relato por
Leonardo Moreno

 

A Jennifer Santacruz

 

P

ara unos pocos, un grupo selecto, un conjunto de privilegiados que comprendemos la sublimidad del fútbol, la final de la Champions es una especie de navidad, ramadán o año nuevo chino. Las amas de casa o los intelectuales (que ciertamente no tienen mayor diferencia) han de saber que es un torneo de clubes, internacional, europeo para ser más exactos. En esta ocasión jugaban los blue, un equipo de mediana categoría comprado recientemente por un multimillonario ruso. Cuatro años antes también jugaron la final —la primera hasta ese momento— y la perdieron frente a los diablos rojos. Su rival era la demoledora alemana y, por ende, se encontraban muy lejos de ser favoritos, ¡pero vaya usted háblele de favoritismos a un aficionado!

—La cuestión es si te empeñas en recordarlo o lo olvidas.

En el Instituto había un buen ambiente. Hablábamos hasta la extenuación del partido, del marfileño, de las estadísticas; hacíamos apuestas.

—Lo peor fue que escogieras a Zapata. No sólo era el pobre, el débil del grupo, sino también el más aficionado. «Esta vez sí la ganaremos», repitió toda la semana. ¡Debiste verle los ojos. El rostro de ilusión!

«¿Qué vas a hacer el sábado?», le escuché una vez a Escobar. Allí me surgió la idea. «No sé, de pronto vaya al zoológico», respondió Zapata. Caminé hasta el grupo y dije en voz alta, para que todos escucharan: «Te pago veinte mil pesos si no te ves el partido». Se escucharon gritos y aplausos, pero creo que aún no habían entendido. Yo estaba de pie y ellos sentados. Los miraba expectante. «Bueno, cincuenta», dije. «Te pago cincuenta mil pesos si no te ves el partido. Te quedás conmigo en cualquier parte. No podés ver ni escuchar nada. Cuando se termine, te pago y te vas. Te lo ves luego en tu casa si querés». Hubo un silencio momentáneo. «Yo me le mido de una», dijo Afanador. «No, con vos no me interesa», respondí enseguida. «Tiene que ser Zapata. Tiene que ser un buen hincha y de los blue». «¿Por qué de los blue?», preguntó alguien. «Porque no van a volver a una final», sentencié. Zapata dijo algo, un insulto sin convicción y se apartó del grupo.

Lo encontré el día siguiente, solo. Me saludó amable. «Cincuenta lucas parcero», dije. No se acordaba de nada; tardó un momento en entender. Hice algunas cuentas rápidas. «Si una persona, tu mamá, tu papá, cualquiera, se gana veinte mil pesos diarios, te estoy ofreciendo, regalando, dos días y medio de trabajo». Zapata me miró con una sonrisa cómplice. «Usted está muy loco huevón. Yo no me quiero perder el partidito». «Cien mil pesos», dije. «Si tuviera más te los daría, pero no tengo. Tómalo como un favor».

—¿Qué clase de favor?

—Era un experimento. ¿Viste la película? ¡Un millón de dólares por una noche con tu esposa! Pero eso es prostitución y ya está inventado. Además está de por medio el cuerpo: algo físico, tangible. Hay alguien que compra y alguien que vende un servicio. El comprador se lleva una satisfacción: el placer del sexo. Pero acá no compraba nada, no ganaba nada.

Me dijo que lo pensaría. Esa misma tarde fue a mi casa. «Bueno parcero, cien lucas por adelantado». Se hablaba del pacto en todo el Instituto. La profesora de ética me mandó a llamar. La escuché y estuve de acuerdo en casi todo lo que dijo. Finalmente me aburrí, pues entendía la vida en términos económicos. Una y otra vez repitió que Zapata era pobre, y si aceptaba era por la necesidad del dinero. Su conclusión era evidente; sin embargo no explicaba mis motivos. Se lo pregunté de manera explícita. «Lo que pasa es que usted es joven y está confundido», me respondió. No estuve de acuerdo con sus argumentos. Por el contrario, yo veía cierta madurez, cierta profundidad en mi deseo de comprobar intuiciones, en mi afán de ver más allá de las actitudes cotidianas de las personas. Yo era un pensador y ella una mojigata.

El sábado me encontré temprano con Zapata. Por todas partes había televisores encendidos, pero de verdad parecía esforzarse en no mirar. Lo invité a una cerveza.

—¿De qué hablaron esa tarde?

—Primero de fútbol. Le expuse mi manera de concebirlo, sin hinchadas, sin colores. No le voy a ningún equipo. O bueno, a veces le voy a todos. Quiero que los equipos jueguen bien, que se hagan goles, que se empaten en el último minuto. Adoro los penales y sufro. Luego… de nada. Yo escuchaba el partido.

—¡Cómo! ¡Escuchabas el partido!

—Por supuesto. Era la final de la Champions.

—No sé cómo se te ocurren esas cosas.

—Ahora que lo pienso, escuché una historia parecida.

—¿Sobre enfermos mentales?

—Es un poco fuerte. ¿Quieres que te cuente?

—Claro.

—Le pasó al amigo de un amigo mío, ¿te acuerdas?

—¿De qué?

—No importa. Bueno, era un tipo que lo invitaron a una fiesta. En el principio todo normal, la gente era amable, le ofrecían trago, comida. La estaba pasando bien. Después se le acercó alguien; un hombre mayor. Le dijo que le daba cinco millones, así, sin explicarle por qué motivo. Supongo que le daba tiempo de pensar, de ilusionarse con el dinero. Luego le hizo la propuesta en detalle. ¿Segura que quieres escuchar?

—No seas bobo. Continúa.

—Creo que el mundo está loco… O tal vez yo soy el sensible… Le dijo que le daba cinco millones si se dejaba partir una pierna.

—¡Qué horrible!

—¿Continúo?

—Sí.

—Le daba cinco millones y se encargaba de pagarle todo lo demás: el tratamiento, los médicos. Podía ser esa misma noche. El tipo extendía la pierna y el otro lo pateaba… en la canilla supongo…

—Ya, está bien.

Zapata aguantó los primeros minutos. Después empezó a desesperarse. Intentaba reconocer alguna señal en mis ojos, un gol, cualquier cosa. Como yo le hacía fuerza a ambos se confundía. «Está apretado», le dije. Su rostro se iluminó. ¿Qué podía significar aquello? Cuando alguno de los equipos va ganando, no va apretado, ¿o sí? Era una señal clara. Me arrepentí enseguida de mi inocencia. Si pensaba narrárselo mejor nos largábamos a casa. Lo vi frotarse las manos, tomarse el cabello. «Espere», me dijo. «Ya no quiero hacer el trato». «Ni siquiera se acaba el medio tiempo», respondí. «Alcanzo a llegar a mi casa y ver el final», insistió. Saqué dos billetes de cincuenta y se los entregué. «Te doblo la apuesta». No esperaba mi oferta. De nuevo se tomó el cabello; esta vez con más fuerza. «Vos sos un hijueputa».

—Todavía me pregunto si fue mi culpa.

—¿Te atreves a dudarlo?

—Piensa una cosa. Dios nos regaló el paraíso. Sin embargo, nos ofreció la posibilidad de rechazarlo.

—Tú no eres Dios.

—Sí, sí. Déjame hablar.

—Si no quería que pecáramos, no debió siquiera ofrecernos la tentación. Pero nadie culpa a Dios. Bueno, por lo menos no la tradición católica, cristiana. Llevamos siglos culpándonos por haber escuchado a la serpiente, conscientes de nuestra responsabilidad. A partir de ese punto de vista, Zapata es el único culpable. Yo soy una especie de serpiente, tan solo un intermediario entre él y su pecado.

Zapata parecía más tranquilo. Algunos niños jugaban fútbol cerca y fue a entretenerse con ellos. Era muy alto y flaco, con una gran sonrisa. Sobresalía de manera excesiva entre los pequeños. Al verlo pensaba que era una buena persona, tal vez una de las más amables del Instituto. Fue precisamente por eso que aceptó. Si hubiera sido otro me manda a la mierda. Afanador estuvo dispuesto, pero sólo porque no le importaba el partido. Los demás pueden robar para conseguirse el dinero. Zapata no puede porque es bueno, y si roba, estaría cometiendo pecado, y si peca se va a ir al infierno. También puede abandonar los estudios y trabajar. No lo hace porque es inteligente. Sabe que debe estudiar para tener un buen futuro. ¡Qué más podía hacer el pobre diablo!

Cuando regresó estaba radiante. Faltaban sólo veinte minutos para terminar el partido. Se quitó la camisa para secarse el sudor y se acomodó frente a mí. Yo permanecía inmóvil, escuchando. Por un momento olvidé su presencia. Pasaron varios minutos y continuaba el empate. «¡Goool!», grité. Me miró ansioso, pero esta vez no revelé nada. Pensé que después de todo, el sacrificio de Zapata sería insignificante; al regresar a su casa incluso me agradecería haberle evitado la pena. Hubo otro gol. «¡Mierda! ¡Goool, goooool!». En cinco minutos un gol, un campeón, luego otro gol, de nuevo el empate. Me encontraba de pie, entusiasta, agradecido con la vida por habernos regalado el fútbol. Zapata comprendió que los noventa minutos habían terminado. «Se fueron al alargue», dijo. Lo miré con piedad. Por un momento pensé en compartirle mi alegría de aficionado, entregarle un audífono, escuchar juntos. Fue un entretiempo intenso, con varias oportunidades de gol desperdiciadas. Se aproximaban los penales. Di varios pasos en círculo sin animarme a sentar. Marcó Lahm, luego erró Mata y marcó Gómez. «El fútbol es un juego de once contra once donde siempre gana Alemania», dije en voz alta. Después de tres rondas la serie seguía a favor del Bayern. «¡Mierda! ¡Ataja Cech!». Zapata se acercó. Estaba junto a mí y alcanzaba a escuchar. Cole definió fuerte, marcó. Una vez más, de manera despiadada, el eterno empate. ¡Cómo se detiene el mundo en aquellos momentos! «¡Pegó en el palo!», gritó Zapata. «¡Pegó en el palo! ¡Pegó en el palo!». Faltaba un cobro; si marcaba el Chelsea eran campeones. «Drooogba. Gol, gol, gol, gol, gol, gol, goooool. El Chelsea es campeón por primera vez en su historia». Vi a Zapata llorar, dejarse caer de rodillas en el suelo. «¡Sos campeón!», le grité. Tal vez debí decir: «Sos campeón, hijueputa. Sos campeón por primera vez y no lo viste, no lo vas a ver nunca porque ya se acabó el partido y las repeticiones no cuentan. Lo vas a ver mil veces pero los goles ya se marcaron. Ya no tienes que sufrir porque esa pelota no se va a meter». Me arrojé a abrazarlo en un gesto sincero de emoción. Sus lágrimas caían en silencio. «No te lo perdono», dijo. «No te lo voy a perdonar nunca».

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Siete años.

—¿Volviste a verlo?

—No, nunca. Creo que se fue de la ciudad.

—¡Usted por qué hacía esas cosas, niño!

—Me decían el mounstruo en el Instituto. No monstruo, sino mounstruo, pronunciando primero la u. Eran muy graciosos.

—De pronto vuelven a ganar.

—No te imaginas la fuerza, el deseo. Cada ocho días me visto de azul y me siento frente al televisor. Deberías verme. Creo que ni siquiera Zapata sufre tanto.

—Trate de no pensar en eso. Mejor hablemos de otra cosa. ¿Cómo va su vida?

—¡Qué se puede decir! Me gradué. Aún te espero para casarnos.

—¡Usted nunca madura!

—¿Tú sigues con tu violincito? ¿Con el tipejo ese?

—Deje la bobada. Recuerde que ya es todo un Licenciado.

—¿Hace cuánto no te veía? Casi desde que salimos del Instituto. Podríamos vernos más seguido, conversar. Siempre me hizo bien hablar contigo.

—El viernes tengo un concierto por si quiere ir. ¿Y usted tiene novia?

—Salí de una relación de tres años. Las cosas no funcionaron.

—¿La engañaste?

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. Supongo que adivino. La amabas, ¿verdad?

—Sí, creo que tanto o más que a ti. Discúlpame la franqueza.

—¿Por qué no la buscas?

—¿Para qué? Volvería a engañarla.

—Podrías intentarlo.

—No lo sé; de pronto lo haga. ¿Cómo va tu relación?

—Nos vamos a casar.

—Lo dices para molestarme.

—Es cierto, el siete de agosto.

—Deberías esperar un poco, ¿no te parece? Los treinta son una buena edad para casarse. Imagina que conoces a alguien más, o de pronto un día te levantas y descubres que simplemente no amas al tipejo. Peor aún, imagina que todavía me amas.

—Lo de su novia… es lo mismo con Zapata. Es lo mismo de toda su vida.

—¿Qué cosa?

—No sabes por qué lo haces.

—Tal vez.

—Si continúa así se va a quedar solo, niño.

—Yo sé, yo sé. Créeme que lo pienso cada día.

 

bolitas párrafo relato Leonardo Moreno

Leonardo MorenoLeonardo Moreno. Es Licenciado en Literatura y Profesional en Estudios Políticos de la Universidad del Valle (Cali-Colombia). Ha publicado diversos cuentos en revistas físicas y digitales, entre los cuales se destacan Jacobo y yo, Un cuento más sobre el absurdo, el humorcito y los recursos literarios, Los glúteos de Jennifer Brown y Los diálogos. Tiene una novela inédita titulada Margarita no da a luz.

📩 Contactar con el autor: leomor1000 [at] gmail [dot] com

 Ilustración relato: Corner flag at Brastad arena, W.carter, CC0, via Wikimedia Commons.

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