relato por
Rodrigo S. Olivenza
E
sta puerta no se abre. —Y mira que le he dado al timbre. Lo que pone ahí, vamos —encojo los hombros mientras señalo nervioso el cartel de la puerta y miro fugazmente al joven de mi derecha, que espera en la acera conmigo. Bien vestido, pantalones de traje, camisa blanca, americana y corbata azul cobalto. ¿Cobalto?
Y yo con una chaqueta de lana, lavada mil veces y remendada por los codos, me digo mientras vuelvo a darle al interruptor. Dos veces seguidas. Y de forma más prolongada. Esperando unos segundos con cada intento.
El joven al otro lado de tres puertas de cristal levanta la mirada de su tarea ante mi insistencia, soslaya al cliente que tiene delante de él, así como a la fila de cuatro personas que esperan pacientemente, como un rebaño de ovejas tras el primero y niega con la cabeza mientras vuelve a lo que estaba haciendo antes de mi interrupción. En el último momento, sin embargo, parece ver algo a mi derecha y, con gesto de hastío, mueve su mano derecha hacia algo tapado por un mostrador.
Se oye un zumbido y, rápidamente agarro el tirador para evitar que el efecto pase. No sería la primera vez que me pasa y tengo que volver a llamar.
El joven entra raudo y veloz, antes incluso que yo. Con prisas. Ni siquiera agradeciéndome que sea yo quien abre la puerta, o cuanto menos, que la sujeto para que pueda pasar.
Estos jóvenes sólo piensan en sí mismos. En sus vidas y en sus problemas. Ni siquiera se percatan de que hay otro mundo, mucho más grande, fuera de esa cabeza egocéntrica suya. Para ellos, lo único importante son ellos. Y ellos mismos. Tan sólo su vida. Un halo de tristeza me envuelve mientras me doy cuenta de cómo es la juventud hoy en día. Entro resoplando, dejando que la puerta se cierre sola detrás de mí.
Justo a mi izquierda, una señora que se encuentra hablando con tono de sorpresa por el móvil, del Euromillón creo, y en pleno proceso de operaciones cuando se detiene de golpe y, girándose, me mira como quién ve a un ladrón. A punto de robarte. En un callejón oscuro. De Mogadiscio.
No se preocupe señora, no tengo ni el más mínimo interés en usted o en lo que está haciendo, dice mi mirada que la soslaya, fría, como si fuera un muro o una columna más. Vuelve a lo suyo, pero intenta tapar, con su cuerpo, y su bolso, aun más lo que hace.
Girando a la derecha observo cómo de las siete mesas que existen tan solo dos están ocupadas. La segunda a la derecha la ocupa un hombre en mangas de camisa que atiende a una pareja. La del fondo a la izquierda una mujer. Atractiva y con un traje chaqueta azul. Un hombre de edad avanzada, pantalón de color marrón y camisa a cuadros azul y blanca se sienta delante, la silla ladeada y un codo apoyado en la mesa. Gesticulando.
La oficina del director tiene la puerta cerrada. Y las persianas bajadas. No se ve a nadie. Debe estar reunido.
Resignado, me siento en una de las sillas dispuestas para esperar. Dispuestas de tal manera que tengas que girarte para poder ver si una de las personas queda libre. De forma totalmente antinatural. La silla es incómoda, dura, y no tiene reposabrazos. Así que coloco mi carpeta en las rodillas y me dispongo a esperar. Obviamente, la única distracción que existe son unos folletos. Con gente sonriente, colores neutros y expresiones de captación. Basura.
Pasan los minutos y ninguno de los clientes en las mesas hace ademán de levantarse. Los que les atienden deben estar batallando con ellos. O hablando de banalidades, pienso mientras veo cómo la mujer y el hombre mayor del fondo comienzan a discutir sobre cuáles son los mejores lugares para almorzar de la zona.
—Joder —resoplo mientras niego con la cabeza y busco con la mirada al joven del traje, que también está esperando al lado mío. Yo sentado y el de pie. Mira el reloj con gesto contrariado y cuando parece que va a mirarme desvía la mirada hacía el fondo de la sala y se encamina a la misma. Con una gran sonrisa y el brazo extendido.
Me giro en el asiento y veo cómo el director de la oficina y el joven se dan la mano y se funden en un abrazo. Todas sonrisas y expresiones de saludo. Preguntas y respuestas insulsas van y vuelven mientras llevan a cabo una pose hacia el exterior. Sus gritos y palmadas resuenan por la sala, atrayendo miradas y expresiones. Veo cómo entran y cierran la puerta. Falsos.
Los minutos pasan. Diez, veinte minutos. Media hora. De reloj. Al final, la pareja de la derecha se levanta. Por fin. Ella indignada, el resignado. El hombre en mangas de camisa al otro lado de la mesa moviéndose resignado. No puedo hacer nada. No es mi culpa. Váyanse.
Con la carpeta fuertemente agarrada en mi mano me levanto y me siento en una de las dos sillas situadas frente al hombre que, tras dirigir una última mirada a la pareja, se ha enfrascado en una lucha sin cuartel con su ordenador. No repara en mí hasta que carraspeo, harto de esperar. —Un momento —dice—, estoy terminando un tema de la pareja —añade mirándome de reojo. Inmediatamente deja de escribir. Se gira. Y abriendo los brazos grita. ¡Grita!
—¡Pero otra vez aquí!
El silencio se hace en la sala. O al menos me lo parece. Su grito golpea como un tren de mercancías. Mi mente paralizada. Mi mirada estupefacta. No sé qué decir.
—Es la quinta vez en dos semanas —mueve la cabeza—. Joder hombre —cierra los brazos y los vuelve a abrir. —Qué no podemos ayudarle. Firmó un contrato.
—Mire, he venido…—balbuceo, recuperándome de la sorpresa mientras mis manos temblorosas intentan abrir la carpeta.
—Sé perfectamente a qué ha venido —me interrumpe—, pero le repito que no podemos hacer nada. Lo mismo que le he dicho el resto de veces.
Me señala con el dedo índice de su mano derecha. —A ver si le queda claro —y lo mueve—. Nada de nada.
—Creo que no me está entendiendo. No vengo por… —le respondo desligando una de las cuerdas de mi carpeta.
—Qué es todo este follón Manolo, ¿pasa algo? —truena una voz a mi espalda. Me giro y es el director de la oficina. Asomado a la puerta de su oficina.
Es en ese momento, al girarme, cuando se da cuenta de quién soy y negando con la cabeza se acerca a nuestra mesa, se sitúa de pie junto a su subordinado y mirándome me dice, condescendiente.
—Mire, como le acaba de decir Manolo no podemos hacer nada por usted.
Su sonrisa es blanca. Impoluta. Su traje perfecto. Su mirada es de desdén. Y odio.
—¿Y me lo tenía que decir gritando? —le respondo señalando a la entrada, llena de gente que ahora disimula su interés y mira para otro lado. —¿Usted cree que eso es normal? —le insisto subiendo mi tono de voz.
El director lanza una mirada preocupada hacia la entrada. Sonríe a las personas que aguardan. Ya unas quince en total. Y extendiendo una mano hacia mí, cerrando los ojos y con un timbre de voz apaciguador, pero fuerte, me responde.
—Ha venido usted cinco veces en las últimas dos semanas. Pidiendo lo imposible. Y no ofreciendo nada. Siempre igual. Tiene usted que entender que no podemos ayudarle si usted no se ayuda a sí mismo.
Mira más allá de mí, a la entrada, y, sonriendo, acaba.
—Aquí estamos para hacer fluir el crédito y revitalizar la economía. No para casos perdidos.
Cabrón. —¿Caso perdido dice? Y hacerme firmar esas opciones. Preferentes las llamó usted —le espeto mientras me levanto y le señalo yo a él. —¡A perpetuidad! —le grito mientras miro hacia las personas congregadas en la puerta, que ya nos miran entre asombrados y curiosos. Algunos sonríen. —¡Me hizo perder mi dinero!
—Mire… —me intenta tranquilizar el director mientras desligo la segunda cuerda de la carpeta.
—Ni mire ni ostias —le espeto mientras meto la mano en la carpeta y saco un papel. Un boleto —me hizo perder mi dinero. Se aprovechó de mí. Usted y su recua de malnacidos —le grito enfervorecido, señalando con un gesto circular la oficina. —Me quitaron los ahorros y cuando no pude recuperar ese dinero, me arrebataron mi casa. Pero, ¿sabe qué?
—Creo que debería marcharse ya. Está montando un espectáculo —interviene el director acercándose a mí y agarrándome del brazo.
—Ni se le ocurra tocarme —le interrumpo apartando su mano de un manotazo. —¿Sabe qué? Venía a ingresar. ¿Lo entiendes? ¡A ingresar! Para recuperar mí casa. Y mi vida.
—¡Esto! —vocifero señalando el boleto—. ¡Esto es un Euromillón! —lo agito ante sus narices antes de añadir—. Y me tocó ayer. Pero no voy a daros absolutamente nada. Voy emplear los 150 millones de euros que me han tocado en contratar los mejores abogados y destrozaros.
Las caras del director y su subordinado se encuentran entre el pasmo y la estupefacción. La oficina, ahora sí, es un silencio total.
—¡Os destrozaré! —añado, mientras, girándome, me encamino hacia la puerta.
La afonía de los banqueros y los aplausos de la gente me acompañan en mi camino.
La furia me lleva.
—¡Hijos de puta!
Rodrigo S. Olivenza (seudónimo). Joven autor español. Esta puerta no se abre es su primera incursión en el terreno de la crítica social.
📩 Contactar con el autor: rodrigosolivenza [at] gmail [dot] com
🖼️ Ilustración relato: Contando Dinheiro, By Jeff Belmonte from Cuiabá, Brazil (Contando Dinheiro) [CC BY 2.0],
via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 78 | enero-febrero de 2015 – MARGEN CERO™
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