relato por
Miguel Ángel Beltrán Arias

E

mpezaron a vivir después de los treinta; antes de eso no tuvieron vida. Estudiaron todo lo que sus padres quisieron e hicieron más dinero del que necesitaron. Después de eso sus amistades fueron distintas, conocieron a Khaffa, a Vincent, a Lorena y a mí; y entre todos empezamos a escribir esta historia.

Vincent

Verónica se dejó en el fondo de aquella piscina y expulsó todo el aire que quedaba en sus pulmones. Vincent, que para ese entonces ya llegaba a los sesenta y sin poder imaginar su vida sin ella, aspiró todo el oxigeno que pudo, tomó impulso sacando todo su torso fuera del agua y luego se hundió por donde ella lo había hecho. No la encontró y si no la encontraba no quería salir. Nada tendría sentido sin ella y tanteó el fondo desesperadamente con los pies y con las manos y cuando ya no podía mas, siguió y siguió hasta que, uno de sus pies tocó un bulto de algo y entonces, perdió el conocimiento.

Cuando me sumergía vi dos siluetas borrosas emergiendo del agua y las halé con fuerza pero ya casi estaban fuera. Vincent estaba inconsciente y Verónica al contacto con la superficie tomaba una gran bocanada de aire e inmediatamente tomó el control de la situación. Me gritó directivas precisas. Sabía qué hacer. Al cabo de unos diez minutos de respiración y enérgicos masajes cardiacos pudimos sonreír y Vincent recuperó el color. A partir de entonces tuvo seis años más de vida.

Lorena

Durante todo esto, Lorena y Khaffa no se enteraron de nada a pesar de estar presentes en la misma casa. Cuando Vincent ya respiraba y el morado de sus labios se disipaba aparecieron tras la amplia mampara de cristal tomados de la mano casi desnudos, bronceados, hermosos y con toda el aura que suele dejar sobre todos el intenso y prolongado sexo. Solían hacerlo en el sótano de nuestra casa pues todos conocían ya el escándalo que armaba la Lorena cada vez que tiraba y por supuesto Khaffa no se quedaba atrás, para nada, muy por el contrario conocerla lo motivó tanto que a partir de su primera noche con ella nunca volvió a ser igual y se convertiría en un hombre extrovertido, seguro de sí mismo y tan sonriente como lo podía ser la sonrisa de un descendiente iraní en las costas del Mediterráneo.

Tan pronto nos vieron corrieron hacia nosotros y ellos fueron los que condujeron hasta el hospital. En aquella soleada mañana de junio pudo verse en medio del sofocante trafico digno de un día de San Juan, el vetusto auto Celeste de Lorena atravesar las calles y las plazas sin respetar ninguna señal de tránsito y asustando a más de un peatón para llevar a nuestro convaleciente amigo a que lo vean los médicos. En la sala de espera fue donde ella nos contó lo extrañamente parecido que tenía esta situación con las circunstancias que rodearon la muerte de su padre y entonces no pudo evitar llorar. Nunca la había visto hacerlo. Y fue aquella la única vez que se lo permitió.

Ella era la dura, la fuerte, la práctica, la despreocupada y, hasta antes de conocer a Khaffa, la dueña de la vagina más liberal de toda la ciudad. Algunos años después, asombraría a cualquiera la perfecta y alegre manera de cumplir con el papel de madre de una hermosísima niña de piel morena y ojos claros y de llevar su rol de ama de casa con total cabalidad.

Khaffa

Para nosotros, que habíamos visto a Vincent recuperarse, la noticia que nos dio el medico varias horas después nos cayó muy mal, Nos dijo que prefería no ser concluyente, que todavía podíamos esperar un milagro, que en otras condiciones tal vez el daño no sería tanto, que habíamos hecho un gran trabajo con nuestros primeros auxilios pero que, lamentablemente, tendría un daño cerebral irreversible y que no volvería a caminar; que con una adecuada terapia podría recuperar eventualmente el habla y hasta quizás algunos movimientos de su cuerpo pero que no perdiéramos las esperanzas. Quedamos destrozados. Todos nos sentíamos culpables.

Khaffa fue abordado por él cuando no era más que un recién llegado que había conseguido un trabajo de mesero y servía humeantes tragos exóticos con el torso desnudo y una corbatita michi en la discoteca. Vincent no era gay pero su hermosura le llamó la atención y sobre todo, el error de interpretación cuando al pedirle la cuenta, Khaffa ingenuamente le respondió que lo disculpara pero que él no salía con clientes a menos que tuvieran senos.

Vincent se echó a reír a carcajadas ante el ceño fruncido del pobre Khaffa, que avergonzado intentó retirarse, pero Vincent lo atajó y le explicó lo sucedido. Khaffa había tenido una infancia muy dura e inestable y su rostro, su conversación, sus modales denotaban una fragilidad que no encajaba con su buena estatura y sus atléticas proporciones. Tenia el pelo de un intenso color negro y sus cejas pobladas imprimían en su mirada una profundidad algo pueril, pero bella. No hablaba mucho pero quería aprender y lo hizo muy bien después de todo. Vincent fue el que nos lo presentó y apenas ingresado al grupo el pobre no tuvo tiempo de reaccionar y fue atrapado por las piernas y el poder seductor de Lorena quien se lo engulló con todo y su sonrisa antes de poder siquiera contar hasta tres.

Verónica

Por supuesto que Verónica no tenía la culpa de esto, me cansé de repetírselo y de abordar el tema desde todos los ángulos pero era como si ella no quisiera entenderlo, como si teniendo o echándose la culpa, su vida tendría el sentido que hace tiempo había perdido, ¡pero esa no era vida! ¡No podía encadenarse a una silla de ruedas que no le pertenecía!

Una tarde, mientras ella le daba una papilla de frutas que había preparado, Vincent empezó a llorar, es decir, sus ojos enrojecieron y brotaron abundantes lágrimas en un sollozo silencioso y dramático delante de nosotros. Y mientras lloraba la miraba con una fijeza y un dolor que la quebró. Gritando, se preguntaba si había hecho algo mal, si la papilla estaba mala, si no la quería o si quería más, si algo de repente le dolía y cosas así. Lo destapó, revisó con un temblor nervioso todo su cuerpo, parte por parte para saber si algo le causaba este súbito sufrimiento y no encontró nada por supuesto, porque él no lloraba por ninguna de esas cosas sino por él y por ella, porque todo había terminado solamente en sufrimiento y sujeción a un destino que no le correspondía. El se moría por ella y todos lo sabíamos, pero ella no sentía nada por él, solo el cariño que se siente por quien vive, ríe, baila y disfruta de la vida contigo, a lo largo de un buen par de años que fue lo que duró nuestro acuerdo.

Luego de los sucesos que lo postraron en su silla y de una vida asistida casi por completo por los que lo rodeaban, Vincent se fue apagando poco a poco sin lograr nunca hablar. Verónica se esforzó todo o más de lo que pudo pero eso, todo su sacrificio y su entrega, todo su esmero y abnegación no mejoraron su condición ni un poquito siquiera.

Yo

El día en que se cumplían seis años de lo ocurrido, ese día precisamente, estábamos todos reunidos nuevamente, viendo cómo bajaban el ataúd de Vincent hacia la tierra que lo cobijaría. Verónica había envejecido diez.

Yo regresaba de un viaje a la tierra de mi padre pues también había fallecido y estuve un par de semanas allá recogiendo los pocos recuerdos que mis hermanas dejaron que me llevara y visitando los lugares donde crecí.

Fue toda una revelación darme cuenta lo mucho que lo quería, a pesar de no haber hablado con él ni una sola vez desde que nos separamos. Después de todos estos años fue una revelación, también, saber que en su testamento me declaraba su amor dejando a mi cuidado su colección de aviones de madera que él mismo confeccionó con sus artesanas y hábiles manos y que por supuesto no dejaba a nadie tocarla, ni siquiera a mi madre y por supuesto, mucho menos a mí.

Así fue cómo regresé: vestido de negro impecable y con uno de los aviones de mi padre de los que a Vincent siempre le hablaba pero que nunca conoció. Me recliné sobre el borde de la zanja y lancé el avioncito sobre la tierra, a manera de despedida. Estoy seguro de que a él le hubiera gustado tenerlo.

 

greca Vivir después de los treinta

Ilustración Miguel Ángel Beltrán

Miguel Ángel Beltrán Arias. Artista plástico nacido en 1967 en la ciudad de Lima. Estudios superiores en dibujo artístico y grabado en la Escuela Nacional de Bellas Artes, de Lima (1987-1993) con exposiciones colectivas en Lima (1989/1990/1992) y en la ciudad de Cuzco (1992). Ilustrador para Editorial Navarrete (1994), Sencico (1996) y textos educativos diversos (1997). Diseñador gráfico en importantes empresas del rubro textil (1998-2008). Actualmente es miembro del departamento de Arte de una realizadora de comerciales de televisión (Tunche Films).

Contactar con el autor: mickyprint [at] hotmail.com

📷 Ilustración del relato: Apparatus, fotografía por Nelson Olivera ©
▫ Imagen en el currículo del autor: obra remitida por el mismo, © Derechos reservados.

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