relato por
Juan J. Sánchez González

 

A

espaldas de Paula, incrustado en uno de los paneles de madera que forran la pared de la solitaria cafetería, hay un espejo. Atisbo en él mi rostro. Del blanco cuello de mi camisa sobresale una cara ancha y blanda, de una palidez enfermiza, pero bien rasurada, sobre cuya redondeada barbilla asoman unos labios gruesos y rosados que perfilan una expresión de tranquila reserva. Por encima de esa masa lánguida emerge una nariz audazmente pronunciada, de marcada silueta, una irregular pirámide de carne vibrante, cuyas amplias fosas nasales aspiran con ansiedad el aire impregnado del suave perfume que desprende el cabello de Paula. Mis ojos marrones, pequeños, rasgados, hundidos entre la blanda extensión de los pómulos y las cejas pobladas de espeso pelo negro, me observan, con intensidad y atención, como si pretendieran escrutar los pensamientos que escapan a mi propio reflejo. Mi frente se pliega en pequeñas arrugas sobre mi nariz, una sombra de duda enturbia ligeramente la correcta expresión de mi rostro. Rectifico, las arrugas desaparecen, se funden en la tersa carne de mi frente, la duda se esfuma, de nuevo es el rostro sereno del hombre tranquilo que soy el que me mira. Mi corto cabello moreno, fijado con gomina, dispuesto en apretados mechones en torno a la precisa raya que recorre mi sien izquierda, corona como un lustroso estandarte mi cara forjada por la responsabilidad y el deber.

—Bueno, parece que, al fin, hemos llegado a un acuerdo.

Paula me obliga a desviar hacia ella la mirada. Sonríe, sus carnosos labios, pintados de un suave tono carmín y que, cuando callan, se pliegan formando la imprecisa silueta de un corazón, se estiran, descubriendo sus dientes pequeños, de una blancura radiante. Es una sonrisa amable pero maquinal, bien entrenada, la sonrisa de quien está acostumbrada a tratar con desconocidos. Su pequeña nariz, cuya punta afilada se dobla coquetamente hacia arriba y en la que se arraciman diminutas pecas, se contrae acompañando el movimiento de sus labios. Sus ojos verdes, de una luminosidad vibrante y alegre, me miran atentos desde el fondo de sus largas pestañas rubias. Su densa melena dorada cae hacia la negra chaqueta de su traje en suaves ondas, ocultando el perfil ovalado de su cara de rubia. Emiten un brillo apagado, casi triste, en la luz grisácea de la nublada mañana que se cuela por los grandes ventanales de la cafetería.

—Parece que sí.

Me limito a contestar, desviando la mirada hacia la reluciente mesa de mármol. Nuestras tazas de café, medio vacías, humean. Las separa un elegante portafolios de piel marrón. Contiene el motivo por el que nos hemos llegado a conocer, un divorcio. Paula es la abogada de la esposa, una mujer menuda, de ojos saltones y vivaces, que un buen día se hartó de ser la criada de su marido, mi cliente, un vulgar contable aficionado a las prostitutas. Tras meses de negociaciones al fin hemos llegado a un acuerdo. Durante ese tiempo he trabado con Paula una relación estrictamente profesional. Y, sin embargo, con frecuencia, una palabra, un gesto, una mirada, parecía deslizarnos hacia una intimidad que la consciencia de nuestra profesionalidad hacía incómoda, pero hacia la que, a menudo, nos entregábamos con una complacencia en la que era fácil descubrir la profunda afinidad de nuestros caracteres y la íntima consonancia de nuestros deseos. En esos instantes, alguno de los dos, sorprendido por un sentimiento de culpabilidad intensamente arraigado en nuestras bien educadas conciencias, desviaba la conversación, reconduciéndola de nuevo hacia los serios asuntos que nos ocupaban, impelidos por el pudor que impone nuestro rígido sentido de la responsabilidad. Hoy, un par de firmas ha puesto término a esta relación. Esa idea me desespera. Sé perfectamente porqué.

—Ha costado, ¿eh?

Es su reacción contra mi silencio, contra este vacío de palabras saturado de presentimientos, apenas velado por el viento húmedo y frío que barre la calle, al otro lado de las ventanas, y la lenta música de fondo de la cafetería. Afirmo lentamente, atento de nuevo a la seria expresión de mi rostro reflejado en el espejo. Es la cara de un hombre razonable al que no alteran sentimientos que no comprende. Nada parece agitarse bajo esa máscara inerte, tras ese rostro distante cuyos ojos me observan con una frialdad en la que no me reconozco. Es lo que han hecho de mí la sociedad a la que pertenezco, la familia en que nací, la educación que he recibido, los valores en los que estoy obligado a creer. Todo un mundo ha forjado este semblante, ha fraguado en mi carne una expresión correcta y distante, la mueca aburrida de un mundo que exige que las emociones humanas sean domesticadas, mutiladas, reprimidas, reducidas a la clase de pasiones sobrias y tristes que le están permitidas al animal civilizado, adiestrado en las viles artes del pensamiento enajenado y de la obediencia compulsiva. Esto es lo que me parece hoy la imagen que me devuelve el espejo, el reflejo de un animal desgraciado que siente bullir en sus entrañas un deseo que le espanta, un deseo más profundo y fuerte que todas las demás cosas que forman su vida y que exhibe con orgullo en su cara. Es posible que no vuelva a verla, o acaso dentro de mucho tiempo, cuando ya sea tarde, cuando este deseo se haya disipado, o cuando me haya resignado por completo a rumiar en silencio mis frustrados anhelos, sacrificados al dios implacable del deber y la decencia.

Hace tiempo que me siento más inquieto de lo habitual, sobre todo ante el rubio rostro de Paula. Me horroriza la idea de proseguir con esta vida gris, debatiéndome sin esperanza en esta incurable atonía, sentir cómo me voy deslizando insensible a través de los días, los meses y los años, cómo me hago viejo habiendo sido niño alguna vez, pero nunca joven. Ante el corazón de sus labios, ante la radiante alegría de su mirada, ante la prometedora exuberancia de su rostro de rubia, me doy cuenta de que nunca he sido joven, de que nunca he conocido esa íntima exaltación de la juventud entregada a la vida, indiferente a las consecuencias, carente de responsabilidades, ajena al implacable transcurrir del tiempo. Porque ya en aquella época en que pude ser joven, se fue gestando la severa mirada de mi reflejo en el espejo, esa mirada cargada de reproche que me amenazaba con las funestas consecuencias que para mi porvenir tendría dejarme arrastrar por la fuerza seductora de la edad. Ante Paula, ante esa Paula del corazón en los labios y la alegría en los ojos, ante la rubia Paula, mi juventud morosa reclama sus derechos traicionados.

Decido al fin romper este gélido silencio, revelar el motivo por el que estamos aquí, por el que la invité a tomar este café de despedida. Desvío los ojos del hombre que me mira desde el espejo, dirijo a Paula una mirada que, por un instante, hace que se estremezca.

—Necesito decirte algo, algo personal…

Guardo silencio un instante, la boca de Paula se ha congelado en una tensa sonrisa falsa, apenas logro reconocer en sus labios la forma de corazón. Su afilada y pecosa naricilla tiembla nerviosa, sus ojos verdes me observan atentos, una sombra de inquietud aflora en ellos. Sin duda sabe lo que quiero decirle, estoy seguro de que también ella ha experimentado el mismo deseo frustrado, el mismo anhelo impotente, quizás también ella haya sufrido la opresiva vigilancia de un rostro correcto y distante en el que reconoce sus rasgos, pero no su vida.

—Me gustas, me gustas mucho… tenía que decírtelo… no puedo dejarte marchar así, como si no me hubieras hecho sentir algo…

A medida que hablo, la inquietud de su mirada cede ante un pavor en el que se diluye su sonrisa. Sus labios se contraen, haciendo reaparecer su tenue forma de corazón. Ya no sonríe, ya no reconozco en ella un gesto maquinal, una expresión de amable pero distante condescendencia. Por un instante veo a Paula, a la verdadera Paula oculta tras la máscara que ha forjado su educación, aunque sea la Paula temerosa de sí misma, la que se asusta ante sus emociones más intensas e íntimas, la Paula que nunca fue joven y que teme la previsible reacción del rostro reflejado en un espejo.

Contemplo con asombro que mi reflejo apenas ha variado, como si no fuera el mío, como si esa cara en la que reconozco mis rasgos fuera incapaz de manifestar mis propias emociones. Ese par de ojos me contemplan atentamente, pequeños, estirados, fríos, inertes, con aire de reproche. Solo la tensa dilatación de mis fosas nasales y los pliegues de mi piel sobre la nariz han logrado introducir un ligero cambio, imponiendo un sutil matiz de animación. Me vuelvo hacia Paula, declarándome con la torpe pero apasionada elocuencia de un tímido adolescente, balbuceando palabras que mis rígidos labios no saben articular.

—Sé que esto te incomoda, tampoco es fácil para mí… nos han educado demasiado bien, tanto que no hemos podido ser jóvenes, aunque todavía no hayamos cumplido los cuarenta. No nos han enseñado a hablar este lenguaje ni a expresar estas emociones, pero lo cierto es que no soporto la idea de no volver a verte, de que te vayas y desaparezcas de mi vida para siempre…

De nuevo mis ojos se desvían hacia el espejo, un ligero rubor tiñe ahora mis mejillas, revelando el penoso esfuerzo que me cuesta hablar así. En mi frente, humedecida por algunas gotas de sudor, destella la plúmbea luz de la calle. Incluso algún insolente mechón de pelo se ha liberado de la rigidez que ordena mi esmerado peinado y ahora se alza libre, disonante, como si el pulcro estandarte de mi correcta existencia social hubiera comenzado a deshilacharse. Por un instante tengo la impresión de que la máscara comienza a disolverse y de que pronto veré el rostro de un hombre capaz de sentir, el semblante alterado por la vida que palpita en las entrañas, por la pasión, el deseo y el ansia de vida. Y, sin embargo, nada consigue modificar la fría mirada de esos ojos que me contemplan fijamente, esa mirada severa que reprocha mi estúpida osadía y que conserva tenaz su aire de orgullosa y distante suficiencia.

Paula parece incapaz de reaccionar, ni siquiera se atreve a mirarme a la cara, permanece absorta en el portafolios, medio oculto el rostro bajo su rubia melena. Sus frágiles dedos golpean frenéticos la pulida superficie de mármol, está nerviosa, carece de un protocolo que le indique cómo debe comportarse ante una situación así, ante una violenta declaración no templada por esa clase de convenciones sociales a que acostumbramos traducir nuestras débiles pasiones, sin perder nada de su digna compostura de abogada. Quizás duda, quizás mis torpes palabras, mi brusca precipitación, ayuden a rebelarse a esa Paula que, a través de pequeños gestos inconscientes, me ha demostrado a menudo que también ella desearía ser joven.

—Tú también lo has sentido, no me digas que no… sabes de sobra que ha habido veces, como la otra tarde en que…

—¡Basta, por favor! —me interrumpe alzando la cabeza y agitando la mano derecha sobre su taza de café. La miro, su rostro está serio  y  un  poco  ruborizado.  Sus verdes ojos irradian ahora indignación y vergüenza—. Me sorprende su actitud, hasta hoy se ha comportado usted con profesionalidad y corrección, me sorprende muy negativamente esta… salida de tono tan inesperada. Un hombre debe saber  contener  sus  sentimientos, mucho  más  cuando  está  en juego  su  trabajo.  Le  recuerdo  que  nuestros  clientes  esperan  de  nosotros  una  actitud  profesional —sacude la cabeza en un gesto de negación, agitando  su  densa  melena  rubia,  mientras  guarda  silencio  un instante—. Creo que lo más conveniente es que me vaya ahora mismo.

Comienza a levantarse, observo con horror que la Paula del espejo es más fuerte que la Paula sin rostro, la Paula de los gestos, miradas y palabras inconscientes.

—Espera, por favor —ante mi ruego vuelve a sentarse, contrariada, los labios apretados, apenas insinuada ahora su forma de corazón, las manos juntas, superpuestas en el borde de la mesa. Creo que espera de mí una disculpa que restablezca el orden que me he atrevido a romper con semejante insolencia, o quizás no quiera romper del todo conmigo, quizás aguarde un momento más oportuno, de ser así…—. Contéstame si, al menos, en otras circunstancias…

—Déjalo ya, las circunstancias son las que son.

Ofendida, recoge el portafolios y se levanta. Echa a caminar por entre las mesas solitarias de la cafetería, la veo alejarse precipitadamente, con sus tacones golpeando con frenesí el suelo de baldosas relucientes, quebrando el suave murmullo del viento amortiguado por los cristales. Cruza con la cabeza gacha, avergonzada, ante el ocioso camarero que disimula su curiosidad ojeando un periódico extendido sobre la barra, y que sin duda nos ha estado espiando. Se detiene junto a la percha situada a la entrada, se enfunda, nerviosa, su grueso abrigo blanco. Advierto que sus manos tiemblan. Abre la puerta sin volverse, sin mirarme, sale y dejo de verla, quizás para siempre.

Sin embargo, no tengo la impresión de haberme quedado solo. A mi lado siento una presencia extraña que me incomoda, que me es hostil. Alguien que me impide pensar en mí mismo, en lo que me ha forzado a actuar así, de un modo tan desacostumbrado en mí. Es él, ese rostro que me observa desde el espejo, terco e inflexible. Su dura mirada contiene un reproche, me recrimina lo que acabo de hacer, como lo hubieran hecho mis padres, cualquiera de los profesores que tuve en el internado en el que estudié o los jefes del buffet para el que trabajo. Sin embargo, no es un rostro extraño el que así me observa, es el mío, son mis rasgos los que han adquirido el aspecto que debe mostrar cualquier respetable miembro de la sociedad a la que pertenezco, son mis ojos los que han sido adiestrados para que vigilen al peligroso desconocido que habita bajo la máscara, para que escruten las turbias intenciones de este ser hecho de carne y deseo, de esta fiera turbulenta que comienza a dudar de las buenas intenciones de su domador, de este hombre incapaz de creer ya en nada, salvo en la vida que se le escapa bajo la severa mirada de su reflejo en un espejo.

Juan José Sánchez González. Autor extremeño, natural de Villafranca de los Barros (Badajoz). Es presidente de la Asociación de Amigos del Museo Histórico de Villafranca de los Barros, desde la que se publica la revista digital El Hinojal (ISSN 2341-3093). Recibió un accésit por su relato El trastero en el III Concurso Literario Juan Martínez Ruiz.
Ha publicado el libro Órgano de la Coronada; Villafranca de los Barros, 2010; Mérida; ERE (en colaboración con Manuel Luengo Flores, Guadalupe Mendoza Traba y Luís Manuel Sánchez González) y fue Coordinador de: Historia urbanística y social de Villafranca de los Barros (Siglos XIV a XXI); Villafranca de los Barros, 2012.
Asimismo ha publicado varios artículos en revistas científicas: La caja del órgano de la Ermita-Santuario de la Coronada de Villafranca de los Barros: una muestra de Arte Pombalino al este de la Raya; REE, 2011, tomo LXVII, número I, pp. 69-86 (En colaboración con Luis Manuel Sánchez González). Los castillos y la imagen del poder: la capitalidad del señorío de Feria; REE, 2011, tomo LXVII, número III, pp. 1347-1378. El castillo de los Santos de Maimona: apuntes sobre su historia y vestigios; REE, 2012, tomo LXVIII, número II, pp. 867-900. La defensa del territorio y la imagen del poder: Los castillos de Nogales y Feria; REE, 2012, tomo LXVIII, número III, pp. 1437-1468. El castillo de Los Santos de Maimona en la estrategia política del Maestre Juan Pacheco. En SOTO VÁZQUEZ, José (Coord.): Los Santos de Maimona en la historia; IV Asociación Histórico Cultural Maimona, 2013, pp. 15-41; Espacio urbano y poder: evolución del entorno de la parroquia del Valle de Villafranca de los Barros en la Edad Moderna. Extremadura. Revista de Historia. 2014, Tomo I, Número 1, pp. 200-226; De plaza barroca a paseo burgués: La plaza principal de Villafranca de los Barros (ss. XVIII-XIX). Revista de Estudios Extremeños. 2014, Tomo LXX, Número 1, pp. 489-516.

👓 Leer más relatos de este autor (en Almiar):
El baile de las sombras ▫ El trastero

Contactar con el autor: ret50jon [at] hotmail [dot] com

 Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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