relato por
Gerardo Vázquez
E
stoy delante de su casa. Para ser más exactos, estoy en el portal. Frente a mí, la hilera de botones del llamador me recuerda a los de la guerrera de un soldado. Pero estos no brillan como los de latón; son de un color marfil apagado por los sucesivos aplastamientos, por los dedos sucios que percuten cien veces al día, por la luz cetrina que apenas ayuda a discernir a qué vivienda corresponde cada uno.
El tercero. Letra d, de dedo. Sé que hoy está sola, me lo dijo ayer: mis padres se van mañana de viaje. O no me lo dijo a mí directamente, quizá fue un fragmento de su conversación que cacé al vuelo, lo que llegó a mis oídos.
Saco el libro de Pessoa de la bolsa. Lo he dejado sin envolver porque quiero que parezca comprado por casualidad, para poder decirle: he ido a la librería y al verlo me he acordado de ti.
En realidad, he recorrido cuatro librerías buscándolo. En alguna de ellas querían anotar mi nombre y mi número de teléfono, me aseguraban que lo tendrían en menos de cuarenta y ocho horas. Pero no, tenía que ser esta tarde. Era mi salvoconducto, la excusa para llamar a su puerta, para saber si es verdad lo que intuyo en su mirada, el estremecimiento que percibo en sus labios cuando me roza; un temblor que no agitaría ni el agua de un vaso, pero que me incita. Sus ojos brillantes, las palabras atropelladas que se atascan en su boca si la miro con fijeza o le toco en el hombro. Cuando la tengo cerca siento deseos de estrecharla entre mis brazos, pero no para protegerla. Tampoco para notar sus formas bajo la ropa. Lo que quiero es fundirme, como la espuma de mar que se disuelve en la arena. Quiero que me impregne, que me empape, que se trabe en mi urdimbre.
Pensar en ella me causa desasosiego. Es una sensación parecida al odio. Dejo de percibir el mundo, incluso el aire que me envuelve. Por unos segundos desaparezco y vuelvo a materializarme en un futuro proyectado, hipotético; una sombra, como toda ensoñación. En ese espacio calidoscópico la desnudo, la beso. Cuando vuelvo en mí, he recorrido cien metros, he cruzado un paso de peatones, he leído tres páginas de un libro, he acabado la comida del plato o estoy dentro del autobús para regresar a casa. Pensar en ella me secuestra, me engulle como un tigre oculto en la espesura.
Me habló de ese libro, que le había impresionado tanto; una antología, en realidad, qué pena perderlo, y se transformó a mis ojos en la manzana de oro de las Hespérides, el fruto que me permitiría alcanzarla. La llave que abriría esa puerta herrumbrosa que a pesar de todo, a pesar del rubor de sus mejillas si el azar nos acercaba el uno al otro, en el ascensor o en clase, no había sido capaz de franquear.
Cuando duermo la intuyo rodeándome, noto su aliento que me hiere en la espalda. La he imaginado de todas las formas posibles. Su vientre, su calor, nuestra lengua entrechocando, enredándose y su respiración jadeante, sus breves palabras como dardos, expulsadas en una bocanada ardiente. El contacto con su piel me calcina. Esta es la verdadera pasión, el auténtico contacto que nos animaliza, el cuerpo como ventosa, como llama, como garra. No es ese sexo de cuerpos de piedra que apenas se rozan, solo se horadan, se penetran, se salpican. Yo no quiero eso, no la quiero de rodillas, ni a horcajadas; no quiero esa gimnasia, ese tedio, dentro y fuera, dentro y fuera, monótono, muerto, tan deprimente cuando se concluye y queda el fluido, la excrecencia, que rápidamente se diluye licuándose y hiede a cloroformo. Yo la imagino masticando, devorándome como el fuego.
Guardo el libro en la bolsa; no, lo saco. Frente a la hilera de botones, sin mover un músculo, estoy cada vez más nervioso. No me atrevo a llamar y para ganar tiempo me dirijo a una cafetería que está justo enfrente, desde donde puedo ver la puerta y me derrumbo sobre la barra. Cuando buscaba su libro, en la última de las librerías, estuve hojeando unos cuadernos de arte. Me detuve en uno de Yves Klein, cuya portada era una fotografía donde el artista se arrojaba al vacío. Suspendido en el aire, agitaba los brazos como si se arrepintiera en el último segundo y el asfalto, a tres o cuatro metros, parcheado, estéril, abriera sus fauces dispuesto a triturar sus huesos. El artista paladeaba esa fracción, ese instante en el aire en el que parecía que iba echar a volar; pero por la lógica implacable de nuestro universo sabía que caería irremisiblemente. Mirando la foto, sentí el deseo de que hubiera emprendido el vuelo o al menos hubiera caído flotando, oscilante como una hoja que se desprende de una rama.
Miro de nuevo su portal a través de la ventana y siento renacer el valor. Acabo el café, me tiemblan las piernas. Guardo de nuevo el libro. Antes he memorizado una cita, unas breves palabras que me sirvan de invocación, que abran esa puerta metálica, la reja de su castillo y me franqueen la entrada.
Fue la semana pasada, esa semana decidí que debía intentarlo. La profesora trazó la última equis. El curso se acababa, ese breve curso de tres meses para desempleados que nos había acercado, los ordenadores asignados por orden alfabético, los codos rozándose, su cuerpo inclinándose hacia mi pantalla para comprobar si había acabado el ejercicio, la punta de los pechos, la fracción de sostén, los dedos tableteando y luego la pausa para el café. Los puntos en común que nos iban uniendo, como estrellas de una constelación.
El sosiego es conformismo. El sosiego es resignación. Y hoy fue el último día de clase, mañana regreso a mi ciudad. No tengo su número de teléfono, tan solo se donde vive porque una vez me ofrecí a acompañarla y ella aceptó. Hablamos un buen rato en el portal, de Pessoa y del lenguaje HTML. A menos que decida llamar y me abra, no volveré a verla más. Seré una sombra, como cualquier otra, de las muchas que recorren de paso nuestras vidas. Abro el libro y leo al azar: el que sueña lo imposible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión, y me quedo con él abierto entre las manos, y así cruzo la calle otra vez hacia su portal, otra vez siento ese cosquilleo. Por fin llamo al timbre, que no suena. Desasosiego, el que causan los timbres que no emiten sonido alguno, tan solo una luz, esa luz que te convence de que alguien atenderá tu llamada. Pero no hay nada, ni un crujido, ni siquiera algún indicio de que ha descolgado.
Vuelvo a llamar; el tablero se ilumina, me siento como Klein arrojándose al vacío. Casi percibo mi caída, pero también puede que flote, que me descomponga en una fracción y me convierta en gas.
Gerardo Vázquez. Nació y creció en La Mancha. Es escritor aficionado y lector compulsivo. Aunque acostumbrado al barro de la trinchera, ha recibido alguna mención por su trabajo, como el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas (2015) y el Primer Premio de Relato Corto José Luis Olaizola, en el III Certamen Literario de Boadilla del Monte (2016). En la actualidad comparte sus reseñas y reflexiones poético-literarias en el blog Varado en la llanura (http://varadoenlallanura.blogspot.com.es/).
✉ Contactar con el autor: gerardovazquezeladio [at] gmail [dot] com
🖼 Ilustración relato: Abena – 12×12 Acrylic on Canvas, By Reneschuler (Own work), via Wikimedia Commons.

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Revista Almiar – n.º 92 / mayo-junio de 2017 – MARGEN CERO™ ✔
Precioso!!!
Un relato muy bueno que va abriendo nuestra mente a posibilidades distintas de las que se imaginaban al principio. Con muy buen ritmo y muy bien medido.
Rosa.