hacerse perdonar sus desvaríos.
El rojo y el negro nos hizo sufrir lo suyo. Acabamos tomando manía a Julien Sorel, un sepulcro blanqueado como lo definió Doña Celia. La decisión de utilizar a las mujeres, incluso las casadas, para ascender de categoría social lo convirtió ante nuestros ojos en un ser despreciable. No me hubiera importado que terminara mal, se lo merecía. En eso estábamos todas de acuerdo. Sin embargo, tanto Mathilde, su prometida, como Madame De Rênal, la amante despechada, perdonan a Julien y éste acaba refugiándose en la Iglesia, se hace sacerdote y dedica su vida a ayudar a sus semejantes. Doña Carmen comentó que no comprendía por qué se criticaba tanto a los franceses. No debían ser tan licenciosos como la gente afirmaba. Al menos las novelas eran muy decentes y daban buen ejemplo.
Llegó el nuevo año y con él una temporada de lluvias intensas y persistentes. Recuerdo que llovía a cántaros mientras Amalia desgranaba la triste vida de Tess of the d´Urbervilles. Cuando yo la conté a mi vez, no pude evitar cargar las tintas en las escenas de la seducción de la pobre Tess. No es que la situación no fuera lo suficientemente trágica pero me gustó añadir algo de mi cosecha. La muerte de su bebé recién nacido, fruto de su relación con Alec, un seductor sin corazón, hizo llorar incluso a Doña Mercedes, la lotera, que era la menos impresionable del grupo. Todas pensábamos que Tess debería tener más cuidado con los hombres después de su triste experiencia. Cuando conoce a Ángel, compartimos el alivio de comprobar que, por fin, encontraba al hombre adecuado. La boda nos hizo creer que la historia iba a terminar bien, pero la vuelta de Alec no hacía presagiar nada bueno. Y teníamos razón. La situación se complica hasta arrojar a Tess en brazos de su ex amante. —¡Qué barbaridad! —exclamó Doña Carmen, santiguándose—. Pero, ¡esta chiquilla está loca!
La vuelta de su marido acabó por reconducir la situación, aunque pasaron momentos muy difíciles. Ambos emigran a Brasil, donde empiezan una nueva vida, lejos de Inglaterra y de sus recuerdos.
El éxito de las reuniones de los sábados creció. Y trajo consigo algunos cambios. La cena, que se servía a las diez en punto, se retrasó. Algo inevitable ya que Elena, la criada de la pensión, formaba parte del público que me esperaba el sábado por la noche y allí se quedaba hasta que yo ponía el punto final. Don Federico bramó contra todo el género humano y las mujeres en particular. ¿A quién se le ocurría introducir un cambio así más que a una mujer? Le valió de poco. Elena se negó a marcharse a la cocina con la intriga de qué estaba pasando en la novela y Doña Matilde no se atrevió a llevarle la contraria. Era una mujer malencarada pero trabajaba dieciséis horas diarias sin protestar. No iba a correr el riesgo de que se largara, dejando la pensión sumida en el caos. Intentó arreglar las cosas; le propuso a don Federico que se uniera a la reunión. Algo que él no hizo. Doña Matilde se encogió de hombros y Elena se salió con la suya.
Además de aumentar el auditorio, ahora, incluso me pedían que les contase tal o cual novela de la que habían oído hablar. Doña Mercedes tenía mucho interés en La Regenta desde que oyera a la hermana del veterinario hablar muy bien de ella.
Nos gustó mucho aunque nos preocupó que Ana Ozores prestara oídos a los dos hombres que la pretendían, Álvaro Mesía y Don Fermín de Pas, —«lo de Mesía es una vergüenza, porque ella está casada, pero lo del canónigo no tiene perdón de Dios» —exclamó Doña Carmen, escandalizada. Doña Matilde intentó quitarle importancia: Siendo tan guapo y con esa madre, no puede hacer otra cosa. Semejante afirmación levantó un coro de protestas airadas. «Demasiado guapito y demasiado elegante para ser cura. Se ve que Ana es demasiado joven o habría desconfiado de un hombre así» —fue la tajante conclusión de Doña Carmen que no estaba dispuesta a admitir ni una palabra a favor de Don Fermín. La actitud de la Regenta, que supo mantenerse fiel a su marido, pese al acoso al que estaba sometida, despertó nuestra admiración. A pesar de la defensa de Doña Matilde, la mayoría opinó que la conducta del canónigo era totalmente impropia de un clérigo y nos alegró que, tras el terrible accidente de caza que acabó con la vida de su marido, la Regenta siguiera viviendo en Vetusta, respetada por sus convecinos.
Amalia tuvo que leer Los pazos de Ulloa a toda prisa para que yo pudiera contarla el sábado siguiente. Otra historia terrible de amantes e hijos ilegítimos que hizo murmurar a Don Federico —que nos escuchaba desde el pasillo— sobre la conveniencia de que la censura ejerciera su tarea con más bríos. También farfulló sobre las mujeres solteras que leen libros inapropiados para su estado civil. Nadie le hizo caso, ni siquiera Elena, tan irascible como él, pero demasiado entretenida con la historia. Nos gustó Julián, el capellán del marqués de Ulloa, tan diferente de Don Fermín, mucho más cura que el otro, en opinión de doña Mercedes. Fue una suerte que Nucha contara con él para sobrellevar su triste vida matrimonial, encerrada en el pazo, sin más alegría que su bebé, soportando la presencia de Sabela, la amante de su marido, y de Perucho, el hijo de ambos.
—Vaya una situación. No sé si yo aguantaría tanta humillación —interrumpió Doña Carmen, furiosa, bebiéndose el café de un trago—. Y a ver cómo acaba todo esto. Seguro que es una tragedia, como las primeras novelas que nos contaste.
La verdad es que se acercó bastante a la realidad. Tras un asesinato y varios malentendidos, el capellán es trasladado y Nucha muere poco tiempo después. Diez años más tarde, Don Julián regresa a los pazos. Allí se encuentra con los hijos del marqués de Ulloa, Perucho, el bastardo, y la hija de Nucha. Don Julián comprueba, con alivio, que Sabela ha cuidado de la niña como si ésta fuese su propia hija. Avergonzado, se reprocha haber sido injusto con la amante del marqués y desea que Nucha pueda ver desde el otro mundo que su hija es tratada con cariño por la amante de su padre. Las señoras regresaron a sus casas reconciliadas con la condesa de Pardo Bazán, «que escribe muy bien aunque el argumento es bastante fuerte» —en palabras de Doña Celia.
Durante varios sábados, Amalia se dedicó al teatro. Y volvieron los finales trágicos. Calixto y Melibea; Don Juan Tenorio y doña Inés; Romeo y Julieta; doña Isabel y don Juan, los amantes de Teruel. Cuando doña Isabel aconseja que no llamen al médico: ¿Para qué? Yo padezco, pero en el alma: ¿quién cura esta dolencia?, Elena movía la cabeza, pesarosa, limpiándose los ojos en el mandil que nunca se quitaba. Pero fue la afirmación de don Juan: ¡Maldito el hombre que virtudes siembra, para coger cosecha de desgracias! la que desató las lágrimas de todas. Aquella noche de sábado el grupo se disolvió exigiendo que volviéramos a las novelas, que siempre acaban mejor que las obras de teatro.
En marzo empezamos con un grupo de novelas inquietantes. Los protagonistas eran personas que deseaban lo que nadie puede tener, salvo recurriendo a extraños brebajes o a peligrosos pactos. Amelia describió con negros adjetivos las calles de Londres que Mister Hyde recorría por las noches, en busca de víctimas en las que descargar su ferocidad. Los esfuerzos del doctor Jekyll para frenar a este ser extraño y monstruoso que vivía dentro de él y su estrepitoso fracaso que acaba en su propia muerte. Lo más asombroso fue el final, cuando se descubre que las sales descubiertas por el doctor lo convierten en el temible Mister Hyde. Debo reconocer que sentí miedo mientras volvía a la pensión. Me parecía oír pasos tras de mí y no pude evitar volver la cabeza media docena de veces. Aquella noche, todas las señoras salieron en un silencio pesado provocado por el pánico, inconfesado, que sentían.
Los experimentos de Victor Frankenstein y su éxito al dar vida a su criatura también nos dieron más de un sobresalto. La historia era terrible y temimos que acabara muy mal, sobre todo al conocer el propósito del monstruo de dar muerte a toda persona relacionada con su creador. Menos mal que, al final, se arrepiente y respeta la vida de la esposa de Victor y la del joven William Frankenstein. Cuando el monstruo renuncia a su venganza y decide perderse en algún lugar alejado del planeta, en la sala de doña Matilde sonó un suspiro general.
Dorian Gray fue quien suscitó más comentarios. Lord Wotton, el corruptor del joven e inocente Dorian fue el más criticado; Hallward, el pintor capaz de captar no solo el aspecto físico sino también el alma de Dorian y que acaba asesinado por su modelo, suscitó la compasión de todas; la joven Sybil, despreciada por Dorian, sirvió de disculpa para que doña Carmen interrumpiera la narración para contar una anécdota de su juventud, «muy parecida a esta, no creáis». La opinión que todas teníamos de Dorian la resumió Elena con un rotundo «qué se va a esperar de los hombres». Lo dijo en tono despectivo al tiempo que don Federico, que paseaba impaciente en espera de la cena, asomaba la cabeza con gesto avinagrado, rezongando.
Doña Mercedes reflexionó sobre el deseo de Dorian Gray de disfrutar de la eterna juventud. Doña Matilde razonó que ella jamás había oído algo semejante. No pude evitar sacar a relucir mi recién estrenada cultura y les hablé de Fausto, el estudioso que vende su alma al diablo a cambio de la sabiduría y el poder. Cuando llegué a la escena en la que Fausto quema los Evangelios como parte de su pacto con Mefistófeles, todas se santiguaron con expresión escandalizada. «Escribir esas cosas tiene que ser pecado», afirmó Doña Celia convencida. Tengo que reconocer que el horrendo final de Fausto, llevado al infierno por el implacable Mefistófeles, les pareció justo. «Después de hacer tantos disparates, es lo lógico», apuntó Doña Carmen. En aquel momento me sentí orgullosa de haber sido capaz de despertar en mi auditorio el mismo interés que Amalia había suscitado en mí.
III
Cuando decidí estudiar, deseé que los meses que tenía por delante hasta los exámenes se alargaran para darme tiempo a aprender todo lo necesario. Después, deseé que pasaran lo más rápidamente posible para poder descansar un poco de tantos datos, fechas, fórmulas y frases en varios idiomas, a cuál más complicado.
Ahora, por fin, había llegado el momento, tan temido y deseado a la vez. Me encontraba en un aula enorme, con mapas en las paredes y un encerado de pared a pared frente a mí, sentada ante un pupitre, calculando raíces cuadradas, haciendo fórmulas químicas e intentando adivinar la trayectoria de una bala disparada desde el punto A hasta llegar hasta el punto B. Tres profesores, dos hombres y una mujer paseaban lentamente entre las filas de pupitres, mirando sobre nuestros hombros de vez en cuando. Al día siguiente le tocó el turno a las asignaturas de letras. La mañana la pasé explicando las teorías platónicas sobre el alma y traduciendo párrafos del latín y del griego. El sol calentaba con fuerza cuando salí a comer. Cuando regresé, el aula era un horno, a pesar de que habían cerrado las contraventanas. La penumbra era muy agradable pero inducía al sueño, por lo que tuve que concentrarme para evitar escribir alguna tontería entre bostezo y bostezo. Las horas siguientes se pasaron rápidamente. Eran casi las siete, cuando comencé la última parte de los exámenes. Suspiré, contenta. Por fin había llegado a mi asignatura preferida, Historia de la Literatura Universal. Leí la pregunta: «La mujer en la novela naturalista. Comente su función dentro de la sociedad del momento».
¡Qué suerte! Durante los meses de trabajo había pensado mucho en las protagonistas de aquellas novelas que oía cada sábado. Amalia y yo comentábamos las obras, criticábamos a los personajes que no nos gustaban y solíamos especular sobre qué haríamos si estuviésemos en la piel de tal o cual personaje. Una de las preguntas que más salía en la conversación era si hubiésemos perdonado ingratitudes e infidelidades, si seríamos capaces de retomar una relación después de semejante prueba, como pasaba en muchas de las novelas. A mí me llamaba la atención que los maridos engañados estuviesen dispuestos a perdonar a mujeres que les habían puesto en ridículo ante todos sus vecinos. No era lo más corriente en la vida real. La reacción era, generalmente, la contraria. Amalia argumentaba que muchos novelistas no pretendían, únicamente, reflejar la vida cotidiana sino entretener y dar a la narración un toque amable. Pero, ¿no estamos hablando de novela realista?, argüía yo. Pues la realidad es más bien amarga. Ella respondía en tono paciente que eso era verdad. La gente suele ser vengativa. Pero, debía tener en cuenta que en la vida no todo son tragedias. Algunas veces las cosas empiezan muy mal y acaban bastante bien. Esa es la lección que las novelas dan a sus lectores, razonaba. Y añadía que una persona se equivoca, como Julien Sorel, pero si le das la posibilidad de enmendarse, lo hace y las cosas se solucionan, aunque no era fácil. Además, continuaba, de la misma manera que Don Quijote imita a los héroes de los libros de caballerías, los lectores de todas esas novelas en la que se perdonan graves errores pueden imitar al Doctor Bovary, Angel o Madame De Rênal. Esa sería la función principal de la literatura. Mostrar actitudes que sirvan de ejemplo al tiempo que entretienen. Docere et delectare, añadía. ¿Acaso Doña Matilde y sus amigas no pedían oír novelas que acabaran bien? ¿Qué había de malo en que la gente quedara contenta?
En ese momento, recordé otra línea de Horacio y la espeté sin vacilar. Ficta volupttis causa sint proxima veris. Amalia me miró, sonriendo, con un gesto de satisfacción, celebrando mi alarde. —«Quién diría que hace un año no sabías ni jota de latín»—. Estuvo de acuerdo en que, como Horacio escribiera, si la ficción ha de entretener, debe acercarse lo más posible a la realidad. Eso era cierto. Pero, ¿estaba yo segura de que todo acaba mal en la vida? Yo era ejemplo de que también hay golpes de suerte. ¿No era mi herencia una prueba de eso? Cuando veía mi expresión de escepticismo, remachaba su argumentación con un: «también hay finales felices en la vida real».
Respiré hondo y empecé a escribir. Siguiendo el esquema que Amalia me había enseñado, lo primero fue la introducción sobre la novela del siglo diecinueve, sus diferentes tendencias y los autores más destacados en cada una. A continuación, hice una lista de las heroínas de estas novelas y seguí con la tesis de que todas ellas se veían, en un momento dado, inmersas en graves problemas de índole moral. Su valentía para enfrentarse a sus propias faltas o su generosidad para perdonar a quienes las humillaron son los dos pilares en los que se apoyan los novelistas para mostrarnos mujeres fuertes que sostienen las relaciones y consiguen sacarlas adelante. La conclusión fue que el cuadro que nos presenta la novela realista es bastante amable gracias a los personajes femeninos que permiten que las situaciones más negativas tomen un giro que las convierte en esperanzadoras.
Firmé convencida de que lo que había escrito no estaba nada mal. Deseaba ver a Amalia y contarle lo que me habían preguntado y lo que yo había respondido. Sabía que le haría gracia saber que, tras tantas discusiones sobre el tema, había hecho mías sus opiniones, apoyando su tesis de que los finales felices también existen.
Me quedé en la capital los dos días que el tribunal tardó en entregar las notas. El primer día me lo pasé visitando iglesias y paseando por la alameda. Fue agradable tener todo el día para mí, ir de un lado a otro sin prisas, sin problemas, análisis sintácticos o traducciones. Al día siguiente estaba ya tan nerviosa que lo único que pude hacer fue mirar escaparates hasta que, después de comer, me metí en la biblioteca pública. Intenté leer algo pero era incapaz de concentrarme por eso acabé mirando revistas ilustradas. Creía que no iba a llegar nunca la hora en que saldría de dudas. E intentaba prepararme para un suspenso. Amalia confiaba en mí ciegamente y en ningún momento dudó de que el resultado fuera un aprobado. Doña Matilde y el resto de mi público de los sábados me habían despedido con un cariñoso: «que tengas mucha suerte». Incluso don Federico había farfullado algo desde el comedor, donde leía el periódico. Me pasé la noche dando vueltas en la cama, intentando convencerme de que no había tenido mucho tiempo; que otros se habían pasado cuatro años estudiando lo que yo había estudiado en poco más de catorce meses. Pero fue inútil. Mi único pensamiento era la vergüenza aplastante que iba a sentir al presentarme en la pensión con un suspenso. Cuando me dormí eran casi las cuatro y media.
Releí la cuartilla que un bedel ya mayor acababa de darme. Me temblaban las manos y me había quedado sin saliva. Mis ojos volvieron a la última línea, donde alguien había escrito: nota media final: Aprobado. Me apoyé contra la pared pues mis piernas temblaban tanto o más que mis manos. Curiosamente, más que alegría sentía alivio al saber que no iba a volver al pueblo con las manos vacías.
—Enhorabuena —una voz a mi lado me hizo volverme.
—Gracias, muchas gracias —mi voz sonaba un poco cascada. Necesitaba beber algo si quería recuperar mi tono normal.
—Soy uno de los miembros del tribunal. ¿Me recuerda?
Claro que la recordaba. Una mujer de unos sesenta años, moño recogido en una redecilla, traje de chaqueta marrón y un abanico que no había dejado de utilizar durante los dos días que habían durado los exámenes.
—Don Nicasio Valverde me ha escrito hablándome de usted, de lo mucho que ha estudiado y del enorme interés que tiene en hacerse maestra —balbucí algo sobre que don Nicasio era muy amable y que ignoraba que se hubiera tomado la molestia. Ella seguía hablando—. La verdad es que no necesitó usted mi ayuda para aprobar. Su examen es muy bueno. No hay más que ver las notas. Sobre todo, el latín y el griego —señaló la cuartilla que sostenía en mi mano—. Pero, hay una asignatura en la que hay unos fallos realmente extraños —la miré, con gesto de asombro—. Me refiero a la Historia de la Literatura Universal. Dígame, ¿ha leído usted las novelas incluidas en el programa?
Me armé un lío intentando explicarle que, como el programa era tan extenso y yo tenía tanto que estudiar, me había fiado de unos apuntes prestados.
—Ahora que va a empezar una carrera, tenga siempre presente que uno sólo debe fiarse del propio trabajo. No dudo que, quien le prestó esos apuntes, tenía buena intención pero ha estado a punto de costarle el aprobado. Gracias a que en el resto de las asignaturas ha hecho un buen papel. No lo olvide. Se lo dice alguien que lleva toda la vida entre libros y estudiantes. Supongo que nos veremos este próximo curso —me dio una palmadita en el hombro—. Dele recuerdos a don Nicasio. Y repito mi enhorabuena.
Me quedé en el zaguán, aturdida por lo que acababa de oír. ¿En qué me había equivocado? Estaba segura de no haber cambiado ni una coma de lo que Amalia me había contado. ¿Dónde estaba el error? Me dirigí al bedel, sentado ante una mesa, fumando y mirando a través de la puerta cristalera.
—Perdone, ¿está abierta la biblioteca?
—Sí. Vaya por ese pasillo. Es la segunda puerta a la derecha.
No tardé en encontrar el libro que buscaba. La historia de la literatura universal para estudiantes de acceso a la Escuela Normal de Magisterio. Ahora iba a salir de dudas. Media hora más tarde no estaba nerviosa sino furiosa. Según lo que acababa de leer, Roxane no se casa con Cyrano, a pesar de que éste la amaba profundamente; el monstruo de Frankenstein se convierte en un asesino despiadado que mata a la esposa y a uno de los hermanos de su creador. ¿Y qué decir de las novelas que entraban en la pregunta del examen? Emma Bovary, Anna Karenina y Tess no acaban felizmente perdonadas por sus amantes maridos. Tess asesina a Alec, el seductor y paga el crimen con su vida; Emma, desesperada, toma una gran dosis de arsénico y muere entre grandes dolores; tampoco Anna Karenina se libra de un destino fatal. Se tira ante las ruedas de un tren. ¿Y para qué hablar de Julien Sorel, guillotinado y no ordenado sacerdote según la versión de Amalia? Tampoco la Regenta se libró de un final catastrófico. Viuda y despreciada por los que la conocían. Sí, era imposible que, con semejante comportamiento, las cosas terminaran bien, razoné. Ya lo decía yo. Que las cosas no suelen salir tan bien. Si tenía que ser.
Salí de la biblioteca pensando en qué le diría a Amalia. De todo. De primera intención, pensé en preguntarle qué se proponía al contarme todas aquellas mentiras. ¿Fastidiarme el examen? Imposible. Me constaba que tenía tanto interés como yo en conseguir el aprobado. Lo había tomado como cosa propia. ¿A qué venía, entonces, esa tontería?
El coche salía al día siguiente, sábado. Tenía toda una tarde para intentar encontrar una respuesta. Y también para decidir qué hacer una vez regresara al pueblo. Después de dar mil vueltas al tema, pensé en otras cosas, ante la imposibilidad de comprender la actitud de Amalia. Volví a la biblioteca pública y hojeé el periódico del día. En China, la sequía y la guerra estaban causando miles de muertos; En Cabo Verde, una larga sequía estaba provocando que miles de isleños emigraran a Estados Unidos; la India sufría de epidemias y en Rusia el ejército blanco y el rojo seguían enzarzados en una larga guerra civil.
Dejé el periódico sobre la mesa. ¿Es que no había buenas noticias? Me molesté en repasar el diario. Salvo algunas columnas en la sección local, el resto era una sucesión de desgracias en diversas partes del mundo. Salí a la calle preocupada por lo que acababa de leer y paseé un rato bajo los soportales antes de regresar al hotel para cenar. Hacía calor a pesar de que ya eran las nueve y media. Cuando el reloj del convento de las Clarisas dio las diez, regresé al hotel para cenar. Ya en mi habitación, cogí una novela que Amalia me había prestado, El primo Basilio, de Eca de Queiroz. Leí hasta llegar al capítulo en que Basilio abandona a su prima Luisa, dejándola sola frente a Juliana, la criada, que la amenazaba con revelar al marido de su señora la relación amorosa que se había establecido entre los dos primos. Cedí a la tentación y leí las últimas páginas, las justas para enterarme que Luisa muere de una mezcla de remordimiento y vergüenza y que Basilio, al enterarse del fallecimiento de su amante, no le da apenas importancia.
Cerré el libro. ¡Caramba con Amalia! Ya podía haber elegido algo menos trágico. ¿Acaso no existían novelas alegres? ¿Qué se podía leer para levantar el ánimo? Di un respingo. Me había pasado el día preguntándome qué se proponía Amalia al cambiar los finales de las novelas. Ahí tenía la respuesta. Ayudarme con la asignatura, entretenerme y hacerme olvidar, por unas pocas horas, que la vida es dura, muy dura, incluso en la ficción. Tenía que reconocer que, en las ocasiones en las que se había ceñido a lo que los autores habían escrito, habíamos llorado, angustiadas, por la mala suerte que se cebaba en algunos personajes y, gracias a una pequeña trampa, nos había ahorrado muy malos ratos. Por otro lado, su romanticismo bien intencionado había estado a punto de hacerme suspender el examen. Pensar en lo que podía haber pasado, me puso nuevamente furiosa. Más de un año tirado por la borda por la sensiblería de mi profesora. Claro que, también era mala suerte que, en un programa tan extenso, me tocara hablar de la novela naturalista, razoné. Lo lógico hubiera sido que me tocara hablar de los poemas homéricos o el teatro español del Siglo de Oro. Además, ¡qué caramba!, no había puesto en peligro la vida de nadie. Tampoco había que exagerar. Me dormí hecha un lío.
A la mañana siguiente, ya había decidido qué hacer al llegar al pueblo. No había lugar para reproches, acusaciones o preguntas airadas. Estaba segura de que Amalia había inventado finales felices por la misma razón que los padres hacen regalos a sus hijos el Seis de enero. Para mantener la ilusión de que algo mágico sucede, aunque sólo sea una noche al año. Los finales felices que Amalia había inventado para nosotras eran su regalo de Reyes, el que nos hacía creer que no todo era malo, que había gente capaz de perdonar por amor y que, de vez en cuando, todo sale bien. También yo le haría un regalo. Había decidido que jamás le diría que había descubierto su engaño. Sería demasiado cruel. De lo que estaba totalmente segura era de que, si alguna vez escribía una novela, el final sería muy, muy feliz. Para evitar que Amalia tuviera que cambiarlo.
Esther Domínguez Soto. Vive en Pontevedra, donde enseña inglés en un Instituto. Uno de sus cuentos breves, El maldito tirón, quedó finalista en el Premio Relatos Breves de Mujer, convocado por el Ayuntamiento de Valladolid, en su edición de 1999 y publicado en un volumen junto con los demás finalistas; otro, La virtud de la puntualidad, fue asimismo finalista en el Concurso de Relatos Breves de la Editorial Edisena y publicado en la colección Ababol. Fue nuevamente finalista en el 1.er Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo, Córdoba, con el relato titulado La Profesional. Pronto publicará en formato ebook Mal de amores, un relato ambientado en el Camino de Santiago.
✉ Contactar con la autora: dominguezsoto[at]edu.xunta.es
Ilustración relato: Palacio de Partarríu (Llanes, Asturias), fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 79 / marzo-abril de 2015 – MARGEN CERO™
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