relato por
Charlie Dylon

M

i nombre es Ricardo Emanuel Fernández Espinosa. Richie Chanel para los amigos. ¿Por qué el apodo? Muy simple, soy artista y escritor, y como pretendo extender mi fama a niveles internacionales, necesito un nombre que cualquier persona del mundo pueda pronunciar sin fruncir el ceño ni pensar cincuenta veces antes de decirlo. Otros detalles que quizás deban saber de mí, queridos lectores, antes de que les cuente esta historia, es que tengo veintisiete años, soy un poco narcisista, bastante obstinado, cínico, sarcástico y que me fascina la música. ¡Ah! Casi lo olvido, lo último que quizás deban saber es que soy homosexual.

Antes de contarles la siguiente anécdota, quisiera plantear el panorama familiar en el que nací y me crié. Mi padre, arquitecto con alma de sargento; mi madre, ama de casa y alma de víctima sacrificada. Tengo tres hermanos varones. Sí, todos varones. Dos mayores y un menor. Todos fanáticos del fútbol, todos heterosexuales, todos se entienden entre ellos… y yo soy la oveja negra. ¿Me pesa serlo? No, pues soy la oveja más glamorosa del rebaño. O la única oveja blanca en un rebaño de ovejas negras, según mi opinión. Elijan la opción que más les guste.

Es evidente que una persona como yo no encaja ni es bienvenida en una familia del estilo de la mía. Sin embargo, es la vida que me tocó y tengo que aprender a vivirla. Supe que era homosexual desde la primera vez que me probé los zapatos de tacón de mi madre, cuando tenía seis años. Unos zapatos de gamuza violeta con un rosetón de tela al frente. En su momento me parecían hermosos. Es posible que si vuelvo a verlos el día de hoy me resulten vomitivos.

Y aquí comienza mi historia. La vez en que, a mis dieciocho años, le confesé a mi familia que era homosexual, marcó un cambio rotundo en el trayecto de las cosas o, según logré entenderlo años más tarde, puso las cosas en el camino correcto. Admito que me pareció más estúpido que vergonzoso hacerlo, ya que cualquier idiota con tres dedos de frente se daría cuenta de mi verdadera identidad sexual con solo mirarme a los ojos.

Estábamos cenando; todos comían sin mirarse a los ojos y golpeaban los tenedores furiosamente contra los platos de loza, que ya tenían las flores despintadas de tan viejos que eran. Y estaban agrietados.

Es decir, una noche como cualquier otra.

—Pasame el pan —gruñó don Fernán, mi papá, mientras deglutía un trozo de carne a medio masticar.

—¡Te robaste mi servilleta! —gritó mi hermano Jacinto, el segundo.

—¿Cómo tu servilleta? —chistó mi papá y se cubrió la boca con la evidencia.

—Tomá, hijo —suspiró María de los Dolores, mi madre, y le extendió una servilleta limpia.

—¡Siempre la misma con ustedes, che! —se rió Bernardo, el primogénito, y dio una ruidosa palmada al aire.

A él siempre le fascinó llamar la atención. Haría lo que fuera para que los ojos del mundo se fijaran en él las veinticuatro horas del día, cada día del año. Y aun así, le resultaría poco.

—¡Pero hijo, no le pongas tanto kétchup al bife! —se quejó mi madre, mientras Pablo, el menor de los cuatro, embadurnaba aquel trozo de carne como si estuviese decorando una torta.

—A mí me gusta así —se defendió Pablo, aunque con un diminuto tono de voz, y sin siquiera dirigirle la mirada.

—¡Qué asco! —dije yo—. ¿Cómo podés comer bife de esa manera?

Entonces mi madre me atravesó el rostro con una mirada de repudio.

—Si a tu hermano le gusta, entonces no lo molestes. El que se lo va a comer es él, no vos, Ricardo —lo defendió.

Sí, nadie en mi familia me dice Richie. Solían decirme Riquito hasta los tres años, de ahí cambió a Riqui, y con el tiempo quedó Ricardo… para ellos. El último paso de la evolución parece que siempre se les escapa. Y fue así, simplemente, harto de aquella escena patética que me había visto forzado a presenciar noche tras noche desde hacía ya dieciocho no tan inocentes años, que decidí ponerme de pie y decir:

—Tengo un anuncio que hacer.

Mi madre me miró con una sonrisa, mis hermanos desviaron la mirada brevemente, pero siguieron concentrados en sus platos. Mi padre me observó de reojo, y luego dejó caer los cubiertos. Si seguía esperando, jamás encontraría el momento perfecto. No hay momentos perfectos para declaraciones del estilo.

—¿Qué pasa hijo?

—Soy gay —dije sin más.

—¿Cómo? —soltó mi padre, desorientado—. No te entiendo. ¿Qué dice, María? No entiendo.

Mi madre estaba pálida del espanto y mis hermanos, aún con la boca repleta, habían dejado de masticar. La noticia tardó diez segundos en entrarles en la cabeza, y cuando lo hizo, la cena de esa noche ya no volvió a ser la misma. Bernardo se levantó con furia y arrojó la panera contra la pared. Yo estaba nervioso, transpiraba y tenía la garganta seca. No por miedo a él, sino porque no sabía que la noticia incomodaría a todos… y a pesar de las diferencias, al día de hoy siguen siendo mi familia y siempre lo serán. No me agrada generarles incomodidad. Pero tampoco es mi misión ablandarles la realidad. Todavía tienen todos sus dientes y, aunque muchos estén llenos de empastes y tratamientos de conducto, pueden masticarla y tragársela entera… Perdón por el doble sentido.

—¡Vos no sos gay, sos un pelotudo de mierda! —me gritó Bernardo, el mayor de mis hermanos—. ¡Yo no tengo hermanos gay! ¡¿Qué carajo estás diciendo?! ¡Sos un enfermo mental!

—Eh… bueno, no. En realidad no soy pelotudo de mierda ni tampoco un enfermo mental… Soy gay —le respondí.

Siempre me fascinó provocarlo. El odio en su rostro fue aún mayor cuando me escuchó decirlo por segunda vez. Entonces, desde el lugar y como un gallito de pelea, no hizo más que gesticular con los brazos, sacudir la silla y decir:

—Yo a este pibe lo voy a matar. ¡Mirá cómo me responde! ¡Te voy a matar, putito!

Putito… ¡qué palabra tan poco feliz y al mismo tiempo tan irrisoria! Jacinto, que estaba sentado a su lado, se encargó de tranquilizarlo. Él y Pablo siempre fueron los más sensatos de toda la familia. No me extraña que la sorpresa no les haya resultado novedosa, o cuando menos tan sorpresiva.

—¡Ay, Dios! —se quejó mi madre—. ¿Estás seguro de lo que estás diciendo, hijo? ¡Vos estás confundido!

—¡Me da el ataque, María! ¡Me da el ataqueeeeee! —suplicó mi padre, mientras agitaba los brazos al costado del cuerpo con el histrionismo aniñado que siempre lo caracterizó.

—Yo no puedo creer que les resulte tan raro —dije, muy asombrado—. ¿En serio no se habían dado cuenta?

—¡Qué mierda decís, hijo de puta! ¡Me mareo, María! ¡Me mareo! —lloriqueó mi padre—. ¡Tengo un hijo puto, María! ¡Tengo un hijo puto! ¡Decime qué hice mal yo! ¿Qué hice mal en la vida? ¿Por qué Dios me castiga de esta manera? ¡Yo lo tengo que matar, María! ¡Lo tengo que matar! —aulló mientras alzaba un cuchillo y mi madre trataba de tranquilizarlo.

—Puto suena un poco fuerte… Prefiero el término gay, papá. Gracias —le sonreí, y pareció que el mareo se le quitó en seguida.

—¡Esas son pelotudeces, Emanuel! —gruñó y dejó el cuchillo; él siempre me llamó por mi segundo nombre, que detesto—. ¡Con semejante nombre que te elegí, ¿cómo me podés venir a decir que sos puto?! ¡Vos no sos puto!

—Este tema lo vamos a tener que hablar, hijo —sentenció mi madre.

Y fue ahí cuando mi corta paciencia se desvaneció por completo. Me froté la frente con ambas manos y luego las uní delante del cuerpo. Traté, de ese modo, de conversar la calma.

—No, ¿ves? Es ahí donde entramos en divergencia. Esto no es un tema debatible, posiblemente sea analizable, pero acá ninguno es Jorge Bucay, así que tampoco tendría sentido. Esto no es más que la verdad. Al que le guste, bien. Lo felicito. Al que no, ¡qué pena! Se me caen las lágrimas del dolor… Y como por lo visto a ninguno el asunto le está gustando demasiado, no tengo mucho más que acotar. Así que punto, a otra cosa, y que les vaya bien. Hasta luego —finalicé.

—¿Adónde te creés que vas? —aulló mi padre, iracundo—. ¡Vos no te vas de acá hasta que me expliques de dónde sacaste esas ideas de mierda!

No pude contener la risa. Me di media vuelta y lo enfrenté. Mis ojos se cruzaron brevemente con el florero que centraba la mesa. Lo señalé.

—¿Ves ese florero? —le pregunté.

—¡Por supuesto que lo veo! —chistó mi padre—. Es evidente que es un florero, Emanuel. ¡Dejá de decir pelotudeces que me vas a volver loco, carajo!

—Bueno, tranquilo —le dije, y traté de contener la risa—. Mirá el florero entonces, y date cuenta de que es un florero. No lo pretendas palangana, porque nunca lo va a ser. Repito, al que le guste bien, y al que no, que le vaya a llorar a la vecina de enfrente. ¡Yo no soy ningún santo ni pretendo serlo! Acá Madre Teresa hubo una sola, y como yo no tengo intenciones de convertirme en Padre Tereso, ya no tengo motivos para seguir adelante con esta conversación. ¡Hasta luego, y que les garúe finito cualquier cosa, eh!

—Pero, hijo —intentó detenerme mi madre.

Salí de la cocina, me dirigí a mi habitación, donde tomé las llaves, la billetera, el celular y un abrigo. Mi idea no era irme de la casa para siempre, solo darles un tiempo para que asimilen la idea de que Richie Chanel es, fue y será su hijo homosexual.

Cuando me retiraba de la sala, pude escuchar de fondo la voz de Pablo que decía:

—Ma, ¿hay más papas fritas?

—Sí, hijito. Ya te las alcanzo —le respondió ella.

 

relato Floreros por palanganas

 

Charles A. Dylon. Escritor y artista argentino. Vive en Alemania desde hace unos años. Desde muy temprana edad se siente vinculado al arte y la literatura, medios de expresión que fueron su refugio durante los momentos más difíciles y que le dieron la fortaleza de seguir adelante. Generalmente escribe fantasía, pero le gusta incursionar en diferentes géneros.

🖥️ Web del autor: Expresiones literarias (http://lyterat.blogspot.com.es/) | Charlie Dylon’s Artwork (http://charliedylon.blogspot.com.es/) 

 Ilustración relato: Fotografía por PublicDomainPictures / Pixabay [CCO dominio público]

 

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