relato por
Cristian Acevedo

 

—¡Asesino! —te dice el tipo de siempre—. ¿Va a declarar o no?

Mientras te interroga, se aplasta contra una máquina de escribir saturada de polvo y de cenizas de cigarrillos. Este cincuentón de pistolera en la  cintura,  sobacos  manchados  de  sudor  y  patillas  de  nieve  sonríe.  Y  te  lo  confirma —porque, no bien aparece, empezás a darte cuenta—: tal como sucede noche tras noche, te enredarás en el mismo sueño.

Esta versión porteña de Philip Marlowe se deja ver en cuanto apoyás la cabeza en la almohada, cuando todavía sos capaz de distinguir el tictac del reloj de pared.

Reclinándose y estirando los brazos por encima del escritorio, se te acerca tanto que adivinás los condimentos que eligió para el almuerzo. Esos dientes de tabaco y esa nariz de pequinés que van y vienen son los mismos que se balancean frente a tus ojos adormecidos, cada noche.

Y aún dormido, sos consciente de que aquello —ese interrogatorio que empieza con un «¡Asesino!»— es el sueño del que no podés desprenderte desde aquella primera vez.

Percibís el comienzo. Y ya sabés que, al despertar, recordarás a la perfección cada secuencia.

Es por eso —por la certeza de que evitarlo es imposible— que te dejás llevar y lo recorrés de memoria:

 

Helena, que me suelta y camina en dirección al muelle. Alejo, que nos recibe con un abrazo (a medida que se lo cuento a Marlowe, sobrevuelo la escena hasta tomar mi lugar en el sueño). El abrazo que Alejo se da con Helena, sin dejar de ser cordial, es tan distante como debe ser un abrazo con la mujer de su viejo amigo. Con  la  zorra que  su  mejor  amigo  tiene  por esposa. El  mío —nuestro abrazo— se demora entre palmadas y sonrisas que recuerdan toda una vida juntos: las calles de Baradero aún sin asfalto, las guitarreadas en Plaza Mitre, los viernes de pesca, las borracheras y las resacas de carnaval.

Y sin dejar de sonreír y de palmearme y apretarme afectuosamente el hombro, Alejo nos guía por el muelle, y lo seguimos.

Alejo desamarra, y ahí estamos los tres embarcados en el Tempestad, su flamante velero de dos palos.

 

El tipo te corta en seco. Tose y escupe una flema negra que se adhiere al zócalo.

—Apúrese, canalla. No le pedí que me contara la historia de su hermosa vida.

Se seca la frente y se rasca los pelos que le asoman en la mejilla y que no han crecido lo suficiente como para llamarlos barba.

—No me joda, ¿quiere? —le decís, clavando los ojos en la flema que se arrastra y que tarda en resbalar al piso—. No me joda, inspector.

No lo mirás. Ponés tu peor cara, esa que revela cuánto te desagradan sus modales. Y enseguida te concentrás en la historia. Querrías evitar los detalles que tanto hacen gruñir a ese tipo. Pero, por mucho que te sepas soñando, no sos quien dirige el relato. Sos, apenas, un personaje más. De todas formas, sabés que el detective no se alterará más de la cuenta, no te va a atacar. Te interrumpirá con rudeza, pero nada más.

—Largue el rollo. Cómo lo hizo.

Obedecés de mala gana:

 

Alejo lanza un grito que anuncia que ya estamos navegando. Y nuestro alrededor ya no es un río marrón atestado de velas y yates; es un desierto azul, cercenado por el velero que avanza y que espumea por los costados del casco. Un leve rechinar, un viento que nos acerca el perfume del océano —de algas y arrecifes—, y las carcajadas que se contagian a causa de la botella de Chandon, que sirve las tres copas y que no se vacía nunca.

Disfrutando el sol y las burbujas, nos reímos, y nuestras voces recorren la cubierta desde la proa y se pierden sin que ningún otro ser en todo el planeta pueda oírlas.

 

—Vamos al punto: cómo la mató.

El tipo se arremanga, no te da respiro. Siempre es así. No te permite tomar aire. Desconoce la forma correcta de contar esta historia. No entiende que los hechos deben sucederse de una única manera. Que sos sólo un personaje más, y que debés respetar el libreto de un guionista muy poco tolerante.

Levantás la cabeza —esta es tu parte preferida— y le clavás una de tus miradas. De esas que, en el sueño, podés ver desde alguna lejana ubicación. Casi siempre desde arriba, como si ese que elevara los ojos asesinos fuera otro. Te ves asentir. Y retomás:

 

Estamos más que alegres. Los ojos de Helena, extasiados y ebrios, se cierran. Se duerme recostada en la reposera blanca. El viento de mar infla las velas y le sacude el flequillo, pero ella ni siquiera se mueve.

Lo veo a Alejo apartarse durante unos segundos y volver con el gesto serio. Ya es hora, dice. Es ahora o nunca. Y yo comprendo que es así. Que la tenemos cómo y dónde queríamos. Es hora.

Alejo me alcanza el remo del pequeño bote salvavidas. Y sé exactamente cómo sigue: me paro frente a ella, frente a ese cuerpo bronceado y dormido, y acomodo los dedos con firmeza alrededor del puño del remo. No dudo, pienso en lo que me llevó a planear su muerte: la carta anónima que olvidó en uno de sus bolsillos, el mensaje de texto que leí cuando ella acababa de meterse en la ducha, la ropa nueva, los perfumes nuevos, el maquillaje nuevo, el brillo de su sonrisa, nuevo también.

Alejo se encierra en la cabina —su trabajo ha sido traernos—. Ahora me deja ahí, apretando con fuerza, con toda la fuerza, el contundente remo de madera.

Ella no se mueve, y no lo hará. De todas formas, me tomo mi tiempo: no pienso fallar. Me retraso unos minutos para calcularlo, para acertar con el primer golpe. Levanto el remo por encima de la cabeza, y la pala de madera oscurece de sombra la cara borracha de ella, eclipsa su frente por un instante y, después, el silbido del remo que cae y se estrella contra Helena con el crujido de una nuez que se parte. Y un nuevo eclipse sobre los gajos de su cara, unos cuantos silbidos más que bajan contra la boca abierta y que salpican de rojo la reposera y la malla de estampados celestes.

 

—Así fue. Sencillo.

A esta altura —después de pronunciar esa última palabra—, sabés que todo se acabará pronto, que la modorra se irá, que el humo del tabaco disipará las cosas. Nunca has podido sobrepasar cierto límite: estás programado para soñar esa misma historia, hasta el punto exacto en que el detective larga el humo de su cigarrillo y se apoya, sonriente, contra la pared.

Ahí sabés que ya termina. Que despertarás, y Helena estará a tu lado. Que sos tan cobarde como para seguir almacenando reproches. Que serías incapaz de tocarle un pelo. Que no has dejado de quererla.

El falso Marlowe te observa con una mueca. Enciende un fósforo, lo sacude, da una pitada… y se desvanece.

Por eso es que tus ojos empiezan a abrirse.

Aunque, a diferencia de las otras noches, hoy los ojos duelen en cada parpadeo. Tu cuerpo flota, pesado, ebrio. Levantás los párpados mojados. Dolorosamente mojados.

Ya no dormís. Querrías que el sueño no acabara, pero acá estás: obligado a despertar.

Te asomás por sobre un mar de sangre y agua turbia. Estirás los brazos que nadan por no hundirse. El ardor en la cabeza se extiende y se parte en gajos hacia los costados.

Y la ves: de espaldas, sentada en la reposera blanca, Helena se enciende un cigarrillo. No te mira. Escupe el humo y mueve los labios en una palabra. Dice algo, una sola cosa, que no alcanzás a entender porque no es a vos a quién le habla y porque el agua te penetra los oídos.

Abrís la boca y te llenás de aire para no ahogarte todavía.

El sol desaparece detrás del filo de un remo y, arriba, en la cubierta, Alejo te observa con ojos terminantes. Arquea la espalda y, justo antes de que el sol vuelva a aparecer frente a tus ojos, un silbido fugaz y un último y apenas doloroso crujido, fatal, como de nuez.

 

 

relato Final del sueño

 

Cristian Acevedo. Autor argentino. Desde que se dedica en serio al oficio de escribir ha tenido algunos reconocimientos con sus relatos:
Fortaleza alemana, Finalista en la Convocatoria de Cuento Digital Itau 2012.
El domingo en que por fin llovió, Seleccionado para edición digital de FIN.ELALEPH.COM
Bien pulenta, Ganador del IV Concurso Literario de El Cuento del Dia. También seleccionado para edición digital de FIN.ELALEPH.COM
Noticias de domingo, publicado en Revista Crónica.

Contactar con el autor: zonaacevedo |at| hotmail[dot]com

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🖼 Ilustración: Blad Asopos de Vliet, By WillemdenHertog at nl.wikipedia [Public domain], 
from Wikimedia Commons.

 

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