relato por
Gonzalo Crocce

D

os piernas definían la vida de Froilán Tesina: una con historias de cruces fuertes y remates de despeje, la otra de noches envuelta en paño y tibio apoyo de «Mimises».

—¡A la derecha, tano!, ¡un poco más!, ¡cerrame el palo!; ¡juntate, dale, apretá como orillero…!

El Tano, a pesar de las ofertas de señoras de clase «A» que frecuentaban la mitad del paño, seguía viviendo en una de esas casitas iguales que estaban antes de llegar al puente, y seguía tocando en fiestas del barrio, cumpleaños de viejos vecinos, incluso algún bautismo.

De día era un personaje querido y bien conocido por todos, no risueño pero sí agradable y conversador; ahora sus noches se volvían un misterio del que no hablaba demasiado y hacía fantasear a los demás, a veces para bien, a veces para mal, según la entraña.

—…aquél que le dijo me muero por vos, aquél que su almita arrastró por el fango…

—Ché, Tano, ¿algo más triste no tenés? Y eso que ganamos, llegamos a perder y ¿qué canta éste?

Y Froilán hace una pausa, toma unas gotitas de agua caliente, las escupe… ¿qué saben los pitucos, lamidos y shushetas, qué saben lo que es tango?, qué saben…

Número cuatro de raza, de parada fuerte y seguro con la pelota; tranquilidad para el arquero y preocupación para el once contrario. Bien ganado prestigio entre compañeros, hinchas y adversarios.

Volvía a paso lento hasta su casa, y asistían los espejos y una foto de Merello, a la ceremonia casi religiosa en que la vida pasaba de la izquierda a la derecha, de los pies a las manos y del orgullo al corazón.

—Y Tita, ¿cómo estoy…?, si usted lo dice…, vení Virula, tomá la comida que ya me voy…

Impecable de palo a palo, la correa del estuche en el hombro derecho y hasta la esquina del colectivo… todo está como entonces, cuando tú eras la novia…

—¿Y eso, Tano? ¿Trajiste el bandoneón?

—No, se me rompió el bolso…, sólo por hoy… ¡a ver si se me enoja el ronco!

Cuando dobló por el pasillo de los mingitorios, el Chaco y Raúl pudieron ver de cerca algo así como el cofre que guarda un tesoro, dejando escapar sus secretos, sus misterios, quizá también sus halos mortales…: todo paño naranja desgastado, unas hojas amarillentas de cuaderno con no sé qué anotaciones raras, un moñito con elástico… —triste cantaba un ave, mi dulce bien…—, cinco dados, dos blancos, dos amarillos y uno como de nácar, una foto dada vuelta que no se atrevieron a develar, y tres balas calibre veintidós.

Enseguida se miraron, profundizando el silencio.

—…Cuando me abandonaste, no sé por quién…

—¿Andará en algo raro?

—No, no creo, él no es de esos, es un buen tipo…

—¡Pero si tiene balas tiene donde ponerlas!

—Ya sé, pero la noche, viste…, esos lugares…, ¡tampoco es cuestión de andar jugándose el pellejo!

—Puede ser.

—Mirá, me diste una idea…

Como a las cuatro noches, Raúl, Chaco y el Yerno —casado con la hija del presidente del club— que también se había entusiasmado, iban de pilcha y taxi hasta el lugar donde según pudieron averiguar, trabajaba El Tano.

Un poco agredidos por el lujo, ansiosos, desubicados, fueron  acompañados a una mesa que estaba casi delante de la pista, y como frente al cantor.

De a poco, registrando la oscuridad del lugar, sus contornos, sus presencias, sus olores; fueron cediendo inevitablemente a la voz transformadora de una mujer que dibujaba rea, una tarde de puñal.

Al estupor de contemplar algo bello y desacostumbrado, se le fue sumando el sabor del vino y la progresiva comodidad, cuando de pronto, en un correr de cuerpo de la cantora, apareció inesperada, en primerísimo contorno, la figura del hombre: única alma sobre una tarima redonda, cabeza inclinada, ojos cerrados, imagínense el pelo y una luz señalando su rostro.

Sus compañeros de campo, perplejos sintieron a la vez emoción, orgullo y sorpresa; y también, algo parecido a la comprensión. Es decir, ahora entendían mejor al que había descubierto una más que aceptable fórmula de vida.

Observaron y escucharon todo en detalle, disfrutaron como un niño que disfruta y dejaron el lugar un rato después, con la emoción encima y sin saber si el disimulado habría advertido su presencia.

—Ché, Raúl, gracias.

—Gracias, ¿de qué?

—La otra noche, por ir…

—¡Pensamos que no nos habías visto!

—Sí, cómo no, todo el tiempo; pero… qué sé yo, como una buena jugada viste; hay cosas que es mejor compartirlas callado. Y, ¿les gustó ?

—Nos conmoviste, Tano, de verdad, nos quedamos como mudos; como mucha emoción de golpe…

—Es el tango Raulito, no yo.

A partir de entonces se creó entre él y estos muchachos, una relación diferente, un vínculo que hizo relajar al primero y dio a los otros, una especie de importancia o de prestigio, por formar parte de un misterio.

—No le comentes a tu suegro, ¿sabés?, y al técnico tampoco, ya me renegaron varias veces —que la vida nocturna no es para los deportistas— y si no hubiera sido por el dos a uno de cabeza de ese día, me habrían dejado afuera.

Página por página sus compañeros fueron sabiendo, con paciencia, de años de soledad, de una mujer y de un quite.

El Tano Tessina era hijo de un zapatero remendón, aficionado al fútbol y cuya relación con el tango se reducía a una visita moza a lo de la Parda Lucía, y a un bandoneón olvidado, como pago de una mediazuela y taco de zapatos de trabajo, más quince pesos para cancelar un alquiler.

De las tres cosas, el nene Froilán se quedó con el fútbol; ya de pibe enteró al barrio, a fuerza de pelotazos a la hora de la siesta, que iba a llegar a primera, que iba a salir en el diario, y que la hinchada iba a gritar Froilán, Froilán.

La adolescencia no cambió su horizonte, pero la temprana juventud lo invitó a crecer con su certero filo del adiós.

La siesta en que se enteró del nuevo rumbo de su amor, desempolvó el bandoneón que se escondía entre los zapatos de dos barrios y tres generaciones de vivos y ausentes, como quien prepara el efectivo remedio para su mal.

—Para qué lo querés, ¿vas a aprender? Ya era hora, pensé que nunca…

—Yo tambien…, yo también pensé que nunca…

Por boca de Edmunda, que vio parir al barrio, se supo o se dijo que el tipo era un quintero de La Pampa, que cuando vino la buena, sus peculios lo trajeron a Buenos Aires, a la noche del centro y a la escena tanguera, como el cantor Atilio Cristal.

Así es que el entonces pibe Froilán inaugura impredecible un nuevo espacio en su vida, regido por escalas, botones, compases y largas tardes de abismo.

De todas maneras, no estaba dispuesto a renuncias a su sueño temprano de campeón, y con el tiempo esto siguió así, pero aquello que nació más bien por desamor fue abriendo sus brazos, y el tango lo alojó en el regazo como a un hijo propio.

Después de un tiempo, tal vez unos años, tenía repartidos los días entre el club y algún boliche al azar, y tanto uno como otro le habían prometido honor y gloria, no recuerdo si dijo amor.

Volvieron a pasar años y a comienzos de noviembre era el primer partido que podía dejarlos en la puerta de «la grande», por eso el técnico, el suegro y algún comerciante  que nombraban las camisetas, habían sugerido reforzar los entrenamientos para asegurarse, al menos, un rendimiento físico a la altura de las circunstancias.

El segundo o tercer día de esta rutina, el Tano Froilán recibió también la propuesta de tocar noche a noche en el salón que ya su imaginación conoce, en un ciclo donde alternarían las voces encumbradas y otras por encumbrar, a lo que inmediatamente dijo que sí, y empezó a sentir que sus caminos comenzaban a afianzarse y a dibujarse de una forma parecida a la que había planeado.

A pesar del doble esfuerzo, el griterío, el vocabulario, la velocidad, los empujones y las cargadas del día, contrastaba bien con la quietud, el brillo, la letra sentida, el perfume y los acordes de la noche.

—Dale Tano, picá, cortaste, ¡llevala vos!

—Cuando quiera, maestro…

—Bajá un poco Raúl, ¡bajá a buscarla!

—…tu ilusión de ladrillo feliz…

—Cerrate Alfredo, ¡carajo! ¿Lo vas a esperar todo el día?

 —…en qué rincón, luna mía…

El día tres, o sea dos antes del partido, el dueño del boliche le avisa que acompañaría durante dos noches, esa y la siguiente, a un cantor que venía haciéndose fama, que no era porteño pero la tenía, y que se hacía llamar Atilio Cristal. El Tano no dijo palabra pero preguntó si se podían correr las fechas un día hacia delante, a lo que recibió : «…la agenda ya esta armada, ya se anunció así, no podemos ahora cambiarle a la gente…».

A pesar de la convicción de la respuesta, esa noche se desarmó lo imposible corrompiendo la agenda, se le cambió a la gente y se anunció otra cosa, porque la inminente figura no pudo convencer a su resfrío sobre la formalidad del caso, de modo que el debut sería la noche previa al partido.

—Pero Tano, mañana jugamos y ¡es muy importante!

—Ya sé Chaco, quedate tranquilo…

—¿Y vas a estar bien?

—Voy a estar muy bien, tranquilo…

Entre las doce y la una cantaba mano a mano Cristal acompañado por Tessina.

Se dice que a la segunda estrofa le sacó una veintidós bajo la clavícula izquierda y una más por la nuez, y que sacó de la canilla, parece ser un matón del ring side y respondió cortando fueye y piel y carne.

Se dice también que cayeron hombre sobre hombre de cara al piso y el Tano como hablándole al oído.

Entre el revuelo de gritos y de corridas escuché que el equipo igual ganó, y me dijeron que después del minuto de silencio un grupo de la hinchada cantó:

…y no sé por qué en la vida

…todo es más fuerte que yo,

…ayer se piantó la mina

…y hoy no puedo al veintidós.

 

Gonzalo Crocce. Es un autor que reside en Buenos Aires (Argentina).

Contactar con el autor: gcviolines [at] hotmail[dot]com

🖼️ Ilustración relato: Pintura por Ana María León ©
(ver muestra de su exposición en Margen Cero)

 

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