relato por
Juan Pablo Ramírez
U
n perro envenenado se ha estrellado con el vidrio de la puerta de mi casa. Son las 5:55 de la mañana del viernes y yo aún estoy dormido. Sí, aún dormido, no tengo deberes ni quehaceres, y aunque quisiera un empleo, tampoco lo tengo. Soy un pelado veinteañero: poco menos poco más, no lo sé. Se los cuento porque hace unos días tenía veinte años, antier mi madre me dijo que tenía veintiuno, o veintidós o veintitrés que no sabía con exactitud. Que no recordaba bien si el día de mi nacimiento fue un día como hoy o como aquél. Le pregunté, joder, ¿es en serio?; se posó al frente de mi cama como ausente y después de un instante me dijo que no, que eso era mañana. Terminó con un Juan Parece, se le va enfriar el chocolate, su papa trajo un pan caliente.
Soy un tipo solitario y misántropo, y que antes de dormir insulta la vida, escribe un par de poemas suicidas, y otro par de cartas para personas cercanas. Porque uno nunca sabe cuándo la cabeza se revienta; cuándo te dejan la plata para alimentos encima de la cocina y te compras un frasco de barbitúricos. Diría el lector muy triste: le dejaron la plata para que hiciera el almuerzo y en vez de comprar el revuelto, al guevonsito le dio por comprar drogas; pepas para suicidarse, muy triste, muy triste. ¿De qué fue que se murió el pelado del 101? —Disque tenía problemas con la ley. Nunca salía de esa casa, mandaba a la mama por pan y atún. Disque porque la ley lo andaba buscando—. Otros dirían ¿Qué fue lo que le pasó al jovencito éste? Dicen sus amigos cercanos, que tenía una pena de amor. Murió por amor y yo les creo. Se le veía la tristeza por encimita cuando salía a solear ese pájaro viejo que tenia de mascota. El pájaro murió minutos después. Dicen que el animalito murió de pena moral. ¡Ja! ¿Un pájaro morirse de pena moral? ¡Ja! Yo más bien creo que le dio veneno también a ese bicho, ¿será? No, no creo oiga, ¿será? Me dejó con la duda. Más abajito, al lado del carro de levantamiento otro par ¿de qué fue que murió? Gime una voz chillona: al parecer hacia parte de un culto satánico, andaba siempre de negro y tenía amigos raros. Era marihuanero y bebía vino barato, en vasos plásticos o con pitillo, pobrecita la mama.
Los del lado y los de arriba hicieron una gran fiesta esa noche: ¡suban el volumen!, se murió el que no dejaba dormir con esa música de enfermos. Así somos los marcianos y sobre todo los vecinos o ¿no? Alguien más sensato diría: las tenía bien puestas. El pelado llevaba la muerte en cada poro del cuerpo, y hoy era el día del baile. Pues bien hecho. ¿Dónde fue que compró las pastas éstas? ¿Cómo es que se llaman?
Yo tenía el alma de un animal nocturno. Dormía de día y me movía de noche. La noche era blanca y el cielo orinaba por pedazos como un anciano enfermo de próstata. Lluvias torrenciales de un cuarto de hora y chubascos de otro cuarto de hora también. Así que me quedé hasta muy pasada la madrugada, con un Billie Holliday suavecito en la habitación, con la camiseta del verde de la montaña, como telón entre el bombillo y la página y me deje llevar a media luz y a media voz, pensando en lo que acabo de contarles hasta que me quedé dormido y crucé la ventana que separa la realidad del sueño.
El plano era algo borroso, no acostumbraba a soñar, pero esa noche soñé con pájaros de muchos colores. Eran ofertados en una tienda, eran los pájaros más maravillosos que había visto. Estaba con mi padre y estábamos buscando una pareja al viejo pájaro solitario y virgen que teníamos en casa, así que pensamos en una compañera que aplacara su soledad, y allí estábamos cautivados por la beldad de estos animales, pájaros de todos los colores, morados, azules, verdes fosforescentes, así que optamos por no llevar uno, sino unos cuatro. Salimos con cuatro bellos pájaros, montados en los hombros, como unos reconocidos piratas. Padre llevaba dos: uno morado y otro azul con las plumas fluorescentes, y yo otros dos, de similares especificaciones solo que uno de ellos parecía ser ciego.
Íbamos felices pensando en la cara que pondría mi hermana y mi mama apenas vieran las cautivantes criaturas. Pero a mitad del camino los pájaros fueron cayendo al suelo, reventando contra el húmedo concreto, cadáveres mojados, ahora feos como los restos de una bruja o de un hada debajo de ingente arcoíris. Más allá de la inmensa calle, los animalitos se retorcían en el suelo y emanaban un acongojante sufrimiento, los pájaros morían lentamente y así lo hicieron.
Instantáneamente y sin saber de qué manera estábamos en la misma tienda de animales, mirando los mismos pájaros enjaulados, y todas estas alimañas exóticas. De repente se me acerca un gatito, era el desgraciado gato más admirable que había visto en mis veintitantos años de cagar y mear a la tierra, de escupirle a sus creaciones. Un gato azul, el gato azul más admirable que quizá existiese; me lancé sobre él y empecé a soplarle el hocico. Levanté mi vista, hice un breve barrido del lugar de un lado a otro cuando ¡sorpresa! veo en las jaulas gatos conviviendo con pájaros. Joooooder, era algo impensado. Gatos y pájaros simpatizando juntos, jugueteando, brincando en sus regazos, gatos lamiendo de sus plumas, todos tenían colores todos allí comían maíz y sin duda eran felices. Le dije a mi padre que llevaríamos un gato de esos. Mira estos benditos, este asesino de volátiles, ama a las aves, si estos gatitos pueden estar con estos periquitos, ¿por qué no con el solitario que vive en nuestro patio? ¿Eh? ¿Eh? Lo decidimos, ya no llevaríamos más pájaros que morían con la niebla de la calle. Llevaríamos un gatini, Bandini se llamaría el afortunado. Al salir con el roedor a la calle caía más agua que el diluvio universal, era como si el azul del cielo se hubiese derramado, el gatito Bandini empezó a desteñirse, tanto que se volvió gris, y ahora parecía una rata, una gigante ratota, rata de caño, rata de las que muerden, rata de las que en el pasado provocaron la peste y acabaron con un montón de personas. La contemplamos asombrados, sobre todo asqueados, así que huimos de aquella abominación con desilusión. Pero seguía andando detrás de nosotros. Me devolví y le pateé el rostro. Maulló mientras empezaba a convertirse en una roedora pariente del puto godzilla, dimos un grito de asombro. De un momento a otro estábamos corriendo, escapando de una enorme ratazilla que nos perseguía. Padre quedó atrapado entre sus garras. Fue el fin de su camino. Qué lamentable padre, pero yo tenía que seguir corriendo, y así lo hice. Corrí como correría el puto Forrest Gump, como nadie había corrido nunca. Cansado, jamás me pesaron tanto las tripas y la sangre, sentía cada centímetro cúbico que llevaba en el cuerpo de estirpe, cada lenteja que me comí en el almuerzo. No podía con tanto malestar me decidí a sacar un poco de peso de mi cuerpo por los ojos. Empecé a llorar como un bebe. Al horizonte vi una ventana inmensa y más acá sobre un costado las barbas de Jesucristo al final del pasaje.
Recordé las propagandas de gillete y al tipo barbado de trivago.com ¿sería esta mi salvación?, no creo, no le tenía mucha fe que digamos a Yesus, tenía desconfianza en este mono buen mozo, jeta de Jared Leto después de un chute. Hablaban muy bien de él y cuando hablan tantas maravillas de una persona, es porque quizá no es tan buena. Así que entregué mi salvación a la ventana. Estaba demasiado cerca, me brillaron los ojos, tanto como le brillan los ojos a un negro de sierra leona cuando encuentra un diamante, como el de la película donde salía el Dicaprio: la versión lampiña de jesus, me reí puesto que siempre confundía al moreno de esta cinta con el negrito que sale en rápidos y furiosos 3.
Visualicé el ventanal inmenso, y brinqué. ¡Aleluya!, a la rata de mi desesperación ya me le había desprendido de sus zarpas, adiós ratazilla, adiós jebus, adiós pájaros, gatos, padre, adiós, adiós a todos.
Caí de bruces, el cuerpo se me puso frío, estaba a salvo de la rata, pero ahora me sentía enfermo. Estaba desangrándome. Tenía vidrios en todo el cuerpo. Ahí estaba yo mirándole la cara a la muerte, con mis ojos divididos en tres partes, aquí estaba jadeando de dolor. Entregaba mi vida a cada gemido que expiraba mi cuerpo, en cada aliento que tomaba para ello concedía un cuarto de mi alma. Por lo menos no le quedaría nada a la cruz roja. Ni una gota de sangre, los jodí, no tengo ni un órgano bueno para ustedes, les dije que de mí no esperaran ni una pestaña, pringaos cabrones.
Desperté. Me toqué los ojos y me miré los brazos, no habían cortes. Me mordí la lengua y saboreé la sangre. Un perro aullaba con desesperanza, yo estaba empapado de sudor, mirando fijamente al techo. La luz entraba por los resquicios de las ventanas y de las puertas. Mire el reloj: las 6:00 am, un perro seguía mugiendo.
No se sentía presencia humana, ni auxilio que mitigara la impaciencia del animal. Me impacienté, ¡joder!, qué desespero, me levanté para ver qué sucedía. Abro la puerta y veo al innoble pequeño muriendo en la portezuela de mi casa. El vidrio de la anterior yacía roto, astillas de cristal cruzaban al animal de lado a lado y el solo sollozaba, no esperaba ayuda. Es más, parecía que su muerte la hubiese planeado, pero aun así: una parte de él no quería morir. Cuando estás tan cerca de Caronte tu cuerpo huye como la carne huye del fuego. Mi corazón latía con excelsa violencia, con agitada desesperación. Los ojos se me inundaron como una canal bajo la lluvia, no sabía qué hacer, estaba petrificado; el perro lloraba, me miraba fijamente, yo temblaba mientras su sangre derramada y caliente tocaba mis palmas. No supe el momento cabal en que dejó de existir. Mi mente colapsó. Se apagó, anduve en un coma de algunos minutos.
En su levantamiento los vecinos decían que la causa que provocó que el perro chocara con el vidrio era que en tiempos pasados su amo vivía allí y se sentía abandonado, así que cruzó el vidrio para ir a su encuentro. El anciano había muerto en años pasados. Otros decían que el perro fue envenenado y fue tanta su desesperación que provocó su suicidio.
Para mí que este animal sentía la misma tristeza que sentía mi alma la noche anterior, a diferencia de mí, él ya lo tenía decidido en el crepúsculo. Que al brillar la esfera roja que salta de los cerros acabaría con su vida y así lo hizo.
Juan Pablo Ramírez. Estudiante de Literatura de la Universidad La Gran Colombia. Nace en Bogotá-Colombia. En la época donde el país dejó de desangrarse simplemente porque no tenía nada más que derramar. Hijo de campesinos y de abolengos oprimidos, hoy aún ve los intestinos de su pueblo regados por el suelo cuando sale a caminar. La vida, las calles lastimeras, las frutas sin cabezas que acompañan los periódicos regados por la séptima, la poesía de Vallejo y de Rimbaud, le reventaron las ventanas de la cabeza. Creció en los ignotos bolsillos de la vida. Escondiéndose de los ojos de las ruinas. Escribe para nadie. Está al servicio de la miseria de la raza de los hombres. La sombra de las ramas son su templo y melancolía. Utiliza en ocasiones el seudónimo «Demus Moreli».
📩 pabloramirezoficial[at]hotmail [dot] com
Twitter: @demusmoreli
🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Alexis / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar – n.º 84 / enero-febrero de 2016 – MARGEN CERO™
Comentarios recientes