relato por
Javier Sánchez Gutiérrez

N

o sé por qué mi hijo me ha traído aquí. Esto es deprimente. Uno vocea sin venir a cuento. Otro se quiere escapar. Otro cabecea mirando al infinito. Muchos ya no controlan ni los esfínteres. Y yo controlo perfectamente mis neuronas y mis esfínteres. Por eso no entiendo qué pinto yo en este lugar, si puedo hacerlo todo por mí mismo y no necesito a nadie para nada. Insisto: no necesito a nadie. Nunca lo he necesitado. Nunca he tenido que pedir ayuda a nadie. Siempre me he valido por mí mismo. He sido y soy absolutamente autosuficiente. Se lo intento explicar todos los días a las personas que vienen a traerme el Trankimazin, o a ponerme la lavativa, pero no me hacen caso. Me sonríen, me besan en la mejilla, me acarician el pelo y la barba con condescendencia, como si fuera un viejo chocho, y se van a atender a otros usuarios. A veces me enfado y les tiro las pastillas a la cabeza, pero entran los celadores, me sujetan, me inyectan algo y al instante no me quedan fuerzas ni para echarles una maldición. En fin, ¡con lo que yo he sido! Que mi voz era como el trueno y mi mirada como el relámpago, jeje… Y ahora verme así, postrado, encarcelado en este sitio, olvidado por todos. Nadie se acuerda de mí. Nadie me visita. Y a mi hijo lo llamo todos los días con el móvil este de teclas grandes que me regaló, pero nunca me lo coge.

Jamás pensé que sería tan vengativo.

 

Aquí tenemos un parquecillo, y de vez en cuando nos sacan y nos ponen al sol. No está mal el lugar, hasta hay un pequeño estanque con peces de colores. Pero no puede compararse en extensión y variedad con el jardín que yo tenía en casa, un auténtico paraíso. Allí había de todo, flores de todas clases, árboles exóticos y agua en abundancia. También había frutales, tan sanos y tan apetitosos que en cuanto me descuidaba entraban intrusos a robarme la fruta y me veía obligado a echarlos a patadas. Por eso, y por otras cosas, me gané la fama de gruñón y algo violento, aunque, sinceramente, creo que al personal le gusta exagerar, y que no es para tanto. Sólo que me altera mucho que me lleven la contraria.

De todas formas, la salida al parque es uno de los mejores momentos del día. Por lo menos nos da un poco el aire. A veces, cuando se despistan los cuidadores, salgo arreando con la silla de ruedas y me pierdo entre los setos hasta llegar a un pequeño promontorio que hay cerca de la salida. Desde allí me gusta contemplar el horizonte, la delgada línea donde se unen el cielo y la tierra, y sentir como que el mundo vuelve a surgir y que todo empieza de nuevo.

 

Como decía, mi hijo nunca me coge el teléfono. Tendrá más de mil llamadas perdidas mías. No sé exactamente por qué me tiene esta inquina. A fin de cuentas, soy su padre. Un padre un poco raro, ya lo sé. Quizá no he sido demasiado cariñoso. Quizá no le dediqué todo el tiempo que debía. A lo mejor podría haber jugado un poco más con él, pero es que antiguamente los padres no éramos especialmente afectuosos ni perdíamos el tiempo moneando con los chiquillos. Habría estado mal visto. La gente habría dudado de nuestra masculinidad, o de nuestra autoridad. Uno tiene una imagen y tiene que preservarla. Pero yo sé que ese relativo distanciamiento físico nunca me lo ha perdonado, aunque psicológica o espiritualmente, como queramos decir, yo siempre estuve junto a él. Lo que en verdad no ha habido nunca entre nosotros ha sido la ternura del roce, del abrazo, de la caricia… Pero es que por aquel entonces, insisto, eso no se esperaba de un padre. Y yo, además, todo hay que decirlo, siempre estaba muy ocupado. Siempre muy ocupado con veinte mil historias, pleitos y compromisos debidos a mis responsabilidades. Eso él nunca lo ha valorado, el muy egoísta. Siempre lloriqueando y quejándose como un adolescente malcriado. Y ahora, a traición, me aparca en un asilo como si fuera un trasto viejo. ¡El día que me lo eche a la cara sentirá el peso de mi cólera!

 

Los domingos nos suelen llevar a la capilla a oír misa. No sé por qué se empeñan en hacerlo, porque generalmente aquello acaba como el rosario de la aurora. Los internos se suelen poner muy nerviosos. Se levantan, protestan, hacen muecas y aspavientos, intentan escaparse… Yo, debo reconocerlo, tampoco me comporto mucho mejor. Hasta que me trajeron aquí, aunque parezca mentira, nunca había ido a ninguna misa (ni a entierros, ni a bodas, ni a nada). A decir verdad, me resulta una ceremonia un poco insípida, demasiado estática, poco participativa y, en definitiva, bastante aburrida. Además, no estoy seguro de que todo lo que ahí se dice sea correcto. Por eso, a veces levanto la mano para hacer alguna observación, o para corregir algo del sermón, pero enseguida llegan los cuidadores y me hacen callar o me sacan apresuradamente del recinto. Esto último, aunque me fastidia, me parece lógico, porque cuando no me dejan hablar me pongo un poquito agresivo, jeje, y a veces grito cosas evidentemente inaceptables, como blasfemias y tal. El cura, que ya está acostumbrado, nunca se altera, y al final siempre nos absuelve a todos haciéndonos la señal de la cruz desde el púlpito y pronunciando solemnemente algunos latinajos, como si fuéramos la niña del exorcista. Pero yo personalmente no necesito la absolución de nadie, sino que me dejen en paz. Al revés, soy yo el que tendría que perdonarlos a ellos y a mi hijo por tenerme aquí encerrado, qué carajo.

 

Mi hijo siempre me ha reprochado que planificara demasiado su futuro, que no le consultara. Pero es que entonces no se consultaba a los hijos sobre la profesión, el matrimonio y ese tipo de cuestiones. No sé si me equivoqué con el proyecto de vida que diseñé para él, sé que tuvo que pasar por momentos duros (¿y quién no?), pero en mi descargo debo decir que todo lo pensé con la mejor intención, buscando lo mejor para él y para los demás, y de hecho mi hijo es un tipo muy famoso, que cuenta con una legión de admiradores y con miles de seguidores en Facebook. Es decir, lo más de lo más.

Eso no quiere decir que a veces, visto desde la óptica actual, no tenga remordimientos. Lo que decía antes, debería haber estado más tiempo con él, haber jugado más, haber reído juntos, haber hecho alguna sana locura con él, haber subido más montañas… En fin, todo eso que ahora recomiendan los libros de autoayuda. Pero entonces no había libros de autoayuda, sino el peso de la tradición y la costumbre, y punto.

No sé. Lo mismo podría haber intervenido en alguno de los momentos en los que peor lo estaba pasando. Algo podría haber hecho, claro. Pero es que considero que la gente debe madurar por sí misma. Aunque nos duela, los padres no podemos andar siempre resolviendo las papeletas de los hijos. Debemos inhibirnos. Los chavales tienen que crecer y curtirse, muchas veces a base de palos y de fracasos. Y eso, que para mí resulta un criterio pedagógico irrefutable, mi hijo lo interpreta como una excusa para justificar mi supuesto abandono. No digo que no lleve algo de razón, pero, oye, por circunstancias de la vida yo tampoco pude disfrutar de un padre, y no me dedico a gimotear como un blandengue ni a hacerme el calimero, joder.

 

El caso es que estoy hasta las narices de estar en este sitio. No lo soporto. Como decía al principio, aquí están todos (y todas, jeje) como unas maracas. No me extraña que apenas vengan visitas. A ver quién soporta a esta gente. Yo, porque me dan los tranquilizantes, de lo contrario estaría todo el día peleándome con todo el mundo. Uno dice que es capaz de provocar las tormentas y que cualquier día me fulmina con un rayo. ¿Será idiota? Cualquier día le parto la crisma con la muleta. Otro está convencido de que los vientos dependen de él, y cuando menos te lo esperas te lo ves hinchando los mofletes y soplando por las ventanas. El que duerme en la habitación de al lado afirma que es el señor de las profundidades, y que con un simple movimiento de su meñique puede hacer que la tierra tiemble; el de enfrente, que puede provocar un conflicto bélico con sólo pensarlo; el de un poco más allá, que personifica el vino y el desenfreno. Como diría un joven actual, mis compañeros de pasillo están todos «zumbaos», pero en el ala donde duermen las mujeres las cosas no andan mejor. Hay una que se jacta de representar la sabiduría; otra, la belleza suprema; y otra, la guerra. Es alucinante verlas caminar por las estancias, solemnes como reinas y tiesas como cariátides. Una de las más viejas está convencida de que es la misma tierra, y de que todo lo que existe en el planeta se debe a su cópula con un tal Urano. Otra, más jovencita, y muy tímida, se dedica a reclamar constantemente que la devuelvan a una fuente donde dice que siempre ha vivido. O sea, o sea…

Que esto no es una residencia, sino un auténtico manicomio. Aquí todos creen tener poderes o súper poderes, es decir, todos creen que son (me da un poco de risa decirlo) dioses. ¡Dioses! ¡Jeje! ¡Hasta podría ser divertido si no fuese patético! Y es patético, pero que muy patético, porque los muy infelices ignoran, en su demencia, que el único dios omnipresente, omnipotente y omnisciente soy yo, por quien todo fue hecho, y que soy uno y trino: que soy el padre, que soy el hijo y que soy el espíritu santo. Aunque el ingrato de mi hijo me ha aparcado en este detestable lugar y se niega a contestar a las llamadas que le hago con este maldito móvil de teclas gigantes que me regaló. ¡Para mí que es de juguete!

Ay, hijo mío, hijo mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué nunca me coges el teléfono? ¿Y por qué no me compras un iphone, para que pueda conectarme a internet y así distraerme un rato? Aquí me siento tan solo y tan incomprendido…

 

relato Javier Sánchez Gutiérrez

JAVIER SÁNCHEZ GUTIÉRREZ. Nació en Albacete en 1965. Es profesor de Geografía e Historia. Mantiene con su hija Marina el blog literario Birlibirlocos (https://birlibirlocos.wordpress.com/). Considera que escribir es una forma de jugar.
📧 Contactar con el autor: alcantarias [ at ] hotmail [dot] com

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🖼️ Ilustración relato: Fotografía por StockSnap / Pixabay [dominio público]

 

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