relato por
Anacoreta Lev
A
bro mi lata de cerveza, le doy un buen trago, respiro y pienso cosas que no debería pensar. Recuerdo cosas que no debería recordar. Me consumo. Me consumo desagradablemente. La historia que les traigo, se me representa como una escena gris, borrosa por momentos por el paso del tiempo. Dolorosa pero digna de recordar y de ser contada. Como el principio de algo que no logró llegar más allá en el plano superfluo de la realidad, aunque sí en el corrosivo elemento del que se revisten los sentimientos más primitivos. Bebo. Bebo una lata y dos y tres. Enciendo el cigarrillo, dejo que el veneno ingrese en mi organismo y flote en el negro vacío que lo acolchona. Respiro malsanamente y escribo este epitafio invocado desde lo más hondo de mi corazón infecto.
Era yo en ese momento, un auténtico inconsciente. Era joven y tenía lo mío. Les gustaba a algunas chicas y ellas me gustaban a mí. Salía todas las noches y me acostaba con una y luego con otra. Ya saben, me reventaba en la noche y me condenaba a las dulces mieles del pecado carnal. Aunque vivía en una deplorable moral nunca me traicioné a mí mismo y eso fue lo único que me salvó realmente de consumirme por completo. Un día despabilé, mandé todo a la mierda y comencé a hacer las cosas como todos los demás. Lo ridículo fue que no soporté hacer las cosas como todos los demás, me sentía un autómata sin verdadero impulso. Sin magia. No quería volver a ser lo que fui, pero sinceramente hubiese preferido colgar de una soga a seguir con esa ridícula parodia de la vida. Realmente las personas nos jodimos hace tiempo, solo hay un placer fingido en el hombre moderno, a cuentagotas y por el cual debes pagar un jugoso interés material antes para poder alcanzarlo. Pero la vida continúa y yo continué. Me abstraje unos años sumergiéndome en la literatura clásica y en los grandes pensadores de toda la historia de la humanidad. Finalmente, un día decidí que ya era tiempo de salir del cascarón anacoreta y de volver al maníaco mundo.
Una noche agradable en la que me sentía en mis cabales y fuera del pozo, me encontré vagando por una ciudad que no conocía. Tomé cualquier dirección y concluí mi camino en un repugnante bar. Que podría ser todo lo repugnante que fuera, pero donde iba gente de verdad. Personas que no necesitaban probarle nada a nadie. La clase de sujetos que son capaces de mirarte a la cara y de sostenerte la mirada. Eso me agradó, así que me quedé. Pedí ginebra con zumo y me quedé sentado en la barra fumando mi cigarrillo. Entonces una bonita chica entró y ya sea porque era el alma más joven del recinto o porque fui el único que no se volteó a mirarla, se sentó junto a mí.
—Disculpá, ¿tenés fuego? —me preguntó.
—Claro, nena. Tomá.
Era delgada y esbelta. Blanca como la leche y con un rostro verdaderamente precioso. Nunca me gustaron esta clase de chicas perfectas. Además no estaba ahí para hacerme el galán. Nada más estaba abstrayéndome por un momento de mi maldita condición de mortal.
La hija de puta pidió una cerveza y le dijo al obeso cantinero descendiente de irlandeses que yo se la pagaría. Lo hice. «Maldita chiflada», pensé.
—Gracias —me dijo la muy zorra—. No suelo dejar que un hombre que no conozco pague mi cerveza, pero en este caso haré una excepción.
—De nada, nena. Es un placer poner mi economía a tu disposición —contesté yo, luego la miré. Tenía unos ojos verdes muy brillantes, como si una galaxia detonara dentro de ellos. Eran ojos demoníacos. Comencé a prestarle más atención. Ella sonreía.
Seguí bebiendo mi veneno. Ella abrió su cartera y sacó un pintalabios. Pude ver que adentro había un libro de bolsillo de Kundera de una decente edición de Anagrama. Se pintó los labios mientras yo la observaba.
—Dejáme adivinar, ¿seguro que hace tiempo que no ves una mujer que parezca realmente una mujer haciendo algo tan cotidiano como pintarse los labios a medio metro de vos?
—Nunca vi una mujer que le haga honor a lo femenino con un libro del checo guardado en su cartera. Lo más cerca de eso que estuve fue cuando salí con una estudiante de psicología que creía que leer Cincuenta sombras de Greyera estar no solo en la cumbre del canon intelectual sino literario de todos los tiempos. Yo le seguía el juego porque me gustaba acostarme con ella. Siempre me salía con alguna guarrada de las que leía en su novelita —repuse yo.
Ella una vez más me dirigió una bonita sonrisa.
—Entonces seré la señora Kundera, para vos —me dijo mientras me tendía la mano.
—Y yo soy el señor Milan, para usted —dije yo a su vez mientras correspondía a su saludo—. ¿No te molesta ser la única chica en el bar?
—No me había dado cuenta —dijo ella. Luego de pensarlo un poco, agregó—: Aunque pensándolo bien, me gusta ser la única en todo. ¿Te sentís afortunado esta noche?
Le hice una divertida mueca. Le quite la cerveza de las manos y bebí un buen trago. Después de todo la había pagado yo.
En ese momento algo se encendió entre nosotros. Algo real que escapaba a cualquier frontera que en el pasado haya conocido. Ella era perfecta, inteligente y estaba completamente desquiciada. De sus tres cualidades era a la última a la que más importancia le daba yo. La amé esa misma noche y se lo comuniqué después de varias rondas de tragos, cuando mis sentimientos surfeaban una empalagosa ola de sustancias malignas.
—Te amo, muñeca. En verdad te amo. Tengo el don de la clarividencia. Algo que probablemente no vuelvas a ver en otro sujeto. No lo podrás entender esta noche, pero te prometo, lo harás mañana —con mañana, me refería a un futuro lejano, se sobreentiende.
—Te creo, nene —me murmuró mi linda rubia en la oreja. Luego me dio unos cálidos besitos en la mejilla—. Esta noche, yo también podría amarte.
Nos fuimos a un hotel. Esa noche nos amamos. Curiosamente no tuvimos sexo. Fue la primera vez en mi vida que no me acosté en la primera noche con una chica que acababa de conocer en un bar. Tenía que estar loco por no hacerlo. En vez de eso, pasamos la noche charlando y acurrucados. Era el cielo en la tierra, o mejor dicho, el paraíso en la cumbre de un doloroso infierno. Ella me contó de qué iba su vida y yo le conté de qué iba la mía, y fue todo tan real que parecía un sueño. Era consciente de que algo como lo que teníamos era demasiado bueno para durar, y efectivamente, no duró. Pero así es el amor de los locos, surge con una chispa y se consume rápidamente en un voraz y violento incendio. Éramos muy diferentes y a la vez, demasiados parecidos. Nos sacábamos chispas y discutíamos por cualquier nimiedad para luego pegarnos unos revolcones alucinantes. En el presente, por mi parte, aunque tenga un vacío en el corazón y me consuma a veces en venenosos vicios, la recuerdo como una corta y hermosa primavera en el recreo de una mutilante guerra. Todavía soy capaz de reír y de llorar al recordarla, pero no es eso de lo que he venido a hablar, ¿o sí? ¡Al demonio!, qué más da, pero, permítanme agregar esto, para que un hombre de verdad llore, hace falta tanto como una corta y hermosa primavera floreciendo en el recreo de la más descorazonadora guerra.
La guerra pasó y las lágrimas también. Yo sigo vivo, y mientras lo haga, ella lo hará conmigo. ¿Demasiado romántico, eh? Apuesto a que les gusta leer esta clase de mierda. Me estoy volviendo viejo, necesito otra guerra para dejar de sentirme optimista y enfermo y gris. Es curioso cómo puede funcionar un hombre. Un hombre de verdad. Pero soy paciente, las bombas pronto caerán, siempre lo hacen.
Anacoreta Lev. Seudónimo de un joven autor argentino.
🖥️ www.facebook.com/anacoreta.lev.9
🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Pedro Martínez ©
Revista Almiar – n.º 76 / septiembre-octubre de 2014 – MARGEN CERO™
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