relato por
Rafael Guerrero Ríos

 

M

i nombre es Mohamed. Ya llevo muchos años sentado en la silla de este cafetín. A veces me pregunto cómo sería mi vida si, al levantarme, no me fumara un canuto de esta piedra de hachís que tengo. La verdad es que no lo sé. El tiempo corre implacable, no sé si a mi favor, o, por el contrario, los días pasan iguales y yo vivo entre esta niebla que me va invadiendo a cada bocanada de humo que entra en mis pulmones.

Me gusta fumar grifa, no lo puedo evitar, aunque soy consciente de lo que dicen los jóvenes de los viejos como yo; eso de que estamos todos locos por el kifi. En realidad tienen razón. Pero ellos no pueden comprender mi vida, en la misma medida en la que yo no comprendo la suya. Estoy pensando que existen barreras insalvables entre esa generación y la mía. Aquí, sentado en esta silla metálica como única compañera, dejando pasar las horas muertas mientras fumo y me entretengo mirando el bullicio de la calle, veo pasar a los jóvenes, y yo les miro con la indiferencia que se va acumulando con las experiencias, pero cuando les veo me gustaría estar ahí con ellos, y acto seguido vuelvo a fumar, y empiezo a sentir cómo el hachís se desplaza por mis venas y cómo el corazón late fuerte en mis oídos. Y entonces vuelvo a mirar a la calle, pero los muchachos ya no están, porque están vivos, y la vida es movimiento. Después me inunda la melancolía y el corazón empieza a latirme mucho más fuerte, pero a veces yo no lo quiero escuchar, y esto me hace daño. Mi mundo es un simple baile de las palabras, de los pensamientos descritos con monólogos infinitos asociados a deducciones lógicas. El corazón y el cerebro son unas herramientas poderosas que nos permiten viajar a través de múltiples universos. Sólo tienes que cerrar los ojos para poder desplazarte por todos los mundos posibles que desees. Reconozco desde este lugar en el que siempre me hallo, y en el que deposito mi cuerpo un día tras otro, que puedo viajar con mi corazón y mi cabeza, y visitar lugares insospechados que no se podrían describir con las palabras, aunque se esfuman en el infinito en el mismo momento en que los dejas correr  a través del alma. Yo soy así, y en mi caso no hay soluciones, ni hipótesis, ni problemas. No pretendo realizar nada útil. Yo no sé nada de nada. El único aprendizaje que tuve fue en los años que trabajé cultivando en el campo con mi padre. No hay nada que se pueda utilizar de lo que pienso, porque no dejo reflejo alguno de ello. Todo pensamiento que discurre por mi cuerpo, toda la sangre sabia que fluye y riega mi carne, está atrapada entre la traquea y la boca, y aunque a veces me gustaría gritar que yo sé la verdad de las cosas, estoy seguro de que nadie lo escucharía. Ellos no querrían entender las palabras de un viejo fumador de hachís. Por eso vago a mí libre albedrío, yo solo y en silencio, pensando todo lo que se me ocurre, y sin orden ni concierto. Por qué no habría de hacer yo tal cosa; por qué debería de pensar que entre este vasto cosmos que percibo, ese caótico y voraz espacio de luces y sombras que observo al cerrar los ojos, existen visos de alguna estructura u orden. No es así para mí, y admiro y respeto que otros sigan su camino, pero dejad ir por donde plazca a este viejo fumador de hachís, a este ser humano desterrado en la silla metálica del cafetín, y no le critiquéis porque quiera viajar por otros lados todavía no explorados. Mi vida tiene conclusiones efímeras. Mi metodología de razonamiento vuela entre el humo de los porros, y se deja llevar allí donde le plazca, sin caminos prefijados. Me considero un luchador del infinito, siempre peleando contra la inmensa marea del caos, y extrayendo deducciones rebeldes que podrían considerarse humanas, y que vuelan tan perdidas como me siento yo. El mundo se divide en momentos buenos y malos, y esto no es ninguna novedad, porque todos lo pensamos, pero el instinto me dice que esto debe de ser así. En esta vida hay que sufrir para poder reconocer cuando se goza. Si nunca sientes la enfermedad, cómo podrás deleitarte con el placer de encontrarte sano. Si no te invade la tristeza es imposible que puedas reconocer cuando te embarga la alegría. La índole de las cosas esta llena de contrastes. Por eso están ahí los asuntos de la madre naturaleza; para recordarnos que más allá de nuestro espejismo de felicidad existe una verdad inmutable, la consecución inexorable del calor y el frío, de la germinación de los vegetales en primavera; la escarcha que invade los secarrales entre las altas montañas que nos rodean en el invierno; el dolor que sentimos cuando nuestro cuerpo enferma. Podríamos dejar de enumerar los años, o contarlos al revés, o llamar agosto a diciembre, y febrero a mayo, pero la naturaleza seguiría ahí de la misma manera, realizando siempre sus mismas labores sin nombre. La estructura que mantiene nuestra lógica humana tiene unos cimientos inestables, porque nuestro cerebro flota en el vacío como lo hace nuestro planeta, y todo el edificio de nuestras ideas se asienta sobre premisas que se podrían desmoronar. Todo tiempo pasado fue mejor, aunque lo mejor está por llegar, pero yo siento, el corazón me lo susurra, que la corteza dura de mi tronco se ha ido desgajando con el paso del tiempo. Soy como un árbol viejo que echa sus raíces en la tierra para alimentarse de ella, y me riego con el polen sagrado de la marihuana que los rifeños extraen entre las piedras y los nogales.

Enfrente tengo el dolor, el amor, y la muerte. Me miran desde siempre porque soy un compañero fiel; nunca me han abandonado, y he terminado por cogerles cariño. Son las cosas de la vida, que hasta en las mayores extravagancias uno encuentra el sentido y el ritmo. Es la percusión continua del corazón, y despertar por las mañanas con los primeros rayos de luz, cuando cae el rocío o la escarcha, y sentir que estás vivo y unido a esta tierra que te ve renacer, observar cómo los huesos entumecidos de tu cuerpo se calientan. Y va pasando la mañana y empiezan a aparecer las primeras personas, y después los coches, y entremezclándose se oyen los gritos de los mercaderes ofreciendo sus mercancías, todo se llena de vida, la naturaleza de los hombres nos hace sociables, buscamos el encuentro,  no podemos existir sin el contacto con nuestros semejantes. A mí también me gusta la gente, y conversar lentamente con mis paisanos; tomarnos el té, y fumar pausadamente, al fluir del aromático humo que embriaga nuestros sentidos. Pasan las mujeres que van hacia el mercado. Algunas de ellas llevan tapada la cara como manda la tradición, y estas mujeres son las que más me gustan. No es que sea un puritano. Yo soy un hombre de las montañas, y sé muy bien lo que es respetar a las mujeres de los otros. Pero ellas tienen el secreto de sus ojos y nada más. Tras su velo incitan un juego de misterios que me agrada. La cara bella y descubierta de una joven mujer no es más atractiva que el oculto rostro de unos ojos negros, que cautivan y me llenan de imaginación. Porque yo me alimento de pensamientos para todo. Mi cuerpo se marchita, ahora que ya se está volviendo viejo, lastrado en este cafetín. Pero no siempre fue así. Yo también bailé con el amor y el dolor, y ahora ya tan  solo me toca esperar a la muerte. Doy gracias a dios porque los ojos todavía me funcionen, y con ellos pueda observar todos los asuntos tan dispares que inundan el espacio de color y alegría. Doy gracias a dios porque la cabeza todavía me funcione, y con ella puede recordar a Latifa. Bajo el trigo seco en el verano, donde la espuma de espigas inunda los valles, Latifa, estás ahí, mirándome con tus ojos negros bajo el velo, tumbada de costado a lo largo de la maleza mientras yo trasiego con la hoz entre las matas y te miro. Cómo me gusta el canto de la chicharra en el verano. El misterio de tu mirada tiene un fondo incomprensible, y quisiera reconocerme entre tus labios de nuevo, saber que seguimos vivos aunque la juventud ya se escapó. Las horas pasan lentas, porque el tiempo es un engaño que no existe, y siempre llega el mediodía con el sol en alto. Los relojes marcan las dos aunque yo me ría de ellos. Estoy aquí, observando cómo las amas de casa vuelven del mercado con las bolsas llenas de viandas. Los ojos negros del velo donde siempre estará Latifa. En qué remoto lugar del universo que observo al cerrar los ojos se guardaron nuestros deseos. Llevo tiempo buscándolos, ese tiempo que sí existe y que no se encuentra marcado por las medidas. Nunca hubo segundos en nuestros abrazos. Allá donde sólo existe el deseo, el tiempo de los humamos se esfuma en el aire como el humo de este canuto que tengo entre mis manos. Y fumo y me embriago con su pensamiento.

La calle se queda desierta. Es la hora de la comida. Hace mucho calor porque es verano y todo el mundo se refugia en sus casas, al abrigo del sol.

Después de comer cierro los ojos y oigo cómo el silencio se extiende por todo el barrio. El olor de la brisa del mar acaricia mi rostro mientras el sueño me acuna entre sus brazos como si fuera un niño. Cántame una canción de marineros. Quiero oír como las olas acarician el casco de la barca mientras los pescadores recitan sus oraciones. Allá enfrente se encuentra España como una costa lejana. Abro los ojos y veo cómo el mar extiende una lengua de agua salada entre África y Europa. Las cuestas de Tánger escalan las laderas, y en una de ellas un niño mira hacia ningún lado. Dónde estará Latifa ahora. Los muros caen a veces entre un hombre y una mujer, y se produce el milagro. Aparece un mundo de poros y humedades, de saliva, de sabor  a sudor  en la boca, de deseo y quebrantamiento de lo que no puede ser, y es por naturaleza. El amor juega y nosotros pagamos con nuestros cuerpos jadeantes. Dios bendiga el dolor porque nos hace amarnos como si fuera la última vez. Nada ni nadie puede detener nuestro futuro. Allí en la aldea. Cuando éramos jóvenes.

Lo que no puede ser escrito no se debe escribir. Es el mundo de los secretos, y por eso, en esta tierra donde la sangre de mis antepasados fluye, yo no quiero decir que quise huir contigo, y llevarte adonde nunca llegaremos.

La tarde va ocultando el sol y todo el mundo baja a la calle, entre el fresco de la noche que ya empieza a asomar en las callejas del zoco chico. Los restaurantes se llenan de gente que bebe y come entre conversaciones. Los vecinos me saludan, y alguno se acerca para conversar conmigo. Son los rostros de toda la vida, que desde hace ya muchos años veo pasar todos los días a sus quehaceres. Todos conocen a este viejo medio loco, que siempre habla de filosofías. Nadie se extraña de verme aquí, sentado en la silla, y ya formo parte del mobiliario. Yo no necesito a nadie. Tengo mi silla y enfrente la puerta al cuarto donde duermo. El plato de comida no me va a faltar nunca. No hay nada que me preocupe y que tenga que ver con la gente. No me importan sus opiniones, ni lo que digan de mí. No tengo nada que perder, porque ya lo perdí todo. Sólo quiero fumar hachís, y cerrar los ojos para perderme en el espacio, y volar por paisajes para ver si encuentro algo. Quiero rebuscar entre los retales de mis recuerdos, y acariciar fotos imaginarias de antiguos seres queridos. En esta tierra donde anclo mis raíces, entre estos secos arenales de polvo africano donde nací, yo quiero gritar que Latifa estuvo aquí, y que yo toqué con mis labios la seda de sus pestañas para despedirme cuando ella emigró a España. Dónde estarás Latifa. El humo de mi condena revolotea entre historias pasadas, pero ya ha llegado la noche, y la gente se está acostando. Adiós Latifa. Sé que estás ahí. He de acostarme a visitar el universo donde siempre estarás tú. Todos los mundos posibles que inventaré estarán siempre ligados a los preciosos ojos negros que imaginé bajo la tela de tu velo azulado de rifeña.

 

@ Contactar con el autor: rafaelguerrerorios [at] msn [dot] com

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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