relato por
Ana Bolox
N
o habría podido asegurarlo ni aunque me hubiera ido la vida en ello, pero aquella llave debía de tener casi un siglo y medio. Era la de la casa de mis tías abuelas, de hierro, grande, pesada. La sostuve en la palma de la mano y me pareció aún mayor entre los dedos huesudos y las articulaciones prominentes. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo flaca que estaba. Costó que girara en la cerradura y algunas partículas de orín volaron sobre mí, tintándome de anaranjado la piel acecinada. Me sacudí y empujé la puerta. La madera crujió, los goznes chirriaron y luego murmuró el silencio desde dentro.
La casa de mis tías siempre olía a magdalenas recién horneadas. Cada vez que entraba, ese olor me apretaba contra sí, y entonces yo me apresuraba en echar la aldaba y corría hacia la cocina. Luego de haber sisado alguna, volvía atrás e investigaba. El zaguán solía estar oscuro y a veces daba miedo estar allí sola, aunque, al fondo, una cortina de cuadros tamizaba la luz que entraba del patio. De vez en cuando, la gata asomaba la cara tras ella, sobre todo cuando oía mis pasos.
Ahora, todo estaba a oscuras. Adelanté unos pasos reacia, como cuando era niña y jugaba en la sala donde, junto al piano, estaba la estatua de San Antonio. Era tan alta como yo y muy real. Casi parecía que estaba viva y, cuando las sombras del atardecer comenzaban a encapotarla, prefería alejarme de ella. Sin embargo, todo aquello ya no eran sino recuerdos. Apenas me había alejado un paso de la puerta y el olor a humedad me encharcó el olfato. El aire me supo pastoso y la nube de polvo que había levantado con los pies flotó sobre un suelo que siempre estaba pulido y ahora, avejentado por los años y el abandono, transpiraba humedad y olía a moho.
Eché un vistazo a la sala. El San Antonio yacía descabezado y, desplomada junto a él, asomaba entre la suciedad la caracola que solía estar sobre el piano y en la que escuché el mar por primera vez. No me atreví a entrar. Nada era como antes, incluida yo misma, pero aún pervivía en mí el recuerdo del temor a aquella estatua cuando las sombras la cubrían.
Di unos pasos más. El taquillón se inclinaba sobre una de las patas, que se había quebrado, y amenazaba con derrumbarse. Lo miré enternecida y desconcertada. La puerta que acababa de traspasar se había abierto a un mundo demasiado desconocido para no sentir aquella insólita mezcla de emociones. Oí un zureo sobre mí y alcé la vista hacia el artesonado del techo. Las vigas de madera estaban agrietadas e incluso algunas se habían tronchado por el peso. Sonó un nuevo arrullo y el aletear agitado de unas aves. Agucé la vista, pero no pude distinguirlas; aunque, en realidad, apenas podía reconocer nada de lo que veía. Antes había un palomar en el huerto trasero. Ahora, las palomas debían de haber invadido todo el doblado.
Por la claraboya del comedor, se colaban exiguos los rayos de la Luna. Y entonces la vi. Junto a la alcoba de tía Anita estaba la mecedora objeto de severa prohibición. Cuando mis tías estaban en la cocina, solía sentarme en ella a escondidas y balancearme como si fuera un columpio. Tanteé el borde del respaldo con la mano y la madera, castigada por el tiempo, me arañó. La empujé con el dedo y la mecedora se meció. Podía verme en ella, impulsándome con las puntas de los pies en el suelo. Iba casi a sonreír, cuando algo chascó bajo uno de los balancines. Me incliné y lo observé de cerca. Mi vista ya no estaba para desafíos. El esqueleto de un ratón se había hecho pedazos bajo la presión de la mecedora. De forma mecánica dirigí la mirada hacia la puerta del patio. Los restos de la cortina que la cubría flameaban a impulsos de alguna corriente atrevida, pero nadie asomó tras ella. También aquello había cambiado. Ya no había gato.
Ya no había nada. Ni siquiera yo me sentía la misma. Arrastré los pies unos pasos y algo rechinó bajo ellos. Eran los cristales de las puertas que cubrían los chineros. El color verde aguado que un día había tintado sus paredes formaba montoncitos de yeso que la humedad había arrancado y convertido en polvo; y, enterrados bajo ellos, estaban los restos de las copas cinceladas con motivos botánicos y los vasos de colores cuyos brillos me habían hipnotizado de niña. No quedaba casi ninguno en pie. La mayoría se había quebrado bajo el derrumbe de la pared, incluido aquel con el dibujo de Heidy en el que tantas gaseosas bebí.
Sentí que me estremecía y de forma instintiva me rodeé con los brazos. Hacía frío. Un frío húmedo que me habría punzado el alma de haberla llevado conmigo, pero que por fin me arrancó una sensación conocida. Siempre había hecho frío en aquella casa con muros de un metro de espesor y yo no había llevado el abrigo conmigo, pero sobre la cama de mi dormitorio descubrí un cobertor. Sopesé la idea de echármelo por encima, pero la descarté. El frío que sentía no podía combatirse con nada porque el tiempo no da marcha atrás.
Entonces me pareció intuir que algo se movía detrás de mí. ¿La cortina del patio, quizá? No. Era una tela blanca y desgarrada que no tenía cuadros. No me asusté. No tenía aliento para ello, pero sí habría llorado de haber podido.
—Venga, vámonos —susurraron las voces de mis tías a mi espalda.
—¿Pero habéis visto…? —me giré hacia ellas y señalé con la mano los estertores con los que la casa auguraba su próximo fin.
Mis tías, envueltas en los restos de sus sudarios, asintieron en silencio.
—Después de ti no quedó nadie que se hiciera cargo de ella —dijeron.
Las vi alejarse hacia la puerta y las seguí. Un girón de paño blanco aleteó frente a mí. Tiré de él y lo eché sobre la tela raída de los hombros. También mi mortaja comenzaba a descomponerse.
Ana Bolox. Profesora de inglés y de lengua española, es aprendiz de escritora desde que tuvo uso de razón. Se inclina por el relato detectivesco, pero no desdeña otros géneros, como el de la ciencia ficción. Además de escribir en sus ratos libres, mientras continúa formándose, trabaja en la elaboración de un futuro blog sobre técnicas de escritura que, si Dios quiere, verá la luz a finales del año 2014 o principios del 2015.
📧 Contactar con la autora: annabolox [at] gmail [dot] com
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 76 / septiembre-octubre de 2014 – MARGEN CERO™
Un buen relato donde pequeñas pistas, hábilmente dejadas, conducen a un final sorpresivo pero no engañoso.
Efectivamente, Antonia María. Ésa era mi intención y, por lo que dices, parece ser que lo conseguí. Lo cual me anima 🙂
Muchas gracias por tu comentario.
Un cordial saludo.
Ana Bolox
Muchas gracias por compartir este relato, Ana. Me ha gustado mucho. La narración te va conduciendo hacia esa conclusión que ni se anticipa ni descoloca. Es un gran final para una historia de sentimientos contenidos que transpiran las palabras, y se queda contigo después. Muy buen estilo. Saludos.
Gracias a ti por leerlo, David, y por tus palabras. Me alegra que te haya gustado 🙂
Un saludo.
Me gusta tu relato, Ana, muy bien escrito. Y esto para mí es decir mucho.
Gracias, Consuelo 🙂
Me alegro de que te haya gustado y me siento halagada por tus palabras 🙂