relato por
Daniel Berges

 

À pied ou en bicyclette, nous partions.
Marcel Proust

 

E

l verano en Brooklyn es caluroso, y el invierno es gélido. Las bicicletas circulan incansables todo el año. Un haiku enfrente del Brooklyn Museum recuerda a los ciclistas que deben andarse con cuidado:

A sudden car door,
Cyclist’s story rewritten.
Fractured narrative.

Las bicicletas de Brooklyn son hermosas, todas tienen uno de esos manillares retorcidos que de niño veía en las del Tour de Francia, mucho más aerodinámico en apariencia que la recta barra de acero de una mountain bike, y unas ruedas delgadas que sugieren velocidad en carretera. Su chasis es normalmente de un color formal y apagado, a saber: verde oliva, borgoña, blanco roto, azul petróleo… Los tres puentes que cruzan el East River disponen de un carril bici independiente, si bien el del puente de Brooklyn no está separado del carril para peatones por nada más que una raya blanca pintada —y ya medio borrada— en el anciano suelo de madera.

A todo ciclista le roban en algún momento su preciado velocípedo. Es raro que una bicicleta pase en Brooklyn una noche a la intemperie y amanezca intacta o completa. Aparte de la clásica cadena, si uno pretende  dejar  su  bicicleta  aparcada  en  la  calle —sean  cuales  sean las circunstancias—, más le vale tener instalado un sistema de bloqueo que impida que las ruedas puedan desprenderse de su eje si antes no han sido desbloqueadas con una llave especial.

Todo ciclista también sufre en su vida sobre ruedas, inevitablemente, al menos un accidente grave. Así sucedió que caminaba un día por Washington Avenue a eso de las nueve de la mañana cuando oí un ruido sordo y conciso. Los choques violentos en carretera suenan en la vida real mucho más débiles y huecos que en las películas, donde abundan las frecuencias graves y el sonido está altamente comprimido. Esta característica los hace, paradójicamente, mucho más brutales, debido precisamente a la sensación de realidad que desprenden. Mis ojos se giraron rápidamente hacia el lugar del impacto, y vi, por ese orden, el coche, la bicicleta doblada y el cuerpo del ciclista que unos minutos más tarde se llevaría la ambulancia, cada uno de los elementos equidistante de los otros dos.

En verano de 2013 vivía yo en el barrio de Crown Heights, entre las avenidas Bedford y Franklin. Me habían trasladado recientemente a la notaría del consulado de España en Midtown Manhattan, y hasta allí me desplazaba desde Brooklyn cada mañana. Me había divorciado dos años atrás. De vivir en el barrio de Salamanca en un apartamento de dos habitaciones a mi nombre con un televisor de cincuenta pulgadas había pasado a compartir un apartamento diminuto con un electricista que fumaba marihuana desde por la mañana y se paseaba en calzoncillos por las noches —no es que me importara, yo, de hecho, también lo hacía—.

Conocí a Ashley en okcupid, un popular portal de contactos. Tras unos cuantos correos electrónicos la cité finalmente en Soda Bar, en Vanderbilt Avenue, un sábado a las ocho. Llegué tarde a nuestra primera cita, pues venía de visitar a mi amigo Cooper en un hospital en Sunset Park, donde se recuperaba de un accidente de bicicleta en el que un Chevrolet Tahoe le había pasado por encima del fémur, y tras pasar un par de horas charlando con mi amigo y comprobar, para mi tranquilidad y la suya, que su cirugía había sido exitosa y podría volver a caminar en pocos meses, descubrí que no hay taxis en ese barrio. No importó; Ashley me esperaba sonriente en uno de los sillones rojos del fondo del antro, así lo supe cuando crucé la puerta coronada por un neón en el que se lee la palabra SODA.

En los portales de contactos la gente comparte fotografías muy dispares. En el de Ashley había solamente una, borrosa y pixelada, pero me bastó para reconocerla cuando la vi en persona. Ashley era asiática, femenina, delgada, treinta y cinco años, guapa; miraba fijamente, con ojos muy abiertos, cuando hablaba. Era profesora de literatura asiático-americana en Brooklyn College, y hablaba de manera clara y articulada. Vestía en general ropa informal; el primer día que la conocí recuerdo que llevaba una falda negra, una camiseta púrpura de lycra y unas sandalias de color crudo. Vivía sola, en un destartalado departamento de dos habitaciones lleno de libros, en Park Slope.

—Odio mi apartamento —me dijo un día—. Menos mal que dentro de cuatro meses vence mi contrato.

—A mí me gusta —respondí yo.

Vi a Ashley al menos dos o tres veces por semana durante los dos meses siguientes a nuestra primera cita. Desde el principio tuvimos —creo— muy buena química y, en la segunda, cuando nos preparábamos para salir del primer bar y dirigirnos al siguiente, le acaricié el pelo y le besé el cuello. Ella sonrió y se dejó besar. En el desenlace de la tercera, cuando estábamos en la plataforma del metro y su tren ya se adentraba en la estación por el andén sur, la besé en los labios. Se dejaba, pero no reaccionaba. Su tren se adueñó de la plataforma al completo, y ella se despidió con una sonrisa y se metió adentro, y allí me quedé yo, esperando a mi tren, que pronto llegaría por el andén norte.

—¿Quieres venir a mi casa esta noche a ver una película? —le pregunté un día.

—Vale, sí, ¿a qué hora? —respondió ella.

—¿A las nueve?

—Perfecto, nos vemos al rato.

Ashley llegó a mi casa a las nueve y cinco. No vimos ninguna película, sólo sintonizamos un programa absurdo que no recuerdo en la televisión, y de vez en cuando ella, recostada sobre mí, lo comentaba nerviosamente. Yo le acariciaba el pelo. Se dejaba. Le besaba los labios. Se dejaba. Me abrazaba, aunque sin excesiva intensidad.

Otra noche fuimos al teatro. La tomé de la mano durante la función. Como siempre, ella me miraba y me sonreía nerviosamente. Una vez terminada la obra fuimos a tomar una cerveza a The Way Station, Abita Lager para ella, Saratoga IPA para mí. Inquirió sobre mi pasado sentimental, tanto en Madrid como en Nueva York. Le expliqué cómo, después de varios años viviendo con mi ex, las cosas poco a poco se habían ido enfriando. Le expliqué también cómo había estado unos meses viendo a una enfermera de Queens que había conocido en una fiesta de cumpleaños de un amigo común unos meses atrás, y cómo simplemente habíamos dejado de vernos. Le dije que ella era la primera mujer que había conocido a través del portal de contactos, y si bien esto no era del todo cierto, tampoco era del todo falso: había tenido un par de frustradas primeras citas con dos mujeres con las que al parecer no tenía nada en común: ambas noches habían terminado sin un mínimo intento de ninguna de las partes por concertar una segunda reunión. Con la enfermera de Queens las cosas habían ido bien por un tiempo. No nos veíamos mucho, y no nos exigíamos mucho, pero teníamos una buena conexión en la cama (hacíamos el amor una o dos veces cada noche que nos veíamos, sin excepción —no le expliqué esto a Ashley—). Le conté cómo antes de conocer a mi ex había estado viviendo con otra mujer, que cierto día aceptó un trabajo en el extranjero; nos despedimos, nos deseamos suerte, y ella se marchó para no volver, si bien tampoco me afectó demasiado.

A medida que le narraba mi pasado, no pude evitar pensar en cómo, si bien se podía percibir de manera positiva el hecho de haber puesto fin a todas mis relaciones amistosamente, de alguna manera se podía entrever dejadez e indiferencia en las formas: la mayoría de mis relaciones pasadas, me pareció en ese momento, se habían terminado como se termina una botella de champú, de manera inevitable e irreversible pero también indolora, ya compraré más en el supermercado el jueves después del trabajo, no me va a quitar el sueño este asunto. Oh well, qué le vamos a hacer.

Ella, por su parte, me explicó cómo en los últimos doce años no había estado con un sólo hombre. El alto grado de intensidad emocional que había caracterizado el final de su última relación contrastaba con la indolencia y el desinterés que habían caracterizado los míos; al parecer ella y su última pareja, con la que había vivido por más de ocho años, habían acabado tirándose de los pelos, si no literalmente, poco habría faltado, por lo que me dijo.

Sin dar mucha más importancia de la que tenía al pasado lésbico de Ashley, seguí viéndome con ella a menudo. Me gustaba caminar a su lado por la ciudad y acariciar su pelo negro y liso, me gustaban sus ojos asiáticos y su sonrisa tímida. Finalmente, y después de varias semanas de cenas, cervezas, teatros, museos, me invitó a su casa un miércoles. Como ya mencioné, Ashley odiaba su apartamento, pero yo no lo encontraba tan infame. Tenía un largo pasillo con suelo de baldosa antigua donde guardaba todos sus zapatos, muchos de sus libros y su bicicleta. Tenía dos habitaciones pequeñas, y utilizaba una de ellas como despacho. En la otra solamente había una cama con un edredón rosa, dos mesillas blancas con sus respectivas lámparas blancas y una lámina de un cuadro de Chagall. En la sala tenía un sofá rojo y una mesita de café de cerezo macizo. En la pared, sobre el sofá, había una gran fotografía en color de una flor, no recuerdo qué tipo.

Después de un rato charlando, la empecé a besar, y esta vez, para mi sorpresa, respondió apasionadamente. Cuando me incliné sobre ella y la abracé con fuerza, tuvo un momento de incomodidad.

—Así no, no me gusta —me dijo—. Vamos mejor a la cama.

—Está bien, vayamos a la cama.

En la cama, sin embargo, no fueron mejor las cosas. La sentía incómoda, y tras un intento fallido, no conseguí una segunda erección.

—Me voy a casa —dije.

—Está  lloviendo,  ¿quieres  el  número  de  teléfono  de  un  car service? —ofreció.

—No, gracias, tengo mi bicicleta aparcada en la puerta. Nos vemos otro día.

Lo que sin duda sería una nueva despedida insípida e inevitable tardó unos días en materializarse: volvimos a vernos una semana más tarde, en Barboncino. Esa noche me dijo que pensaba volver con su antigua pareja, quien, al parecer, llevaba un año viviendo en Perú, y acababa de aceptar un empleo en Nueva York, a donde se mudaría en diez días. Me dijo que tenían planes para volver a vivir juntas.

—¿Estás segura de que es buena idea tenerla en tu casa? —dije yo, desde la sinceridad del que ya no se ve a sí mismo como seductor, competidor o siquiera amante discreto.

—Yo pienso que esta vez puede funcionar.

—Tú misma.

No volví a ver a Ashley. Un domingo soleado recibí un mensaje de texto de ella: «Hola Marc, ¿cómo estás?», y luego otro: «No funcionó». Le ofrecí invitarla a una cerveza, o tal vez a cenar, sin ya interés carnal o sentimental alguno en ella. «Gracias, pero no tengo el día. Quizás en otra ocasión», me dijo. Y proseguí con mi vida. Y Ashley, por un tiempo, también prosiguió con la suya. Y, finalmente, el jueves pasado leí la noticia: la policía había identificado a la mujer que había saltado en la noche del miércoles desde el puente en suspensión George Washington como Ashley Manning. Cruzaba el puente en una bicicleta cuando, según el relato de unos ciclistas, se detuvo tras dejar atrás la primera torre. Abandonó, al parecer, en el suelo su bicicleta, y se abalanzó al vacío entre los cables atirantados de la catenaria.

 

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🌐 Web del autor: Bridas y crucetas
https://danberges.wordpress.com/

📷 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez de su muestra New York, New York ©

 

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Revista Almiar n.º 88 / septiembre-octubre de 2016MARGEN CERO

 

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