relato por
Emiliano D. Ogean

 

E

l antiguo reloj inglés dio las diez de la noche con campanadas secas, que repitió en forma rítmica hasta completar su noble tarea de informar la hora como siempre lo había hecho desde que, por gracia de algún familiar desconocido, pasó a formar parte de la abultada fortuna familiar. Una fortuna que fue creciendo con cada generación de banqueros, prestamistas, comerciantes, políticos y otros hombres de negocios que habían sido notables en muchos tiempos y en muchos lugares distintos, desde el primer ancestro que abandonó la Galilea para prosperar en Europa. El fuego crepitaba suavemente en la chimenea de mármol mientras Salomón Silvermann pasaba las páginas de su novela y la vieja radio con forma de catedral iluminaba la sala con su pálida luz amarilla, intercalando zumbidos de estática con la voz entrecortada de alguna emisora. Arrimó su mano a la vieja radio y retorció el dial para un lado y para otro, buscando algo que le llegara sin estática. Los números pasaban de derecha a izquierda bajo la aguja roja, dibujada en el vidrio frontal que con su amarillez opaca ocultaba los transistores y cables del interior. Apartó el libro por un minuto y subió el volumen, para escuchar las noticias mientras se levantaba a servirse una copa de brandy.

—Mañana el presidente de la nación rendirá homenaje a las víctimas del fatal accidente —el licor cayó como una catarata ambarina en el copón de cristal de Bohemia. El presidente, otro burro con banda presidencial, cuántos había ayudado a sacar y poner a lo largo de su vida. Nada más fácil en este país y en cualquier otro, lo único que variaba era la forma, el modus operandi, pero el resultado era siempre el mismo.

—Ningún cigarrillo es mejor que Chesterfield, el sabor más suavese acercó al sillón de cuero negro para volver a acomodarse. Sintió deseos de fumar, pero lo haría más tarde.

—La marcha de la economía podría desacelerarse en los próximos meses informó el ministro —tomó un sorbo de brandy que tragó lentamente disfrutando el delicado fuego aterciopelado que le dejaba en la garganta y cerró los ojos por un momento, reclinándose en su lugar. La economía no era algo que le preocupara, la economía era él. Tanto al alza como a la baja, el destino de la economía del país se decidía en el club de caballeros, no en algún ministerio por un funcionario ungido por el populacho. Se rió estrepitosamente.

—Salomón Silvermann —Salomón Silvermann, se repitió su nombre, todavía entre risotadas, ignorando que acababa de escucharlo en la radio, pero el aparato insistió—. El célebre hombre de negocios Salomón Silvermann de 53 años fue hallado muerto esta madrugada en su residencia de Villa Crespo, los detalles no se conocen aún. 

 

Salomón Silvermann sin dejar nunca de reírse, pensó que era una excelente broma. Se preguntaba quién habría tenido el tino de intentar algo así y lamentó la poca seriedad de la emisora que se prestó a ello, pensó que el bromista habría tenido que reclamar varios favores para montar algo así. Tal vez algún conocido en la radio. Se paró por segunda vez aquella madrugada para acercarse al humidor de cedro y tomar un cigarro. Estaba esperando que el teléfono sonara en cualquier momento con la voz de un amigo presto a recolectar los insultos provocados por la broma. Pensó que no le daría el gusto. Abrió el aparejo y eligió con cuidado acariciando los habanos con la punta de sus dedos. Coleccionar habanos era una de sus pasiones, pasión que había adquirido años atrás, en alegres viajes de negocios a La Habana, antes de que los rojos se hicieran con el país. Sopesó los habanos uno por uno para tomar una decisión. Un robusto, la fumada justa. Lo tomó firmemente entre sus dedos, le abrió un orificio con el sacabocado y lo encendió con una lámina de madera de cedro. El humo denso y corpulento comenzó a invadir el cuarto. Se acomodó nuevamente en el sillón y bebió un poco más. La radio seguía dando boletines informativos sin cesar.

—Tenemos más información sobre la tragedia en la residencia Silvermann, aparentemente el cuerpo del propietario y el de su ama de llaves, una mujer de nacionalidad paraguaya, llamada Benita Ayala, única habitante junto con él de la fastuosa residencia de Villa Crespo, fueron hallados en el estudio del segundo piso —Benita, se repitió el nombre de la entrometida mucama. La soportaba desde hacía años por el solo fastidio que le provocaba buscarse una nueva. Se había acostumbrado a ella como a tantos otros malos hábitos y disfrutaba secretamente del juego perverso de malos tratos y falsa modestia que le dispensaba sin poder creer que la imbécil lo considerara un buen patrón. Le pareció una buena idea trabar la puerta del estudio, no quería ser molestado por nadie, especialmente por ella. Se levantó una vez más para poner llave a la puerta y volvió a su asiento. El humo del habano había inundado ya por completo la habitación. ¿Quién sería el que invirtió su tiempo y dinero en una broma de mal gusto tan bien organizada? Sin duda debía de ser alguien cercano, tanto odio sólo podía ser producto de la intimidad. Además tenía que ser alguien que frecuentaba la casa, o cuando menos que estuvo allí alguna vez, porque eran pocos los que sabían el nombre de la criada.

—Este domingo el partido que todos estaban esperando, el superclásico del fútbol argentino, no se pierda nuestra transmisión exclusiva, llevada a ustedes por calzados Pampero, los mejores y más duraderos —probablemente haya sido Rosenberg, o alguno de esos malditos del club, o alguien de la competencia. Tal vez el turco de las curtiembres o ese banquero uruguayo que estuvo intercambiando elogios con él en ese mismo estudio del segundo piso, pero que se fue echando maldiciones al aire cuando se negó a venderle su parte de un negocio. Malditos sean, molestar la paz de un hombre de esa manera. El humo se volvió opaco, como la niebla de la madrugada y se adueñó un poco más de la habitación.

—Nos llega nueva información del caso Silvermann: aparentemente la Sra. Ayala fue asesinada de 4 disparos, aún se desconoce la causa del fallecimiento del Sr. Silvermann pero la situación parece ser más compleja de lo que se especulaba en un principio —¡asesinato!, ¡disparos! Esto era ultrajante, ya no se trataba de una simple broma de mal gusto, eran serias calumnias, o tal vez amenazas de muerte. ¡Quién se atrevería! Lo estaban involucrando en una investigación policíaca, esto había perdido toda gracia. No podía ser real, tenía que ser un truco, seguramente una grabación y no la radio en vivo, eso lo explicaría todo. Comenzó a requisar la radio con forma de catedral buscando algún cable fuera de lugar, algo que sugiriera que había sido adulterada. La examinó por todos sus ángulos sin poder encontrar nada.

—Aparentemente los disparos que mataron a la Sra. Ayala provinieron del interior del estudio y la alcanzaron a través de la puerta, todavía no hay parte sobre la muerte de Salomón Silvermann quien podría ser la segunda víctima de lo que se perfila como un terrible crimen —su corazón comenzó a acelerarse más y más, con gotas frías de sudor que le poblaron la frente. El humo del habano se oscureció un poco tornándose acre y sulfuroso. ¡Basta! ¡Qué locura!, esto ya había logrado enfurecerlo como nunca antes. Cómo se atrevían a hacerle algo así, mañana mismo iría a tribunales a hablar con su amigo el Juez en lo Criminal. No, mejor aún, hablaría con un prestamista amigo para que le encomendara sus matones, esa sería una lección difícil de olvidar para el responsable. No se la iban a llevar de arriba esta, lo juró por sus antepasados que podía rastrear hasta el encuentro de Moisés con la zarza ardiente.

—Último momento: nos informan que los peritajes realizados en la escena del crimen indicarían la posibilidad de que el Sr. Silvermann haya efectuado los disparos que le dieron muerte a la Sra. Ayala para luego quitarse la vida, ampliaremos a la brevedad —se paralizó ante el tamaño que todo esto había adquirido en poco menos de una hora, le dio la impresión de tener los ojos abiertos mas allá de los limites de sus orbitas. Las venas de su cuello, hinchadas y aumentado su tamaño al de gruesos dedos que sobresalían bajo la piel, latían con un ritmo frenético y descompensado.

—¡Basta! —le gritó al aparato como si fuera el responsable de la amarga broma que lo estaba llevando al borde de la locura. El humo del cigarro se volvió completamente negro como la noche más espesa y sin estrellas y le quemó los pulmones al respirarlo. Tosiendo, se arrastró hasta la radio con las manos temblorosas por la furia para cambiar el dial. Lo cambió.

—El Sr. Salomón Silvermann residente de Villa Crespo fue hallado muerto —lo volvió a cambiar

—El empresario Salomón Silvermann —lo cambió otra vez.

—El estafador Salomón Silvermann —lo cambió una y otra vez más, sumido en un pánico que nunca antes había conocido. Furioso, aterrado, tembloroso, como jamás lo había estado en su vida, siendo un hombre que poco conocía de cualquier posición que no fuera la de dominar una situación. Lo cambió una última vez.

—El maldito viejo taimado de Salomón Silvermann, bienvenido sea su deceso —suficiente. Se abalanzó sobre el aparato gritando como una bestia rabiosa, le arrancó el dial, le arrancó los cables y perforó con su puño la tela del parlante, la estranguló como lo hiciera con el cuello de alguna mujer que no quiso amarlo nunca, la golpeó con el nervio, con el poder del odio y de un mundo de sentimientos oscuros y recuerdos terribles. Gritó, aulló, gimió y sin poder evitarlo, se desvaneció brevemente en ese arrebato de cólera destructiva.

 

Sus ojos no podían ver nada en el humo del cigarro que era completamente negro, su visión totalmente oscurecida, como la de un hombre muerto, como la de un habitante de la nada, privado de la luz. Lo rodeaba el silencio absoluto, el aparato se había callado por fin. Sus ojos aún llorosos le fueron devolviendo algunas imágenes borrosas poco a poco. Un techo alto y abovedado que no dejaba ver su límite. Columnas blancas y ventanales góticos, alargados hacia ese techo sin fin. Blancura infinita. Se encontró arrodillado sobre un suelo blanco y suave, nacarado, como una alfombra interminable de marfil. Se incorporó con dificultad, sosteniéndose de cuanto pudo ante la falla de sus piernas todavía temblorosas por el arrebato. Caminó trastabillando a cada paso y apoyándose en paredes blancas, lisas y perfectas, también interminables. Avanzó por un pasillo que se extendía más allá de la vista en esa extraña catedral, hasta que llegó a lo que parecía ser la nave principal. Su vista ya completamente recuperada se perdió en la infinitud del espacio que lo rodeaba. No había asientos, como si todo estuviera preparado para un solo asistente. Caminó hasta el lugar donde suponía que debía estar el altar, pero en su lugar solo encontró un enorme ventanal de vidrio amarillo.

Un ventanal extraño con números en la parte superior, un vidrio ambarino pero transparente que permitía ver movimientos del otro lado. A la derecha, un agujero donde debía haber un dial que había sido arrancado. Arriba de todo, una aguja que señalaba los números en el vidrio, colgando inerte sobre ellos. Pegó la frente al ventanal para poder espiar lo que había al otro lado y pudo reconocer el viejo reloj inglés, y la silla de cuero negro, y la copa de brandy a medio terminar, y vio a Salomón Silvermann, de espaldas, buscando algo en un cajón del escritorio. La puerta del estudio sonó y se escuchó con muy poca claridad la voz de una mujer del otro lado que parecía preocupada. Vio como Salomón Silvermann sacaba el conocido revolver Colt del cajón del escritorio y disparaba cuatro veces a través de la puerta. El olor de la pólvora lo alcanzó incluso dentro de la catedral. Salomón Silvermann abrió la puerta del estudio y arrastró a una mujer inerte hacia el interior. Luego caminó con paso tranquilo hasta el sillón para sentarse y tomar un último sorbo de su brandy. Apagó el resto del habano en el apoyabrazos del sillón, chamuscando el cuero. Se reclinó, amartilló el arma por última vez y se llevó el cañón a la boca. El hombre atrapado dentro de la catedral observó todo en silencio sin poder hacer nada. Incapaz de ver lo que seguía le dio la espalda al ventanal y se encontró de frente con una multitud presente en la nave de la catedral. Era una multitud de hombres y mujeres altísimas, corpulentas y perfectamente alineadas. Permanecían inmóviles, sin facciones, sin rostro alguno, parados inertes frente a él. Blancos como la catedral, desnudos, sombríos. Los contempló asintiendo como si hubiera comprendido todo. Escuchó el disparo al otro lado del vidrio. Caminó hacia la multitud con resignación y la catedral quedó en silencio absoluto, pues ni siquiera sintió la necesidad de gritar cuando los gigantes comenzaron a destrozarlo.

 

arabesco relato La catedral de marfil

 

Emiliano D. Ogean Delhonte es un joven autor argentino.

🖥️ Web del autor: Una carta para el Coronel

(http://cartaparaelcoronel.blogspot.com.es/)

 

 Cain in the United States, pintura por David Alfaro Siqueiros
[captura de pantalla de vídeo en Youtube:
www.youtube.com/watch?v=TYJXj7caCGo].

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