por
Diana Moreno

 

El novelista

 

El hombre que me confundió con la protagonista de su novela se topó conmigo en el metro. Me miró un rato, me abordó después. No parecía especialmente loco. Decía no tener duda y estar perplejo, pero lo último parecía una gran exageración. No había rastro de sorpresa entre la cúspide de la coronilla y la línea que marcaba su camisa a rayas azules.

Yo me bajé en mi parada, pero ya le volví a ver muchas otras veces. Sabía mi vida, mis fracasos, mis amantes, como se sabe un salmo. Me hablaba de la posibilidad de la magia (a mí la magia no me interesaba un pijo). Me miraba como se mira a un amanecer (eso ya me interesaba un poquito más). Me pronosticaba el futuro, y me adjudicaba unas heroicidades que acabé creyéndome, porque uno, ya sabemos, viene de serie con una necesidad no reconocida de distanciarse a ratos de su continua condición humana. No me pidió las cosas tontas que se piden a las celebridades. Parecía simplemente que mirarme era toda su aspiración, y, tras advertirme que si él lo deseaba yo acabaría enamorándome de él, porque así eran las novelas, desapareció y apareció aún muchas otras veces.

Y, seguramente sin saberlo, imprimió una magia extraña en mi día a día. Ya sin su presencia, hizo que mi ciudad dejara de ser un escenario y se convirtiera en un cuadro inmenso, con sus detalles y repugnancias y bellezas, antes del todo ocultos. Hizo que los rasgos en las caras fueran más nítidos, que los pensamientos fueran poéticos, que saliera de las alcantarillas una música que nadie más que yo oía. Hizo, en fin, que cuando caminaba lo hiciera por unas calles infinitas de melodrama, de las que misteriosamente habían desaparecido los carteles, los nombres de las ciudades. Un día ya dejé para siempre de encontrarlo, pero todas las alteraciones persistieron para siempre. Tuve que acabar escribiendo una novela sobre él (pero nunca supe muy bien quién estaba a qué lado del espejo, para ser sinceros).

 

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La protección

 

tú naces, y te ponen delante un plato.

no te hacen pagarlo, porque no tienes nada con qué pagarlo. eres recién llegado. tampoco te hacen bendecirlo. no te hacen agradecerlo.

pasan los días y a cada rato, cuando una arruga en tu entrecejo puede ser traducida como hambre, te colocan otro plato.

si alguna vez estás demasiado cansado para extender la mano hacia el plato, te acercan el tenedor a la boca.

siguen pasando los días, y a cada rato te colocan el plato delante. cuando tienes hambre. o aburrimiento. o depresión. o azúcar bajo. o falta de libido. siempre tienes delante un plato.

nunca aprendes cómo se adquiere la comida, cómo se modela la cerámica, con qué dominio del equilibrio se camina con un plato en la mano. tampoco sabes cómo de repartidos están los platos por el mundo. no te lo enseñan. no te interesa.

ellos, simplemente, amorosos, te ponen un plato delante antes de que tengas hambre. no sabes muy bien qué es el hambre. te suena a sacrificio dietético, a documental de sequías, a relato de dickens.

y un buen día ya eres demasiado grande. y, de repente, cuando tienes hambre, se descojonan de ti. y, de pronto, cuando pides un plato, te abofetean. te humillan porque no sabes cómo se adquiere la comida, cómo se modela la cerámica, con qué dominio del equilibrio se camina con un plato en la mano. los mismos que te cebaban te compadecen profundamente, porque no tienes ni idea de qué es el hambre.

y, de esta guisa, a patada en el culo, te ponen directamente en el mundo real y te obligan a buscar la comida, por tu cuenta, por primera vez.

y, sorprendentemente, ya no vuelves a añorar el plato gratuito nunca más.

 

Diana Moreno

 

Diana Moreno (Madrid, 1987) es estudiante de periodismo y, paralelamente, escribe, ve pelis y hace fotografía. Ha colaborado con varios medios (Rebelion.org, La Huella Digital, ELMUNDO.es), y ha recibido algunos premios literarios. Publica artículos, poesía, fotos e ilustraciones en su blog http://cronicasdelotroladodelespejo. blogspot.com/.

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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