relato por
Carlos Aymí
L
a cortina blanca de seda comenzó a filtrar sobre el dormitorio el amanecer de un sábado primaveral que se preveía hermoso y lleno de luz. María, desvelada desde hacía un rato, se acurrucó junto al cuerpo desnudo que le daba la espalda y lo abrazó con fuerza. Abrió entonces los ojos, y comenzó a besar con suavidad el hombro tatuado de su compañera dormida. Poco después cesó en su mimo y se incorporó hasta apoyar la espalda contra el cabecero de la cama, mientras seguía contemplando deleitada, las voluptuosas curvas de su amante bajo la luz del alba. Decidió dejar dormir un rato más a aquel diablo que había puesto su vida patas arriba. Se estiró hasta la mesilla de noche y alcanzó el libro sobre la obra de Velázquez que andaba leyendo. No tardó en volver a dejarlo en el mismo sitio, pues fue incapaz de concentrarse ante la sensación que erizaba su piel, y prefirió fundirse dentro de ese estremecimiento mientras contemplaba sucesivamente a la alborada y a su compañera.
Cuando unos treinta minutos más tarde la durmiente Lilith se desperezó, María todavía seguía transida de la placentera sensación que le embargaba de feliz armonía. Las cortinas, a esa altura de la mañana, retenían la suficiente claridad del Sol como para no tener que bajar la persiana subida hasta arriba, pero dejando al descubierto y sin sombras cada rincón del dormitorio, acogedor, cálido, amplio. La recién desvelada, incluso pudo apreciar el brillo de los ojos que destellaban de su esbelta pareja cuando se puso a su altura sobre la cama, para despojarla del camisón marfil con el que había dormido, para besarle lúbricamente los sonrosados pezones que de inmediato se erizaron, para preguntarle sonriendo:
—¿Qué te ocurre preciosa, que tienes ya cara de orgasmo nada más amanecer?
—Solo saboreo mi suerte —contestó María mirando arrobada a los ojos de su compañera—, y pienso en las últimas palabras de Fausto, cuando exclama justo antes de morir, «entonces podría decir al fugaz momento: Detente, pues; eres tan bello».
—¡Tan bien te comí ayer el coño! —exclamó rompiendo a reír Lilith, provocando que María se indignara sin excesiva convicción a juzgar por su rostro risueño, y a pesar de que atizara a su amante con las palabras de, «soez», y «bruta» por un lado, y por otro, con un almohadón que en la guerra de la noche anterior, había permanecido sobre la cama.
El duelo pareció terminar en una lluvia de besos mutuos, pero María aún no quiso abandonar la batalla, y agarrando la media melena rubia de Lilith, tiró de su pelo hacia atrás hasta curvar la cabeza de su presa, acercándola en un arco contra la espalda. Reteniendo a su amante en esa difícil posición, María retomó sus palabras:
—Cariño, te hablo en serio, me haces tan feliz, que quisiera poder detener el tiempo, o por lo menos dilatar el instante hasta el infinito. Entiéndeme, no quiero poner un pie fuera de esta cama, basta de alejarme de ti, quiero congelar este amanecer con nosotras dentro, para siempre.
—Vaya con mi preciosa y bella intelectual —comenzó a decir Lilith tras darse unos segundos, y tras hacer un escorzo que le permitió abandonar la difícil postura para quedar de nuevo frente a María, ambas de rodillas encima de la cama, ambas mirándose a los ojos y a los labios alternativamente—, si se me ha convertido en todo un candor de romanticismo. ¡Pero oye! Si tú pasas a ser la apasionada, ¿qué papel me queda a mí? ¡Yo no sirvo para recitar versos ni para deleitarme en conciertos de música clásica! ¡Devuélveme mi papel, ladrona!
—¿Tú la romántica de las dos? Venga ya cariño, no me hagas reír, y menos aún recordar tus clásicos piropos de camionera.
Y un nuevo cuerpo a cuerpo tuvo lugar, aunque esta vez los besos se alargaron, las manos llegaron a los sexos, y no hubo paz hasta que exhaustas se rindieron, la una en los brazos de la otra.
La mañana siguió su curso inexorable pero ninguna de las dos mujeres abandonó aquel reino mullido de cuatro patas, no fuese a romperse el hechizo. La primera vez que evitaron descender al suelo fue porque la noche anterior habían dejado una jarra de agua en la mesilla de Lilith, y pudieron saciar la sed sin abandonar su cielo. La segunda, porque sacrificaron el desayuno. La tercera, porque María pudo encender con el mando a distancia la cadena de música. Cuando Vivaldi comenzó a sonar en sus conciertos para laúd, guitarra y mandolina, los recuerdos afloraron en la pareja. Fue María quien pidió a Lilith que rememorara su primer encuentro, dos años atrás.
—Está bien preciosa, pero ya sabes que no podré contener mi lenguaje soez —y al decirlo, introdujo su dedo índice en el sexo húmedo de su amante, sacándolo con cierta malicia tras varios jadeos de María.
«Cuando llegué al Real —comenzó a narrar de inmediato Lilith aún con la mirada lúbrica—, arrastrada por un favor concedido a mi amiga Elena, quien tenía dos entradas para el concierto y nadie con quien ir, preví una noche larga y aburrida de una música que lo siento, pero no me apasiona como a ti. La cantidad de aburridos almidonados que rondaban el lugar reafirmó mi previsión, pero entonces te descubrí, tan alta, tan morena, tan bella, y tan bien embutida en ese espectacular traje de fiesta negro que aún conservas. Aunque eso sí, de la mano de un semental casi tan atractivo como tú.
Recuerdo a Elena entusiasmada por el lujo y verborreica total ante tanta pompa y ante tantas caras conocidas… para ella, y a mí, diciéndole que “sí” a todo, que sí era precioso, que sí me sonaba aquel tipo, que sí le agradecía el haberme llevado… mientras en realidad te devoraba con la mirada con todo el descaro del que era capaz. Ya sabes que soy una zorra blasfema, y te aseguro que no dejaba de rezar para que te fijases en mí aunque fuese por unos segundos. Si conseguía ruborizarte, pensaba pérfida de mí, podría dar la noche por válida.
Ya sabes que pensé que fracasaría, pues a pesar de mi insistente indecencia durante el cóctel previo al concierto, y a que era el centro de atención de los demás con cuchicheos sobre mi vestimenta indecorosa, tú parecías negarte a prestarme atención, cosa que desde luego no hacía tu pareja, quien no paraba de posar sus ojos en mis tetas y en mis tatuajes, incomodándome como yo quería hacer contigo. Por suerte, justo antes de encaminarnos hacia las butacas nuestras miradas se encontraron, y no pude sino sonreírte, y guiñarte un ojo».
—Aunque tú digas que no lo notaras —interrumpió María acariciando el vientre blanco de Lilita—, me ruboricé por completo, y durante la primera parte del concierto le pregunté en más de una ocasión a mi expareja, si él creía que tú estabas loca, mientras me juraba una y otra vez que no sabía de qué chica le hablaba.
—Fue una suerte —retomó la narración Lilith— que yo no notara tu rubor, pues con eso me habría conformado y casi seguro, no me habría preocupado desde mi butaca, de buscarte obsesiva por todo el teatro, pues fue agotador, preciosa. Y por supuesto tampoco te habría seguido al baño durante el entreacto. Pero ya ves, lo hice, y mientras te retocabas el maquillaje frente al espejo, me presenté, y las dos nos reímos de la casualidad de que nos llamásemos María, y después de hablar y demostrarte que no era un ogro, ni una loca, ni una inculta total, te entregué la tarjeta de mi tienda con la idiota esperanza de volver a verte, y cuando me marchaba y sin saber aún qué, me susurraste algo que te niegas a confesar, dos años después. Y tal vez por esas misteriosas palabras sigo aquí contigo, a la espera de derrumbar tu muralla, y acceder a tu secreto, mi villana intelectual.
—¿Y si cuando te lo cuente —María bajó la cabeza de su compañera y la llenó de besos en su pálida nariz roma, al tiempo que le hacía las preguntas— se rompe el hechizo que nos envuelve? ¿Y si te lo cuento y comienzas a odiar la eternidad que comenzó en este instante, porque en realidad no era para tanto lo que te susurré, sino que más bien era una de mis cosas, literarias?
—Venga ya preciosa —Lilith pareció algo exasperada—, en estos dos años te he emborrachado, te he hecho chantaje emocional, te he suplicado, te he follado… y nada. ¡Cuéntamelo de una vez, regálamelo en este día! Al fin y al cabo, yo ya casi he perdido el miedo a que mi linda e interesante cabecita rubia deje de parecértelo, convirtiéndose en el típico tópico tonto, o que mi lenguaje soez pase a resultarte mera mala educación, o que ya no me quieras llamar más Lilith, sino cualquier otro nombre insufrible de tu biblioteca. Anda, sé buena, y termina de desnudarte para mí ¡Cuéntame tu susurro!
María se hizo de rogar. La luz de la mañana seguía inundándolo todo cuando se detuvo con su boca en el ombligo de Lilith, lo besó al tiempo con ternura y pasión, y le propinó mordisquitos sobre la roja llama que quedaba tatuada en torno a él. Volvió entonces hasta los labios de su pareja, y tomando con su boca el labio inferior de su amada, dijo con una voz entrecortada y algo ridícula:
—Está bien cariño, te voy a confesar mi susurro, ya verás que es una bobada, pero te prohíbo totalmente que dejes de amarme.
—Preciosa, espero que el secreto merezca mi sacrificio.
—Ya sabes que has sido mi primera chica —comenzó a decir María después de recostarse en la cama, separarse un poco de Lilith, y adoptar un tono serio—. Y que cuando te conocí estaba en plena crisis de identidad sexual y esas cosas. Pues bueno, siempre comentas que te gustó mi traje de fiesta, pero la verdad es que a mí tu short y tu camiseta recortada me quitaron el hipo, y cuando en el lavabo estábamos hablando, no pude dejar de advertir esa llamita de tu ombligo, y eso me hizo recordar una frase de uno de mis libros preferidos… y simplemente eso es lo que te susurré.
Lilith esperó en absoluto silencio a que María dijera la frase, y finalmente lo hizo.
−Las mariposas vuelan hacia la llama, dice el protagonista de Crimen y castigo, y la verdad es que yo, ya en aquel lavabo, y más aún cuando hecha un manojo de nervios me presenté en tu tienda de ropa, me sentía como una desvalida mariposa que consciente pero incapaz de evitarlo, marchaba directa hacia unas llamas que quemarían toda mi vida pasada para purificarme, o destruirme. Y ocurrió que bendito fuego.
—¡Vaya, preciosa, qué alto me pones siempre el listón, no tenía bastante con lo de Lilith, y ahora esto!
Ambas rompieron a reír, y al acabar se dieron un cálido beso.
La música de Vivaldi se había apagado hacía tiempo, la jarra de agua estaba vacía, las dos mujeres tenían hambre y ganas de orinar a la vez, y el Sol alcanzaba un cenit por el que las cortinas se mostraban insuficientes para no cegarlas. Así que no hubo más remedio que romper el reino, el hechizo, el instante no tan fugaz, y descender a suelo firme, con la esperanza de volver a elevarse en breve, para detener, aunque no fuese a perpetuidad, el desgaste del tiempo.
Carlos Aymí Romero. Licenciado en Filosofía por la UCM 2001-2005. Máster de Comunicación escrita y creativa (IVCH), con el trabajo de máster Antropología literaria en la obra Arthur Miller. Formó parte del club madrileño de escritura El Club de la Serpiente (julio 2011/enero 2012). Ha publicado relatos en las revistas literarias Narrativas (números 24, 25, 26 y 27), Almiar (número 63, 66 y 67) y en Entropía (número 7). Acaba de terminar su primera novela, Karak, Hermanos y Reyes, a la que actualmente le está buscando editor. 🖲️ https://carlosaymi.com/
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La moneda de Dios · El mar de los otros · Una historia increíble
🖼️ Ilustración del relato: Gustav Klimt 021, Gustav Klimt [Public domain or Public domain], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 71 / noviembre-diciembre de 2013 – MARGEN CERO™
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