relato por
Aurora Carmona Müller

E

delio Gutiérrez nació, como sabrán, con el cordón umbilical rodeándole el cuello. Este acontecimiento, habitual en muchos recién nacidos, se convirtió rápidamente en notoria desgracia y la ciudad entera calló con vergüenza la maldición que sobre su padre, Don Marcelo Gutiérrez y Galán, había proclamado durante años. Aunque muchos deseaban que la desdicha embargara el corazón del dueño de la fábrica que había explotado a generaciones enteras de familias, nadie consideró de buena cristiandad cebarse con el bebé y menos aún con su mujer, la bella Magdalena, que murió a los tres días del parto.

Sí, con una tragedia inició la vida Edelio que, tras sesenta días en la incubadora, pasó al cuidado de una nodriza y en sus brazos tomada fue la deseada primera foto del heredero de los Gutiérrez y Galán.

En honor de la fallecida, Don Marcelo invirtió riqueza y esfuerzos para la fastuosa construcción de villa Magdalena, la nueva residencia familiar, que había proyectado con amplias estancias y un frondoso jardín. El tiempo que la majestuosa obra y la empresa requerían le impidieron dedicar al niño afectos o consideraciones. Ajeno a la ajetreada agenda del padre, creció Edelio en villa Magdalena. Entre los mimos de la niñera y las coplas de la cocinera transcurrieron los albores de su infancia, durmiendo en una cuna instalada junto a la despensa, gateando por el fregadero y escondiéndose entre las cacerolas. A los tres años aún no había salido de la cocina, no se había despegado de la teta de su cuidadora, ni había pronunciado ninguna palabra, hecho que de repente despertó a Don Marcelo una madrugada con grandísima preocupación. Por eso, llevó al niño al logopeda y al psicólogo sin que causa extraordinaria encontraran en el retraso. El padre, ávido de responsables, despidió a la cocinera e instaló a su hijo en una habitación en el ala opuesta de su dormitorio. Se figuraron que Edelio nunca hablaría pero pronto se arrepintieron de despreciar aquel tiempo de exquisita mudez. A los seis años, el niño empezó a preguntar por todo, con inquietud y de manera reiterada. Si no obtenía respuesta que le satisficiese, Edelio montaba en cólera, desperdigando sus berridos por la inmensa casa. Sus primeros ataques histéricos comenzaron cuando supo de dónde procedía la comida. ¿Por qué matamos para alimentarnos?, preguntaba, negándose a probar otra cosa que no fuera fruta troceada y sin pelar. Como no cesaban sus preguntas y reproches, le compraron un televisor de veinte y ocho pulgadas y muchas películas de animación. Y aquel rápido y práctico remedio se convirtió, en realidad, en el detonante de su extraño comportamiento. En su habitación Edelio quedó durante los siguientes años, engullendo con voracidad lo que la pantalla del mundo le ofrecía. ¿Por qué han de morir los niños de hambre?, ¿por qué han de extinguirse las ballenas?, ¿por qué destruimos el planeta?, ¿por qué los hombres matan a sus iguales? Nadie respondió. Así que Edelio, preso de la fantasía, decidió que la culpa de todo aquello era también de él mismo y, para expiar su parte de responsabilidades, se ató a la figura de una bella ninfa que adornaba la fuente que acababan de instalar en el jardín. Desde la fábrica se desplazaron muchos para ver al niño atado y comprobar que eran ciertos los rumores sobre su locura, agradeciendo al cielo que por una vez no hubiera clemencia con los afortunados Gutiérrez y Galán.

Siento el dolor ajeno, gritaba Edelio. Bajo mi piel siento latir los llantos de las madres que pierden a sus hijos en la guerra, los de los hombres brutalmente asesinados, los de los injustamente procesados. Don Marcelo fue requerido de inmediato y, aún atado y escupiendo al que se acercase a un metro de la ninfa, le encontró. Hay tanto que hacer padre, hay tanto que hacer para que el dolor desaparezca. Don Marcelo sintió que la rabia como una bala de fuego le atravesaba el cráneo. Desató bruscamente al niño y le arrastró hasta el sótano donde le tuvo encerrado por días. ¡Que nadie se atreva a darle comida, agua solamente!

Edelio calló y un mutismo sepulcral inundó villa Magdalena. Los empleados se lamentaron a escondidas. La nodriza se mordió los puños para frenar un grito de desesperación. Tras cinco días, Edelio fue liberado. Con ojos llorosos miró a su padre. El dolor sigue aquí, dijo mientras colocaba la mano en el pecho. Don Marcelo consideró aquélla una actitud débil e insana para un niño de ocho años y despidió a la cuidadora y envió a Edelio a un prestigioso internado ubicado en una finca a las afueras de la ciudad.

Su estancia allí no sobrepasó los tres meses. El niño no seguía las lecciones y desde el primer día adquirió hábitos poco saludables. No hay mayor instructor que la naturaleza ni mejor camino que el que mis pies elijan, aseguraba. Tomó la costumbre de no bañarse y la habilidad de subir a los árboles. En uno de ellos se construyó una guarida de donde se negaba a bajar. «Salvaje» fue la palabra que más repitieron los profesores a Don Marcelo en la carta de expulsión.

Padre, me has dado la vida. Te llevo en mi interior. Lo haré siempre. Y alargaba las vocales al decirlo. Siempre padre, siempre, repetía cuando Don Marcelo le llevó de vuelta a casa, mirándole de reojo con algo de ira y mucho desconcierto. ¡Vaya frase estúpida! ¡No la digas más, Edelio! ¡Te lo prohíbo!

Don Marcelo, preocupado por los comentarios de empleados y colaboradores y convencido de que el niño no rectificaría, decidió construirle una cabañita a espaldas de la villa, al final del camino del jardín, donde ningún invitado pudiera verle. Allí enviaba cada día a los sirvientes y a un profesor particular mientras él atendía los negocios que iban en amplísima expansión, igual que las inquietudes de Edelio. Pronto el joven descubrió que para un mueble se necesitaban talar muchos árboles y pidió al jardinero que los retirara y donara a una asociación ecologista. Luego consideró el jardín y el gasto de agua en su mantenimiento excesivo y solicitó cortar el riego. Un día exigió a su profesor que no utilizara ordenador, tinta ni papel, pues castigaba con ello a la madre naturaleza. Como sus peticiones no eran atendidas, se volvió huraño con el personal, a quien insultaba arrojándole las herramientas que robaba del garaje. En esa batalla pasaba los días el hijo y en otra, más fructífera, los pasaba el padre. Andaba Don Marcelo, por entonces, en la conquista de la viuda de un colega empresarial. Ambos compartían gusto por la ópera, las comidas copiosas y el silencio absoluto durante la sobremesa. Acordaron casarse de inmediato y unir así posesiones y círculo de amistades. En la ultimación de los detalles estaban, tomando el té en el jardín, cuando el ya adolescente Edelio, desnudo y cubierto de una corona de hojarasca, saltó sobre la mesa de caoba donde reposaba un lujoso juego de porcelana oriental. La viuda no apareció más por villa Magdalena, el juego de tazas quedó destrozado, la mesa inevitablemente coja y el rumor sobre el estrafalario hijo de Don Marcelo fue el tema de conversación preferido en toda la ciudad. Ninguna otra visita fue concertada, y todas las pendientes anuladas, para evitar que la escena se repitiese y Don Marcelo preparó con celeridad el traslado de su hijo a un centro de estudios en el extranjero. Así disfrutó Edelio de una venturosa estancia lejos del hogar, años que para su padre significarían un bálsamo purificador. Su hijo volvió de Londres cumplido los dieciocho con un inglés perfecto, unas melenas raftafaris y cultivado en el arte del yoga y el masaje tailandés. Padre, no hay suficiente tiempo para descubrir todo lo que el mundo nos ofrece, le decía mientras tocaba la guitarra tomando el sol en el jardín. El temperamento de Edelio se había serenado en formas y acrecentado en conceptos. Sus palabras pasaron de ser la locura de un niño desatendido a un peligro para la estabilidad empresarial. Al menos es lo que el secretario de la firma, hombre de confianza de Don Marcelo, temía. Al fin de cuentas el chico sería el heredero de lo que pronto se convertiría en una multinacional. Y muy alejadas de la realidad no andaban las dudas del secretario cuando Edelio creó un grupo de acción contra la empresa. Declaraba en los periódicos, organizaba manifestaciones, repartía octavillas sobre los malos hábitos del negocio para con los trabajadores y el medio ambiente. Don Marcelo, preso de las críticas y la consternación, despidió a todos los empleados y trasladó la fábrica a un país donde no sabían nada del asunto ecologista ni sindical.

En esa lucha Edelio seguía vivazmente cuando conoció a Laura, veinteañera de escote grande, pantalones cortos y perpetuo chicle de clorofila masticándose en la boca. El joven la invitaba a casa, olvidando en esos momentos su lucha quijotesca contra el mal, y con ella se quedaba retozando en el jardín. Esta villa se construyó en honor a mi madre, ¿te gusta?, preguntaba Edelio sin poder apartar la mirada de los rasgados ojos de la muchacha. Es chula, respondía ella tras una pompa de chicle. ¿Podrías instalarte aquí y vivir conmigo?, le susurró una vez y se atrevió a abrazarla. ¡Qué poco sabía del contacto ajeno! Sintió la calidez de su cuerpo y creyó morir. Cerró los ojos. Acercó los labios a su boca. Ella se dejó besar y Edelio comprobó entusiasmado que los árboles se mecían para felicitarle, que las flores abrían sus pétalos aplaudiendo, que las nubes se apretaban en un sonrisa, que el aire danzaba lleno de buenas esperanzas, que todo alrededor se sincronizaba con su euforia. Jardín, camino, sol y viento comunicando con un guiño inapreciable el gozo compartido de aquella emoción. La visita fue una y otra vez recordada con euforia por Edelio en el jardín. Se descalzaba y brincaba de un lado a otro, pensando en aquel beso y sintiendo que todo alrededor le respondía en su mismo tono de entusiasmo. Pero Laura, días después, no contestó a sus llamadas. En la puerta de la tienda de ropa, donde trabajaba, le dijo que era un chico simpático pero algo raro. Tantas veces a lo largo de su vida se arrepentiría Laura de aquel desprecio hacia el hijo de una familia de tan buen nombre, sin saber que Edelio había caído, por su rechazo, enfermo de desilusión.

Lloraba buscando brazos que lo arropasen, que le dijeran que el dolor en breve se marcharía, más nadie conocido y dispuesto al afecto había ya en villa Magdalena. Entró en la cocina y comenzó a golpearse con las cacerolas, escondite y cobijo del niño mudo de antaño. Con la sangre producida por las autolesiones escribía en las paredes de la villa: Soledad. Soledad. Soledad. Y el viento bramaba desconsolado, el sol se escondía tras las nubes y los árboles dirigían su triste copa hacia el suelo del jardín.

A su padre le localizaron con premura en un hotel en Frankfurt de madrugada. El secretario insistió en no aplazar los planes y recordó a Don Marcelo tantas otras veces en que su hijo había mostrado una actitud excéntrica. Pero él no cedió y creyó perder la razón y una paciencia, que en realidad hacía mucho le habían abandonado. En el tejado de la casa Don Marcelo encontró a Edelio, desnudo y aullando. Le ingresaron en un psiquiátrico con carácter urgente. No hay calmante que aplaque este fuego, padre, le gritó al salir tras un encierro de diez días. El problema es este corazón que me fustiga, mientras este corazón lata, mientras este corazón gima…

¿Qué palabras tan extrañas eran aquéllas? Don Marcelo se obsesionó con convertirse en el hazmerreír de la ciudad. No comía, no dormía, no hablaba en las reuniones, se quedaba mirando los papeles atrincherados en el despacho sin poder centrarse en ninguno de ellos. La imagen de Edelio gritando en el tejado atravesaba su cabeza como un relámpago abrasador. El secretario le surtía frecuentemente de tilas, valerianas y tranquilizantes, sin dejar de pensar cómo podría ayudar a su jefe, al que respetaba y tenía en tan gran estima. El secretario reflexionaba sobre aquel músculo hostil que albergaba el cuerpo de Edelio. No paró de pensar en él en toda la noche. Dormido quedó sobre su mesa de trabajo y, en un charco de baba, despertó a los minutos con una solución algo descabellada. El secretario pidió informes, consultó con varios profesionales y llevó a Edelio, en ausencia del padre, a la consulta del mejor cardiólogo.

Tras un examen detenido, se diagnosticó que el joven sufría una lesión de nacimiento, una arritmia, nada de importancia. Un corazón demasiado grande, aseguró el médico, un corazón con el que sin duda podrá vivir unos cuantos años más. ¿Cuántos años? ¿Vivirá lo suficiente para hacerse cargo del negocio cuando muera?, le preguntaba Don Marcelo al secretario. ¿Es que este imperio, que con tanto sudor he levantado, caerá en manos de los accionistas sin más?

Cambiarle el corazón.

La idea surcaba su cabeza como serpiente venenosa desde hacía tiempo. De titanio y silicona, importado de Canadá, le explicó el secretario a Don Marcelo. No sufrirá más, dijo tajante, ni él ni nadie. Una prótesis cardiaca que funcionaba mediante sensores eléctricos y motores hidráulicos. Un invento, aún en experimentación, de elevado coste pero que los Gutiérrez y Galán podían asumir. Si el problema de Edelio residía en ese órgano, su padre debía buscar la solución por muy costosa que fuera. Si su corazón era muy grande, bastaba con sustituirlo.

Los médicos recibieron un suculento cheque y el corazón sintético en un cofre sellado. A las pocas horas, Edelio estaba preparado para la fastuosa intervención. Desde la camilla suplicó, antes de que los calmantes le adormecieran. Por su padre preguntó, antes que las drogas invadieran sus sentidos. Este corazón me basta, padre. ¡No me lo quites! No haré nada contra la empresa nunca más. ¡Te lo aseguro! ¡Padre, vende tu parte de las acciones y vayámonos a dar la vuelta al mundo! Supusieron que eran efecto de la anestesia aquellas palabras, y Don Marcelo las borró con un café muy cargado en la sala de espera del hospital.

Una operación de doce horas para la extracción del corazón de Edelio y la implantación del sintético. Tres días estuvo en observación inconsciente, temiendo el equipo cirujano un rechazo mortal. Setenta y dos horas en las que Don Marcelo sucumbió en un delirio de paredes blancas y olor a morfina. El trasiego incesante y mecánico de enfermos pálidos y amordazados a cápsulas de laboratorio, le indujo a recordar los pocos momentos que había disfrutado con su hijo. Rezando y prometiéndose estar más tiempo con él, Don Marcelo sufrió esos tres días. Al cuarto, Edelio abrió los ojos.

Al mirarle, su padre sintió en el pecho el picotazo rápido y funesto de una abeja. ¿Estás bien? ¿Sientes algún dolor? ¿Cómo te encuentras? ¡Dime, hijo mío! ¡Dímelo! ¡Responde, por favor! Edelio arrastró la cabeza por la almohada y miró fijamente a su padre. Normal, respondió. A Don Marcelo le pareció una respuesta extraña. El secretario sonrió satisfecho. Edelio no dijo ni una palabra más el tiempo que estuvo ingresado, tampoco lo hizo en el trayecto de regreso a casa, ni al acomodarse en su dormitorio. De hecho, el joven se convirtió en un silencioso habitante de villa Magdalena.

Don Marcelo partió de viaje a Pekín, desde donde constantemente llamaba por teléfono para preguntar por la salud de su hijo. Sin novedades señor, era la respuesta. El secretario le felicitó. ¡Por fin Edelio está curado! Pero, a Don Marcelo se le instaló la duda de si alguna vez había estado realmente enfermo.

Del joven hippie, alegre y vivaz quedó más bien poco. La medicación hizo que perdiera cabello y peso. Además, su nuevo corazón debía cargarse cada cuarenta minutos, lo que apenas le permitía tener tiempo para descansar. Un cinturón anudado al tórax, y conectado a los sensores del implante, le avisaban con tres luces: amarilla, quince minutos antes del final de la batería; naranja, diez minutos antes; y roja, cinco minutos antes del final de la carga. Era imprescindible no sobrepasar más de un minuto, antes de que la tercera luz del cinturón se iluminase, para que el corazón siguiera en funcionamiento. ¡Qué pesada carga para mi hijo!, comentaba Don Marcelo cuando veía a Edelio retirarse a su dormitorio para poner la batería a cargar. ¡No más de un kilo es lo que pesa ese cacharro!, contestaba el secretario con precipitación.

Y con el nuevo corazón de Edelio, todo marchó bien.

La empresa crecía, los empleados se sublevaban, algunos eran despedidos, locales eran incendiados, los seguros cobrados. Otra empresa en distinta localidad se abría, otros empleados eran contratados, otros servicios ofrecidos, y vuelta que vuelta para que a la empresa de los Gutiérrez y Galán la catalogaran entre las diez más afortunadas del país.

Murió el subdirector comercial y Edelio solicitó su despacho. Quedaron atónitos. Don Marcelo se emocionó. Los sueños se cumplían. Ahora su hijo formaría parte de los negocios familiares. ¡Al fin su hijo formaría parte de su vida! Pero, Edelio no formó parte de nada excepto de los objetivos marcados por el departamento de ventas, que aprendió con avidez y asumió como un reto. Su presencia en el edificio era inexplicable para los accionistas y extraña para los empleados. Trabajaba desde las siete de la mañana a las diez de la noche. Almorzaba solo en su despacho y desestimaba las comidas de negocios. La carga de la batería de su corazón le servía de excusa para denegar la asistencia a cualquier evento social. Aún queda tarea, repetía si con él se cruzaba su padre por el pasillo invitándole a un café. ¡Este hijo tuyo al final será útil a la firma!, le decía el secretario al orgulloso Don Marcelo.

Entregados a su labor ejecutiva, transcurrieron los siguientes años de Edelio. Cumplidos los treinta, durante la presentación de una nueva franquicia en Sudamérica, el secretario le presentó a la hija del millonario dueño de una empresa de exportación exterior. A ella, Edelio le pareció un muchacho sobrio, triste y desvalido. Excusó su frialdad, con el valor de una heroína que rescata a su hombre de una imaginada tortura quimérica, y se prendó de él.

Es joven y hermosa. Podrá darme buenos vástagos, añadió Edelio en reunión privada ante la mirada atónita de su padre. ¡Será la boda del año y un espléndido acuerdo comercial!, gritó el secretario. No, nada de celebraciones, me basta con la firma en el juzgado. No tengo tiempo para fiestas, añadió Edelio mientras el secretario afirmaba, bajando y subiendo compulsivamente la cabeza y Don Marcelo le miraba con mucho desconcierto.

Tras la boda, Edelio no pidió días de descanso y no tardó en abandonar a la joven esposa en villa Magdalena, acudiendo al trabajo en su estricto horario laboral. Pronto me abrazará de nuevo, se consolaba ella. Haré crecer en él un fuego que presiento irrefrenable, se decía a solas. Pero el fuego nunca ardía y la joven encontró consuelo en el afecto paternal que su suegro le dispensaba, comparándola siempre con emoción con su fallecida esposa. Y es que Don Marcelo, desde la llegada de la muchacha, sintió un frío interno, un viento que pululaba desde los pies a la cabeza surcando a su paso dudas y malestar. ¿Será la edad, se decía, lo que me está imprimiendo otra perspectiva sobre lo que es verdadero e importante? Don Marcelo decidió delegar sus asuntos y detenerse por las tardes en casa junto a su nuera, preocupado porque ella empezaba a sentir extrañas molestias abdominales. Un ansia no colmada, creía la joven. Un embarazo de tres meses, confirmó el doctor. Edelio felicitó a su esposa y, desde ese momento, pidió que habilitaran otra estancia para dormir separados.

El nuevo heredero de los Gutiérrez y Galán nació cuando Edelio estaba de viaje en Hong Kong. Lo hizo sin llanto, de ocho meses y con los ojos muy abiertos, esparciendo de nuevo malos augurios para la familia en boca de los antiguos empleados de la ciudad. Don Marcelo dedicó a aquella criatura, que tanto tenía de las dos únicas personas a las que había amado, mujer e hijo, todos sus esfuerzos. Entregado a un amable papel de abuelo, solicitó al consejo de accionistas que su hijo le sustituyera al frente de la empresa. De esta forma, Edelio se estableció prácticamente a vivir en la oficina. Fue cuando la madre del niño sintió que era algo mucho más grave lo que le invadía, que una depresión posparto, y una mañana preparó sus maletas y el porta-bebés.

Don Marcelo telefoneó de inmediato a Edelio. ¡Se marchan! ¡Se marchan! Ven rápido. ¡Impídelo! Aunque Edelio afirmó que tomaría el próximo vuelo al término de la reunión con los inversores japoneses, ella dejó los papeles del divorcio sobre la mesa del comedor y Villa Magdalena quedó exenta de llantos, olor de piel nueva y calor de papilla recalentada.

A los brazos de Edelio, Don Marcelo se abalanzó al verle aparecer. ¡Se ha llevado a mi nieto!, gritaba. ¡No volveré a verlo más! Edelio le apartó bruscamente. Solicitó al servicio un poco de comida pues la de los aviones nunca le había gustado. Nada se puede hacer, padre. No tiene sentido lamentarse ya, le dijo mientras degustaba un filete poco hecho.

Don Marcelo dejó a su hijo cenando solo. Salió al jardín. Necesitaba tomar un aire que alguien le había arrebatado. Parecía que sus pulmones estuvieran vaciándose por el pinchazo reiterado de una avispa diabólica. Nada tenía. Aquella noche había perdido a su nieto y años atrás, en ese momento lo sabía, también a su hijo. Miró la fuente bellamente adornada por la ninfa, con su chorro de aguas adornadas por una leve y sumergida luz multicolor. Sintió el impulso de meterse en ella. Era el aire, que seguía escapándosele del pecho, lo que le empujaba a hacer cosas estrafalarias. Metió un pie en la fuente. El agua estaba tan fría que lo sacó de inmediato, dando un traspié. Era ese aire, ¿quién se lo estaba robando? Don Marcelo cayó sobre el césped, golpeándose la cabeza, e imaginó, tumbado ya en el suelo, que se ataba como un día hiciera su hijo a aquella bella ninfa que ahora le contemplaba fatigada y risueña.

El secretario contó a los miembros del consejo el terrible ataque cerebral que Don Marcelo había sufrido. Algunos se lamentaron, más que por él, porque su impertérrito hijo estuviera desde ese momento al frente del negocio. No podían darle quejas a su padre ni él podía atender, como antes, sus peticiones con benevolencia. El derrame había postrado a Don Marcelo en cama y le había arrebatado la capacidad de hablar. El secretario le llevó una pizarra para que con la mano, con la que aún podía escribir, se comunicase con el servicio. La oscuridad y el silencio le parecieron insufribles y una noche para Don Marcelo empezó el fin.

El secretario acudió hasta el despacho de Edelio y, entre sollozos, le comunicó que a su padre le habían dado unas horas de vida. Bien, dijo Edelio sin despegar la mirada de sus papeles, cuando termine esto iré a ver a mi padre. ¡No!, repuso el hombre muy disgustado. ¡Es imprescindible que sea en este momento! Edelio se quitó las gafas y miró al secretario. Cuando termine el informe iré a verle, te digo. Si nada puede hacerse, ¿qué valor hallamos en lamentarnos? ¿De qué sirve sufrir por el sufrimiento de los demás?

El secretario volvió junto a su moribundo jefe y, pasadas unas horas, Edelio llegó a villa Magdalena. Le he puesto un sedante, le dijo el médico de confianza en la entrada del dormitorio paterno. Edelio…, escribía torpemente Don Marcelo. Edelio…, escribía una y otra vez haciendo que el secretario borrara continuamente la pizarra. Edelio…, escribía clavando los ojos en su hijo. Edelio,… dime esa frase tuya, ¿la recuerdas? No entiendo qué quiere padre, respondía su hijo tras leer el cartel. Me diste la vida, escribían los dedos temblorosos de Don Marcelo, te llevo en mi interior… ¡Dila, Edelio!, subrayaba el enfermo en la pizarra una y otra vez. ¡Dila! ¡Dila, Edelio! Don Marcelo miró a su hijo con la máxima intensidad que sus pobres fuerzas le dejaban. Edelio miró a su padre con la misma intensidad sin hacer ningún esfuerzo. Yo nunca diría algo tan estúpido, padre. Debe estar delirando, susurró Edelio en dirección al secretario. Le dejo descansar, padre. Fue lo último que pronunció y se marchó, cerrando la puerta de la habitación con sumo cuidado.

La mano de Don Marcelo se asió con fuerza a la pizarra y sus ojos lucharon por atravesar la estancia y dar caza a su hijo. Sus ojos lucharon por abrirse por última vez, más allá de sus órbitas, para no cerrarse jamás.

A la mañana siguiente, Edelio dispuso los preparativos del entierro. Villa Magdalena se inundó de allegados y conocidos, muchos de los que aprovecharon el paso del cortejo para afianzar algún que otro acuerdo provechoso. Al término de la misa fúnebre, la villa quedó a solas pues Edelio había otorgado también día libre al servicio doméstico. Anocheció y, aburrido por su falta de tareas, Edelio decidió pasear por el exterior de la casa. Fue cuando el primer indicador, la luz amarilla de la batería de su corazón artificial, comenzó a parpadear. Edelio tenía que regresar sin demora para la recarga al interior. Entonces, escuchó un insulto en el aire. Un golpe invisible le empujó hacia el jardín. Creyó que el viento le agredía, las flores le escupían a su paso y las nubes le despreciaban volviéndose negras de tempestad. Asustado, corrió a refugiarse en su antigua vivienda, la casita que su padre le había construido junto al garaje. El aviso del cinturón brillaba incandescente en naranja, en el aviso de la segunda luz. Pero, el viento seguía insultándole, convertido en huracán deseaba echar abajo las paredes del refugio. Edelio se agachó en un rincón atemorizado, aguardando que el brutal viento aplacara, mas una sombra de sí mismo le cruzó por delante. La sombra saltaba y canturreaba con la cabeza cubierta de una corona de hojarasca. Edelio salió despavorido. Entró en el garaje cuando el tercer piloto de la batería brillaba intermitente. Miró la luz roja y se calmó. Era otro mensaje el que le habían regalado en el jardín hace años. El viento no le golpeaba, antaño, como ahora. Acurrucaba su cuerpo y acompañaba el delirio de un beso fugaz.

Edelio buscó las tijeras de podar por todo el garaje. Salió al jardín y con ellas se arrodilló frente a la fuente, sonriendo a la estatua de la bella ninfa. Con las tijeras en una mano y el corazón de titanio y silicona en la otra, le fotografió horas después el equipo forense. Y ésa fue la última y esperada foto del heredero del imperio de los Gutiérrez y Galán.

 

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Aurora Carmona Gallego


Aurora Carmona Müller
(seudónimo literario de Aurora Carmona Gallego). Licenciada en Periodismo. Postgrado Guion Cinematográfico EICTV San Antonio de los Baños (Cuba), Master Creación Literaria Universidad Sevilla. Actualmente trabaja como coordinadora en un programa de TV.

Currículo literario:
Margot o muerte de un guionista frustrado. Autoría y dirección. IX Certamen de Teatro Joven Ay. de Tomares (Sevilla). Febrero de 2000.
No sé bailar. Guion y dirección cortometraje. EICTV S. A. de los Baños (Cuba). Nov. 2000.
Salomé. Antología de Cuentos Inéditos II, Editorial Jamais (Sevilla) febrero de 2003.
Sueños de amor agotado. Colección Amor olvidado. C. Estudios poéticos. Madrid 2006.
T y A, relato para el proyecto literatura y arte contemporáneo Love Stories de Aleksandra Mir. Fundación NMAC Montenmedio (Cádiz). 2009.
Carteles – poemas, para I y II Edición Festival Perfopoesía Sevilla. Febrero 2008-2009.
Muerte y resurrección de un poeta. Antología electrónica Girapoema. 2009.
La madre. La mujer en el mundo hispano-marroquí. I Encuentro hispano-marroquí de poesía. Consulado Español en Tetuán y Fundación Dos Orillas. Tetuán, octubre de 2009.
Adjatay, adjatay. Antología de poemas, edición eletrónica Girapoema 2010.
Lluvia de recuerdos. Poema panel decorativo. Festival Cosmopoética Córdoba, abril 2010.
Pronto olvidan los amantes. Revista literaria Groenlandia. N.º 9. Sep-dic 2010.
El apocalipsis cotidiano. Relato. Revista Almiar. Margen Cero. Mayo 2011.
Poema XII, publicado en Vespuccio 37º 24’. Revista Internacional de Creación. N.º 1 – 2012. Universidad de Sevilla.
Recuerdo de un invierno. Poema. Revista En sentido figurado. Enero 2012.
– En preparación publicación de la novela Jurakanis en 2014.

📧 Contactar con la autora: auroracmuller [at] gmail[dot]com

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez  ©

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 Revista Almiarn.º 73 / marzo-abril de 2014MARGEN CERO™

 

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